De verdad Jesús de Nazaret sería un buen gobernante, pues además de hombre virtuoso, incorruptible, pronunciaba buenos discursos y resolvía algunos problemas materiales que afectaban la vida de los primeros cristianos. En varias ocasiones, mediante actos milagrosos, multiplicó los panes, los peces y el vino para así ofrecer comida y bebida a la inmensa población de seguidores que caminaban detrás suyo en procura de alimento espiritual. A él le preocupaba mucho su feligresía y se ocupaba de ellos. No les mentía ni les prometía lo que no cumpliría. Sus discursos eran cortos y llenos de maravillosas lecciones. Hablaba con la verdad por delante, demostrando así el respeto que guardaba con los devotos asistentes. Y, por último, se enfrentó a la tiranía gobernante en Jerusalén, osadía que lo condujo a la cárcel, donde sufrió horrorosas torturas, antes de morir crucificado.
Algunos gobernantes tienen mucho que aprender de Jesús, pues en no pocos casos, se dedican durante su gestión a multiplicar los problemas, en lugar de acrecentar los alimentos, las oportunidades de empleo, las industrias, las escuelas y universidades, los hospitales. Hacen éstos todo lo contrario a cualquier gobernante trabajador, sensato, responsable, eficiente, probo, con vergüenza.
En verdad no debe ser muy difícil gobernar un país con un programa de gestión orientado a crearle dificultades a la gente, a restar en vez de multiplicar, como ese practicado eventualmente por algún malvado político que, en lugar de vino, pan y pescado, procura repartir hambre entre la población.
Han repartido hambre algunos gobernantes en este mundo. Fabricantes de famélicos podemos llamarlos. Juan Vicente Gómez fue un caso muy exitoso en nuestro país. Según las estadísticas venezolanas de los tiempos gomecistas, la población hambrienta alcanzaba entre el 80 y 90 por ciento, unas 3 millones de personas. Repartió mucha hambre este hombre. No fue mezquino con los venezolanos a este respecto, como tampoco lo fue repartiendo peinillazos, torturas, cárceles y terror en general.
En verdad no se necesita mucha inteligencia, ni un buen equipo ministerial, ni mucho dinero para invertir en la producción de hambre, ni se requiere tener miles de investigadores estudiando este asunto, ni generar sofisticadas tecnologías, ni tener a disposición todas las universidades del país repletas de profesores y estudiantes cursando carreras afines a este asunto, ni sembrar el país de industrias, ni mucho menos disponer de un sistema agrícola muy prolífico. Pues, producir hambre es cosa fácil, es asunto sencillo, además de barato.
El hambre es el único producto que repartido a manos llenas entre todo el que quiera degustar su deleitosa presencia siempre quedará un sobrante pronunciado. Es un producto milagroso éste. Pero el gobierno que lo genera y distribuye, es mucho más milagroso. Se conocen numerosos países cuyos gobiernos han sido demasiados exitosos en esto de repartir hambre. En el continente africano tenemos varios casos. Allí están para corroborarlo Nigeria, Sudán, Somalia, Libia. Y en América Latina está como un caso ejemplar Haití, además de Guatemala y El Salvador.
Y ahora Venezuela, con el gobierno de Nicolás Maduro, se ha incorporado a la lista de países célebres por su alta tasa de gente hambrienta. En nuestro caso el éxito es mucho más meritorio porque, en primer lugar, tal logro ha ocurrido de manera muy rápida, en apenas unos cinco años y sin que ello haya sido provocado por un conflicto bélico interno; en segundo lugar, porque acontece en un país donde abundan los recursos naturales, con riquezas muy apetecidas por todo el mundo, como petróleo, gas, hierro, oro, bauxita, coltán, diamante, dolomita; con ríos muy caudalosos y el Mar Caribe al frente, y con miles de hectáreas de tierras feraces aptas para producir alimentos para toda su población. De manera que el señor Maduro y su equipo gubernamental merecen con justa razón el premio de los premios por el milagroso resultado de haber generalizado el hambre en nuestro país; unos 20 millones de venezolanos reciben hoy sin regateo ninguno sus correspondientes tres dispendiosos y suculentos platos de hambre diariamente. Esos tres condumios son infaltables en la mesa de la pobrecía nacional. Están asegurados. El gobierno venezolano se los garantiza. Es una promesa cumplida.
Ahí están regados en toda la geografía nacional, en cualquier pueblo o ciudad del país los hambrientos venezolanos del siglo XXI. Abundan ellos, constituyen la mayoría de la población. Se observan a simple vista en las calles y aceras del país. Son esas personas mal vestidas y flacuchentas, de rostros tristes y mirada sonámbula, que con bolsitas en sus manos caminan de un lado a otro rebuscando aquí o allá un mendrugo de cualquier cosa. Esta es la pintura cotidiana en Venezuela ahorita. Este es el rostro que muestra al mundo nuestro país, el cuadro que colorea la superficie nacional. Es un cuadro donde sobresale el color rojo, en vista de ser éste el color que simboliza el sufrimiento, el dolor, la sangre y la muerte.
El rostro de los millones de hambrientos de Nicolás Maduro y su “Revolución Bolivariana” constituyen la mejor fotografía de la realidad venezolana al día de hoy. Y Maduro, por ello, debería sentarse, más adelante, no a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, sino mucho más arriba, en los confines del cielo infinito, pues sus dones milagrosos son mucho más poderosos que los del hijo de Dios. Quizá sea él, Dios mismo y por esa razón haya podido lograr en nuestro país el irrepetible milagro de la multiplicación del hambre en un país inmensamente rico, al punto que casi toda nuestra gente la siente, la soporta, sobrevive con ella a su lado, a cada minuto, en esta calamitosa Venezuela de los tiempos presentes.
Por último, si consideramos que comer es un acontecimiento placentero, satisfactorio, delicioso, festivo, la fiesta de la comida es lo que ocurre cada vez que la mesa está servida y nos sentamos en familia o entre amistades a degustar las preparaciones culinarias desbordantes de olores y sabores; la repartición del hambre, al contrario, es un hecho funesto, un acontecimiento doloroso, una experiencia cruel, una circunstancia ignominiosa, una acción afrentosa; y su promotor, su causante, su ejecutor, el ser humano más abominable. Resulta que aquí, en territorio venezolano, tenemos la desdicha de contar con un ejemplar como éste, ocupando sitiales de poder preponderantes. Con razón entonces esta tragedia nacional, enseñoreada a lo extenso de nuestra geografía.