Cuarenta y cuatro años después recordaba con cariño aquellos días en Valle Guanape. Aquel paraje seco lleno de yaques cuyos troncos, de apariencia magra, de hojas entre verdes y marrones a la vista de aquella hora, dejaban ver hasta más allá la tierra apisonada por la lluvia de aquella tarde apagada entre pegujales. Recogí algunas piedras y seguí mirando a través de los yaques hasta donde me alcanzara la vista. Siempre me ha gustado ver ese paisaje seco de troncos flacos y torcidos, mustios y coronados de un follaje discreto haciendo sombra en esos lugares tan cálidos. Los corianos los llaman cujíes. Yo siempre los llamaré yaques; huelen feo cuando se cortan. Hacía todos esos años fuimos a Valle Guanape en familia durante una semana santa, y visitamos a María Lara, la muchacha que acompañó algún tiempo a mi mamá en los quehaceres del hogar mientras estuvimos en Puerto Ordaz en los años sesenta, cuando esa ciudad nacía ganada a la selva amazónica y sus calles eran silenciosas y solitarias. María Lara, mejor dicho, "Márialara", nos embelesaba con sus cuentos. Yo no los recuerdo; tenía dos años y poca memoria. La volvimos a ver cuando yo tenía cinco años, en aquella serranía seca aledaña a Valle Guanape, y ella era madre de un niño pequeño de los que corrían desnudos y felices por esos suelos marrones bajo el exceso de luz que tanto recuerdo. Para mí nunca ningún paisaje será superior a ese; tal vez porque definió un momento de auténtica felicidad al volver a ver a Marialara. En los caseríos más alejados de Puerto La Cruz se levantaban los ranchitos de barro de familias muy pobres, siempre algo cercanos a las carreteras. Esa luz extrema del trópico, que volvía los paisajes casi blancos, a lo reveroniano, transparentando las vidas de las familias más pobres, mostraba los niños de barrigas lombriceras que caminaban desnudos a través de los leñosos yaques, persiguiendo la magia con sus pieles terrosas; paisaje infinitamente humano de pobreza desnuda, de mujeres preñadas y de hombres sudorosos, revelada por la implacable luz que transparentaba los yaques, y que aún así éstos sombreaban los grandes espacios con ese amable y necesario follaje. Esa tarde recorría aquel paisaje de grandeza que me permitía ver la tierra desnuda y sobria, a través de los arbustos, llena de guijarros, monte y olvido.
¡Vivir! Es un gran tiempo para vivir. No de otra manera podría ver cambios tan adentro de los pueblos, explorando la vida y ayudando a formar nuevas gentes para un nuevo mundo. Ese día ya habíamos recorrido más de trescientos kilómetros desde los pueblos indígenas del sur de Anzoátegui; hasta pude entrar en Barcelona y saludar y abastecer de algunas cosas a mi mamá, que vive allí. Me despedí de ella y retomamos el camino tras el breve y simple "Dios te bendiga". La vi alejarse a la velocidad que imponía el camino, y chofer, antrópologo y ésta que escribe, nos hicimos otra vez a la carretera que más allá nos atrapó con una intensa lluvia que amainó cerca de Clarines por los lados de la Laguna de Unare. En las curvas del diablo, camino a Boca de Uchire, a pocos kilómetros pasado ya Clarines, fue cuando nos encontramos con los recuerdos de mi niñez. Tan sencillo como que los yaques de aquella seca serranía de Valle Guanape se acercaran a traerme repentinos recuerdos que sólo llegaron cuando recorrí la tierra con ojos de tranquilidad. Hubo tanta lluvia tormentosa en el camino que los equipajes iban en el asiento de atrás de la camioneta doble cabina, y no los volvimos a colocar en el cajón por temor a que se mojaran junto con los documentos que tantos días nos había costado producir con el poder popular de las comunidades de "más allá de más nunca", como diría Rómulo Gallegos. Paisaje incomprensible del trópico, ora lleno de luz, ora ausente de ella; matices de platinadas aguas vistas desde "Aguas Calientes", llenando la laguna de Unare de brillo tenue al calor de la tarde de breves gotas de agua; carretera de largas mangas de asfalto y cortas y sorpresivas curvas. Tal vez un poco de sorprenderse, tal vez el agua en el camino… sólo escuché los gritos del chofer, alguna ronca palabra del antropólogo, que se prolongaron en un tiempo por mí inmensurable… Volver el rostro y no ver nada sino el esfuerzo estéril del conductor frente al volante rebelde de aquel vehículo que tomaba el control de nuestras vidas en ese instante de arrimarse al peligro más extremo… No sé cuánto rodamos durante el giro repentino, violento, interminable, en aquel vehículo que de pronto tenía vida propia y nos había secuestrado en sus adentros, dispuesto a todo, incluso a ofrecernos a un momento ubicado más allá de la vida.
Dicen que los movimientos que siempre repetimos nos permiten un margen de protección. No sé hasta qué punto. Sólo tuve tiempo, conscientemente, de verificar el cinturón de seguridad, tomar con la mano derecha el sujetador del techo, y colocar mi mano izquierda protegiendo el cuello del movimiento intenso del vehículo. Después recuerdo que ya no sentimos el pavimento que nos hizo derrapar hacia el lado izquierdo de la vía, en sentido contrario a las aguas de Unare, y entonces sentí el salto en el aire… y aquí se detuvo la vida. No vi ninguna película de mi existencia durante ese instante de duración infinita, no pasó nadie frente a ella, ningún recuerdo, nada; sólo fue sensación de no saber qué pasaría en el instante de más allá de ese breve espacio de tiempo. Tuve, increíblemente, la sensación de que pensaba y reflexionaba honda y profundamente el sentido de la vida, sin llegar a pensar ni reflexionar absolutamente nada. ¿Acaso lo permitía el tiempo real? Sería una tontería decir que sí. Fue el instante más densamente sentido en toda mi existencia, porque sabía que tendría una consecuencia de continuidad o no de la vida. Y ese instante en el aire terminó con una intensa continuación sobre la tierra, durante un aparatoso movimiento complejo de varias vueltas del vehículo sobre sí mismo, como buscando calmar su rabia revolcándose sobre la rojiza tierra. El cuerpo se contracturó, subió la adrenalina, hundí la cabeza, y, la verdad, no sentí nada en el cuerpo sino la sensación de batallar contra el miedo de no saber si sobreviviría.
Al fin se calmó el rabioso vehículo y cesaron sus rugidos infernales. Tuve la sensación de estar en las profundidades de la tierra, asfixiada bajo ella. Habíamos sobrevivido y nos encontrábamos dentro de una camioneta volcada del lado derecho; y yo, en la parte de atrás de la cabina, casi pegada al vidrio que reposaba junto a la tierra, con el cinturón a nivel del cuello, asfixiándome, y todo el equipaje sobre mí, aplastándome con su peso. Todo ello me agobiaba en medio de los temblores del cuerpo, y las voces que daban mis compañeros.
Cuarenta y cuatro años después vi que los yaques de mis recuerdos sujetaron la rabia de aquel vehículo, y sus troncos leñosos y flexibles no permitieron que la camioneta se estrellara, sino que guiaron lo más precisamente posible su ruta, hicieron amainar su fuerza, detuvieron su ímpetu, y le hicieron descansar sobre la roja tierra apisonada por la lluvia de aquella tarde. Y, más allá, cien kilómetros antes, tal vez aquella bendición que recibí de mi madre salvó mi vida entre aquellos yaques. Esa bendición me alcanzó con la ayuda de algunos solidarios motorizados y un efectivo de la Guardia Nacional que se acercaron a auxiliarnos al ver el volcamiento. "¡Vivos! ¡Están vivos!"
¡Es una gran época para vivir! Gracias, mamá, por esa bendición que tal vez ayudó a salvar mi existencia esa tarde! Que Dios bendiga a todas las Madres!!