"Los jefes se van, las instituciones quedan", es el sencillo resumen de un profundo proceso formativo de más de doscientos años de vida republicana; una especie de sincretismo de nuestra naturaleza caribe, autónoma y libertaria, con el ejercicio social dentro de las instituciones heredadas del siglo de la Ilustración europea en nuestras tierras. Como producto, tenemos una delicada moral colectiva que nos lleva a valorar permanentemente las lealtades.
Las instituciones, sin embargo, trascienden los muros, el tiempo y las personas; su acción acupa el quehacer del país. Cuando a este nivel no hay un ejercicio de poder adecuado a las circunstancias, entonces no sólo se desprestigia, sino que pierde la lealtad colectiva o de fondo. Para los venezolanos y venezolanas, la lealtad es un premio al ejercicio correcto del poder, no una actitud servil o ciega. Eso no está en nuestros genes. La lealtad es producto e incentivo al mismo tiempo: se es leal en la medida en que el jefe se entrega a la causa común y por lo tanto se atreve a enfrentar las dificultades más grandes. En nuestro sustrato cultural, llevamos una lanza afianzada en la pierna, a falta de ristre, lista para enfrentar la batalla. La mayor parte de las veces esa lanza es un contrapunteo ácido de palabras, y otras un chiste continuo para bajar la moral del otro. Pero siempre está ahí, lista para ser usada; y nunca, jamás, esa lanza se hará acompañar por un hombre o una mujer acobardados. Las lanzas llaneras de Páez enfrentaron batallas que en otro lugar habrían sido consideradas imposibles. Los organizados cuadros del ejército regular o el británico nunca habrían podido comprender cómo, en un terreno en desnivel, los lanceros de Páez subían a encontrarse al descampado con el enemigo; fueron masacrados y, aún así, continuaron su marcha ascendente hasta lograr la victoria en Carabobo. Eso fue producto de una actitud de confianza compartida que llevó el asunto hasta momentos verdaderamente épicos.
Entonces, el Poder Popular es el producto de una relación de confianza que se manifiesta en la lealtad compartida para motorizar la acción y el compromiso de todos. No existe en ese horizonte un ejercicio personal del poder, porque éste tiende a atrincherarse y convertirse en un ejercicio acobardado de mantenimiento de privilegios y de pensamientos ajenos a lo colectivo. Esa lealtad de todos y todas, como materialización del Poder Popular, es una institución en sí misma que caracteriza el socialismo del siglo XXI. De esta forma, el Poder Popular, en ejercicio de su naturaleza participativa y protagónica (y por lo tanto decisoria) exige la acción física de las instituciones competentes (y no al contrario), el castigo a los delincuentes, ya sean azotes de barrio, ladrones del dinero del pueblo, o malandros fronterizos.
Si el poder no es ejercido lealmente, entonces pierde confianza y fortaleza. No somos leales a vasallos del chantaje; no está en nuestra sangre libertaria.