Mi palabra

Un pedigüeño cesante

"Todo hambriento es un microeconomista."

Antonio Gamoneda

En mis años viviendo en Acarigua, siempre cumpliendo con una actividad política en el PC, se me hacía raro, cuando no veía a un señor bajo de estatura, y la mayoría de las veces andaba cabizbajo, haciéndolo ver más pequeño; parecía andar buscando algo perdido en una muy transitada avenida de la ciudad. Todo el que se lo encontraba se llevaba la misma impresión, porque parecía perdido en el tiempo y lugar; pedía pidiendo la bendición para aprovechar de la benevolencia de los transeúntes. Si no le daban, o por el contrario la pegaba, siempre respondía con la misma sonrisa, el cual acentuaba el aspecto de una persona muy alejado de la realidad del momento.

Las veces que me conseguía a este hombre acostumbrado a pedir, lo trataba con el más profundo respeto; pedir no me parece una tarea fácil, y de la manera, como lo hacía este señor, más aún, aunque parecía lo único que carga en el pensamiento: el dinero. Esta clase de personajes siempre se consiguen en cualquiera ciudad, rara vez en los pueblos menos poblados. Lo cierto, es que el paso de los años va dejando huellas, hasta en los materiales más duros; si no los degrada la naturaleza, se hace presente la mano del hombre, hasta convertirlos en lo que le plazca.

La sorpresa me la llevé el miércoles pasado, cuando transitaba por la misma avenida, donde el señor, había hecho algo parecido a su sitio de "trabajo"; venía con la misma sonrisa el cual dejaba al descubierto unos dientes amarillentos por el uso del chimo; al estar frente a frente la curiosidad se me despertó, como un niño desesperado al ver un helado; no lo veía, desde hacía más de 30 años. Lo primero que hice fue buscarle conversación, aun, cuando tenía grabada la impresión, que era difícil sacarle alguna palabra, porque nunca lo vi abrir la boca para hablar.

La mañana del encuentro estaba bastante fresca; calles y avenidas desbordadas de gente por todas partes, con una motivación difícil de postergar: comprar la comida para seguir la cuarentena, y algunos con compras superfluas creadas por el consumismo propio del capitalismo. Le dirigí cuatro o cinco preguntas sin respuesta alguna; sin embargo, permitió el trato con más confianza, para luego darme cuenta de su estado de ánimo; repetí el mismo interrogatorio para finalmente motivarlo a dialogar. Empezó hablar, entre preguntas y respuestas. ¿Dejaste de vender el periódico? "Ahora vivo en el campo, en un ranchito, que dejó mi viejita" A medida que iba hablando alzaba la voz ¡Me mantengo con la pensión, los bonos de Maduro, y la bolsa, aunque falla, siempre llega! A medida que hablaba aumentaba mi sorpresa.

En el sitio, donde manteníamos la conversación, empezamos a estorbar, se acercaba la hora del mediodía aumentando el número de personas, y la intensidad en el caminar. Busqué la manera de acercarnos a la pared ¿Cómo es eso que te mantienes con la pensión, los bonos de Maduro, y la bolsa? La respuesta, me pareció algo lógico, sencillo y muy sincero: "Yo, lo que como, es pasta, arroz y frijoles y me alcanza, lo demás lo consigo allá en el campo".

Ya, al final de la mañana, hablaba con más fluidez, y entre otras afirmaciones, dejo una especie de advertencia: "Todo el mundo habla de los dólares; yo, los veo, pero no los agarro; dicen que por culpa de los aumentos nos suben la comida. Espero algún aumento en la pensión y los bonos, porque dentro de poco, no vamos a poder comprar ¡nada!" El hombre se marchó, sin ninguna muestra de aquellos años, cuando andaba pidiendo, como un modo de vida, despertando lastima, y dejando la ligera impresión de un enfermo mental. Todo el que lo conoció en aquel entonces, y lo ve ahora difícilmente lo puede creer; por mi parte, en algunos momentos llegué a dudar por el cambio tan brusco, producto del dinero.

Nota: Espero, que todo lector saque sus propias conclusiones de este pequeño relato, de una persona con dos etapas muy marcadas en su vida.





 



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Narciso Torrealba


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