Por todo es sabido que una nación es el territorio donde vive un grupo de personas pertenecientes a una misma comunidad, constituya o no un estado. Por lo general las personas vinculadas a una nación tienen en común un mismo idioma y un mismo hacer cultural. A este término está vinculada la nacionalidad, que es el estado al cual pertenece una persona, la cual también puede ser adquirida por nacionalización. Este término, nacionalidad, está emparentado con el gentilicio, el adjetivo que expresa el origen geográfico o étnico. Evidentemente, este vocablo (el gentilicio) es afín con la toponimia, es decir, con los nombres propios que denominan los lugares, es decir barrio, pueblo, ciudad, provincia, país o continente.
La nacionalidad, a través de la historia no se conforma de un día para otro, no se arraiga en la mentalidad de los habitantes sino es a través del legado que se trasmite de descendencias a nuevas descendencias. Una década no es más que un ligero parpadeo comparado con la vida de las futuras generaciones, que solamente avanzan y se perfeccionan con el paso de los siglos y que con el tiempo modifican el comportamiento de los habitantes de una región. La nacionalidad va más allá de las definiciones académicas como las señaladas en el párrafo anterior. Por ejemplo, la nacionalidad del pueblo chino tiene más de miles de años, adquirida a través de luchas en la defensa de su territorio y además, del arduo trabajo continuo de sus habitantes, lo que ha permitido que ellos se identifiquen con su cultura milenaria. Lo mismo se puede decir de los habitantes de ciertas regiones europeas que coinciden más con la provincia en donde sus antepasados echaron raíces que con el país. Es el caso de los catalanes, los vascos, los mapuches, los escoceses, los napolitanos, entre otros, cuyo arraigo a la tierra y a su cultura lo identifica más que con su nación.
La geohistoria y la geopolítica nos muestran que las nacionalidades se pueden cambiar, sin que los habitantes lo soliciten. Es decir, en oportunidades la nacionalidad se impone como consecuencia de conquistas, invasiones de territorios, apropiación indebida de estados como fue el caso de México (1848). Este país perdió más de la mitad de su territorio consecuencia del afán expansionista del gobierno de EEUU. Por este despojo USA le pagó a México quince millones de dólares. Así los antiguos nacidos en el Texas y California dejaron de ser cuates para convertirse en gringos. Del mismo modo, por un vulgar contrato o negociación entre políticos como es el caso de la venta de Luisiana, en dicha transacción Napoleón Bonaparte se la vendió a EEUU por 23.213.568 dólares (1803). Por este acuerdo los habitantes de este territorio pasaron de ser franceses y se nacionalizaron estadounidenses. Así mismo Rusia le vendió a EEUU el territorio de Alaska por 7,2 millones de dólares, en el año de 1867. Por esta vía los antiguos habitantes de estos inhóspitos y gélidos parajes abandonaron la nacionalidad rusa para convertirse en gringos. Es por esto que actualmente se lee en la prensa la lucha por la secesión de pueblos que se niegan a aceptar culturas impuestas desde hace siglos por manejos políticos.
Es indudable que las nacionalidades centro y suramericanas, son de nueva data, no se pueden comparar con los antiquísimo gentilicios chinos, sirios, hindúes, turcos, entre tantos. Por razón de una delictiva conquista los pueblos de centro y sur América perdieron su gentilicio original que los ligaba a su tierra, a su cultura ancestral para adquirir, por imposición, la del invasor. Aquellas tierras de una extensa soledad en su geografía, caracterizada por diferentes matices de sus paisajes y los sonidos de las sinuosidades y montañas, harta de fecundidad y riquezas, sin la anárquica delimitación de los obscenos punto y rayas de los mapas, se ven de un día para otro identificada con un nombre desconocido, la llamada América, como un recurso del invasor para iniciar un nuevo período histórico. Se da comienzo de esta manera de la pérdida del gentilicio de millones de originarios y aquella toponimia ancestral queda relegada en los libros de historia. El dominio del conquistador español, las bellaquerías de los representantes del gobierno monárquico borra de un plumazo más de quince mil años de historia de los pueblos originarios, los mismos que pasaron a ser súbditos de la corana por más de trescientos años.
Los venezolanos hemos perdido nuestra memoria histórica, pareciera que comenzamos a existir a partir del 1492 cuando el invasor español impuso su cultura y borró de una vez la cultura de los pueblos originarios e impuso su idioma, la religión, la gastronomía, la vestimenta, la forma de trabajar la tierra y los nuevos cultivos, en fin una cultura proveniente de ultramar que nada tenía que ver con nuestra ancestral manera de vivir.
Surge de esta manera el gentilicio americano influenciado por la cultura hispánica y aquellas tribus que correteaban y navegaban a lo largo de estos extensos territorios, comunicándose en sus respectivos idiomas pierden progresivamente la heredad de los pueblos originarios. Con el tiempo, ante la ignorancia y petulancia de los colonizadores, aquella insensatez no les permite entender la realidad histórica.
Pasado más trescientos años de ignominia española aparecen nuevos tempos y nuevos hombres y surge en el argot de los habitantes de aquella Capitanía General provinciana y bucólica llamada Venezuela hombres preclaros, seres empecinados en alejarse de aquella vetusta monarquía opresora. Florece en el lenguaje coloquial de los caraqueños palabras desconocidas hasta los momentos, como revolución, emancipación e independencia y una nueva fisonomía neogranadina y venezolana que dará paso a un nuevo país, la república de Venezuela.
Por cierto tiempo y por una visión de un hombre que miraba hacia el futuro nuestro gentílico venezolano cambió, por una necesidad histórica, por el de colombiano. Para ser más preciso voy a remitirme a las palabras de Rafael María Rosales que recogí en su libro "El libertador en la frontera": "Solamente él, el Libertador, el Caudillo sin par de la libertad, de la compresión, de la nobleza y de la lucha inacabables, por encima de las vicisitudes, de las ingratitudes, de las traiciones, de los azares, de la mentira, es el forjador, el sostenedor y el ejemplo de la vigencia del sistema republicano y democrático en el mundo de la americanidad libre y creciente en su fuerza por combatir el colonialismo y el imperialismo".
Bien es cierto, nuestro gentilicio es muy nuevo, una nacionalidad en cierne, con respecto al de los europeos y al de los asiáticos. Prácticamente estamos conformando nuestra nacionalidad, además del mestizaje originario (español, indio y africano), le debo agregar las migraciones europeas, asiáticas, suramericana, que se integraron a nuestro país. Es perentorio cuidar y defender el legado de nuestra americanidad y la venezolanidad que nos legó el Libertador.
No se es venezolano porque se come hallaca, porque se ingiera tequeño o casabe, porque se escuche o se baile joropo, o porque somos un pueblo alegre, entre otras cosas que nos pueden caracterizar. Además de esto debemos conocer nuestra historia emancipadora, reconocer cuáles son nuestros amigos, enemigos de ayer, los mismos del presente, quienes explotaron vilmente a nuestros pueblos y se robaron nuestras riquezas. Además, es imperativo estar al tanto de los nombres de nuestros caciques, los nombres de nuestros pueblos originarios y conocer de sus culturas.
La venezolanidad nos obliga a reconocer los enemigos de la patria quienes nacieron en nuestro territorio por un accidente geográfico (por ejemplo J. Borges) y están dispuestos a pactar con gobiernos extranjeros, quienes por nefandos apetitos pecuniarios intentan entregar nuestras riquezas. Este neo vasallo del imperio (Guaidó), el autoproclamado presidente ya no oculta su servilismo y su bellaquería, su felonía la manifiesta sin ninguna vergüenza y su bajeza lo convierte en traidor a la patria. Hombres como estos sicofantes los conoció Simón Bolívar y su estirpe no se ha borrado en esta nueva generación de lameculos.
Por lo anterior siempre recurro a las frases de Simón, que solo bastaría cambiar ciertas palabras para reconocer su vigencia: "No es el gobierno español el que puede dictar condiciones ultrajantes y altamente ofensivas a los intereses de la república de Colombia, que hemos elevado sobre la ruinas arrancadas de las manos del ejército expedicionario". Parte de la misiva enviada a Morillo durante las negociaciones del Armisticio y la Regularización de la Guerra (1820). Lee que algo queda.