Dos eventos de gran sentido para nuestra identidad cultural a realizarse este mes de noviembre de 2020 en Venezuela, motivan la presente reflexión. Se trata de la 16ª Feria Internacional del Libro FILVEN2020, que desde Caracas se desarrollará entre el 12 y 24 de este mes, aunque de manera virtual, es decir, mediante el apoyo y el soporte de las redes sociales (YouTube-#Filven2020, #Telegram, Instagram, Facebook, WhatsApp, Twitter, entre otras) para la difusión de sus contenidos, programas y actividades; y el 14º Festival Mundial de Poesía Venezuela2020, impulsado desde la Casa Nacional de Las Letras "Andrés Bello" a partir del sábado 14 de noviembre, en Caracas, partiendo videos-recitales y charlas celebratorias de la memoria y el canto de Blas Perozo Naveda, Poeta-Arbolario de gran valía para nuestro país y Latinoamérica, aplicando la misma metodología de la Filven; hasta el domingo 29, día del natalicio de nuestro ilustre humanista caraqueño, don Andrés Bello.
Un tercer evento, previsto se iniciara el lunes 9 de noviembre, ha sido pospuesto por motivos de enfermedad de uno de sus organizadores, el poeta Atenógenes Urribarrí, para el 28 de noviembre, con su culminación el 1º de diciembre. Se trata del Festival CANTAPALABRA, impulsado desde Coro y Maracaibo, en homenaje al recientemente fallecido Poeta-Arbolario, Blas Perozo Naveda, una de nuestras grandes voces en la poesía venezolana, entrañable hermano y camarada en la vida, las luchas y la dignidad. Su pueblo falconiano, su pueblo andino y su pueblo maracucho aguardan por este merecido reconocimiento, cuya réplica se hará efectiva en Buenos Aires, Argentina
Sean los nombres y huellas los matices de estos homenajes de la lírica y el libro (Blas Perozo Naveda. Earle Herrera o Aquiles Nazoa), nuestra patria tiene una riqueza innegable y trascendente en sus creadores de arte y palabra. Lo sabemos en la sensibilidad de multitudes que tradicionalmente (aunque esto signifique el corto plazo que han tenido estos eventos durante década y media, apenas), han asistido a las ferias, festivales, foros, debates, conversatorios, recitales, presentaciones de obras, exposiciones, conciertos y toda forma amable de vivir el sentir de la creación humana elaborada con las manos y los pensamientos vivos de nuestro pueblo, sin que mellen esta voluntad decidida, las tempestades físicas y las artificiales, las naturales y las mampuestas, las del infortunio y el pesar, ante la conciencia de resistencia y salvaguarda del patrimonio local que tanto nos anima a la defensa de nuestros más caros valores.
Dos grandes equipos humanos, complementarios en ambas actividades, bajo las responsabilidades de los poetas Raúl Cazal como gerente nacional de las políticas del libro en Venezuela, a través del Cenal; y del poeta William Osuna, ilustre jinete del "caballo luminoso de la poesía", como dice el poeta Gustavo Pereira, por parte de la "Casa de Bello"; ofrendan a nuestros lectores de todo el mundo, esa palabra cantada, escrita, versada, reflexiva y humana que nos desentraña y entrega, que nos define y multiplica como sociedad y como comunidad caribeña y latinoamericana, en la cara y sello de nuestra propia identidad.
Por eso parto de la premisa de que Venezuela es un país de poesía.
Desde hace un par de años vengo estudiando la "idea de país" en algunos poetas, narradores (cuentistas y novelistas) y ensayistas venezolanos, para determinar por esa vía las huellas de reconocimiento de nuestra identidad y soberanía desde la esfera inabarcable de la palabra, el verbo, la metáfora, la imagen, la literatura.
Hasta ahora me he ocupado de los poetas Ramón Palomares, Luis Alberto Crespo, Gustavo Pereira, Blas Perozo Naveda, Lubio Cardozo, José Lira Sosa, Juan Calzadilla, Gabriel Jiménez Emán, entre otros; y narradores como Orlando Araujo, Alfredo Armas Alfonso, Oscar Guaramato, Salvador Garmendia, Luis Britto García, Arturo Uslar Pietri, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Benito Irady, Chevige Guaike, entre otros; y ensayistas luminosos como don Tulio Febres Cordero, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry, y más atrás, Andrés Bello, Simón Rodríguez y Bolívar, entre otros; bajo la premisa de ¿cuál es la idea de país que tuvieron en Venezuela quienes desde el intelecto, desde la literatura, el arte en general, el discurso y la proclama, curtieron su piel durante dos largos y difíciles siglos? El XIX y el XX.
Dentro de este amplio espectro temático, cabe añadir la idea de país en los pintores decimonónicos y contemporáneos, los músicos de entonces y del siglo veinte, los cantores, los escultores, los cinéticos, los cinetistas, vitralistas, teatreros, artesanos, cultores populares y académicos de todos los géneros del arte; si otras manos ayudan a perfilar esa gran base de reflexión sobre nosotros mismos desde un enfoque sincero —con mirada plural—, de lo que somos y hemos sido, de cómo somos y hemos sido, y de cuánto podemos ser en los tiempos venideros.
Muchos escépticos consideran que lo sustancial de Venezuela se está yendo con el éxodo provocado por la crisis económica del país, condicionada por intereses foráneos y no pocos ánimos de aventura. Esto resulta discutible. No hay venezolano en el exterior que no extrañe nuestras arepas, cachapas, sancochos y demás gastronomía criolla, así como la dulcería, el vacilón popular, la guachafita y manera de reír, los joropos y demás ritmos; en suma, la forma de ser que tanto nos identifica por a o por zeta.
Esto es particularmente connatural en los seres humanos. Después de la Segunda Guerra Mundial no hubo migrante europeo en América que no extrañara a su país, y muchos jamás regresaron a sus tierras, ardidos en el alma por la melancolía y la diáspora. Todavía algunos, ya ancianos, se están regresando, sólo que en ese viaje de regreso llevan otro país sobre la espalda que también se les convierte en extrañeza.
Cuando nuestros compatriotas regresen del éxodo, los que realmente anticipen el retorno, tal como pasa actualmente a través del plan gubernamental "Vuelta a la Patria", y los que lo hagan dentro de algunos años, tendrán conciencia plena del gran país que abandonaron un día del pasado inmediato, sin pensar qué parte del alma se les haría pedazos en medio de las incertidumbres y los caprichos.
Quienes nos quedamos en casa, en esta gran casa de orientales, guayaneses, citadinos y capitalinos, llaneros, maracuchos y zulianos, andinos y fronterizos, occidentales y centrales, campesinos y profesionales universitarios, obreros de todas las áreas y edades, ancianos y niños, jóvenes y adultos, tenemos la dicha de disfrutar un gran sol y hermosas noches tropicales, logrando sobreponernos a la más cruel realidad, la el hambre; habremos dado un ejemplo al resto de la Humanidad, acerca de nuestras enormes capacidades para mantener la alegría sobre el dolor y de la esperanza frente a la derrota , para no dejarnos vencer por las sombras del pesimismo y el fracaso moral.
Si el Premio Nobel se otorgara la Dignidad Humana, Venezuela lo merecería de jure. Por la idea de país que nos sostiene y anima, que nos hace batalladores y resistibles; por la idea de país que nos mantiene en pie contra natura, durante la peor crisis material de nuestra historia, sin poder exportar nada, sin salarios reales ni poder adquisitivo sostenible, comiéndonos las entrañas a expensas de los comerciantes avaros, usureros y sin escrúpulos; ardidos también por la desnutrición y la falta de reconocimiento de las prerrogativas laborales antes conquistadas, nunca dejamos de ser verdaderamente venezolanos.
Triste es el caso contrario de esa oposición política que viajó insistentemente a Washington a entregarle nuestro futuro y nuestro destino a un sicópata de postín, interino de la Casa Blanca, llamado Donald Trump. Hoy ese personaje es la expresión fehaciente de la humillación al pueblo norteamericano, y quienes fueron sus adláteres en Venezuela arrastrarán sobre sí las negras sombras del desprecio por antinacionalistas.
Son tantos y somos tantos quienes mantuvieron y mantenemos la idea de país como nuestra pertenencia más sagrada, que nos asiste la razón moral para reunir todas las fuerzas del universo para sobreponernos a toda adversidad, diatriba e impostura malsana. Más allá de toda diferencia ideológica, política, religiosa y hasta económica. Por cualquier vía nos reconocemos y nos defendemos. Es decir, nos complementamos.
Entre unos y otros se fraguan la nostalgia y la gloria, el reclamo y la ponderación, porque así somos en sociedad. Unos para mitificar y mitificarse, otros para mirar desde las esquinas no pocos encumbramientos y derrumbes, de menudo con el acto sosegado del discreto habitante de la soledad y la modestia. Porque así es nuestro mirar. Pero no olvidemos que antes, muchos levantaron sus brazos y encallaron sus manos para preservar la moral republicana del país, para combatir con el sudor y la palabra por la dignidad nacional, para abrir su pecho a boca de cañón ante el esbirro y el mata-pueblos cobarde; para alzar la voz ante el clasista corrupto y el chupamedias de la burocracia, o el idólatra de mediocres.
No pocos fantoches, como los que retratara Leoncio Martínez, pueblan el camino de piedras y sangre de nuestra historia cultural. No pocos caudillos se fraguaron en la tierra árida de nuestra cultura, aunque florecieron obras notables y germinaran las semillas de verdaderos compromisos con la moral y la dignidad. Como lo hicieran en el ayer reciente Víctor Valera Mora y Caupolicán Ovalles, Carlos Contramaestre y Juan Calzadilla, Ramón Palomares y Gustavo Pereira; Lubio Cardozo y Teodoro Pérez Peralta; como lo hicieron en el ayer más lejano Rufino Blanco-Fombona y Luis Castro; Juan Vicente González y Juan Antonio Pérez Bonalde, Luis Manuel Urbaneja Acherpohl y Antonio Arráiz, o cualquiera otro grande nombre de nuestras letras.
Cuánto calabozo mutiló al verso, cuánto barrote cercenó a la prosa, cuánto cuero curtido de sol y sal de campesino y citadino atravesó la bala o el filo amolado; cuánta madre quedó sola o ultrajada, cuánta hija sintió el desgarro de la violación y la deshonra, cuánta quemadura nos marcó hasta el morir de la injusticia impune, para convertirlo en testimonio, en crónica, en simple cifra u olvido, de menudo con ese realismo fotográfico que adujera José Rafael Pocaterra en las primeras páginas de su obra cruda Memorias de un venezolano de la decadencia:
"Oyese el estruendo de grillos de los que marchan de prisa a ocultarse, y luego, caen las cortinas y como a golpe de batuta, hácese un silencio en donde palpita la ansiedad tremenda. ¿Van a traer presos? ¿Van a llevar? (Edic. Biblioteca Ayacucho, pág. 11, Capítulo XXI LA VERGÜENZA DE AMÉRICA).
La idea de país está inmersa y dispersa en la literatura venezolana, y en todos los oficios y haceres de hombres y mujeres de la patria, en toda lugar y a toda hora. En la cocinera y el camionero que transita la noche, en el campesino que ordeña al amanecer y limpia su cultivo en la mañana; en la mujer que acude a la oficina y al banco, y en el niño que asiste a la escuela y la despide con juegos y alborozos.
Nuestra idea de país está en el helado y el turrón, en la masa y el fogón para la arepa o la cachapa, en el café amargo o endulzado con papelón de caña dulce; en el arroz con coco y la conserva, en el joropo y la gaita, en el galerón y el golpe tuyero; en la fiesta de pascua y el carnaval con tambores, de alpargatas y sombreros, coloridos trajes y saltos; de sueños y luchas que no dejan vencer el espíritu.
La idea de país está presente en la poesía popular y en el bardo solariego que declama, que inventa y que canta. En el lutier que hace instrumento de cuerda o de cuero, sin haber asistido a ninguna escuela; en el pescador que teje su atarraya mientras fuma e improvisa una décima, enamora y mantiene una prole. Pero la idea de país viene de más lejos. De la Carta de Jamaica y el Discurso de Angostura, por ejemplo.
En este último clamaba Bolívar por hacer nuestras propias leyes, sin copiar las del Norte ni las de ninguna otra esfera. Leyes venezolanas hechas desde y para Venezuela, a la medida de su realidad, su idiosincrasia, la naturaleza de su ser propio. "Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano el Norte", sentenciaba Bolívar con su palabra certera. Por eso, no pudo el experimento de Estado de Guzmán Blanco imponerse, porque no era a la francesa que se erigirían nuestras instituciones ni nuestros comportamientos, aún asistido de la mejor voluntad de acción.
De ahí también la otra sentencia clásica del Libertador, que nos revela que ese Estado aún tiene pendiente la tarea de su construcción definitiva: "El sistema de gobierno más perfecto, es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social, y mayor suma de estabilidad política". Amplia exigencia ésta para el ámbito latinoamericano, tan sacudido por avaras apetencias de las armas, las oligarquías más rancias, los vende patrias, los testaferros del poder, los traidores del sueño americano ancestral.
Al dejarnos la tarea de resolver el problema de la gobernabilidad, el desarrollo y la identidad nacional, Bolívar ponía en nuestras manos la responsabilidad de concebir y ejecutar nuestra genuina idea de país. No para copiar la idea foránea de país de Norteamérica, ni de Francia, España, Italia, Rusia, Japón o China, sino para reconocernos en la unión, y no caer en la ingenuidad de un país artificial que venga de la realidad hacia nosotros, sino a la inversa. Caro le salió a Rómulo Gallegos, como Presidente de la República, tratar de concebir una idea de país desde las leyes. No olvidemos eso.
También nuestro Comandante Eterno Hugo Chávez quiso consolidar una idea de país desde las leyes, desde la Constitución Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, y más de seiscientos instrumentos jurídicos que abordan la educación, el ambiente, el petróleo, la tierra, la industria, la ciencia, la infancia y juventud, la televisión, el transporte, el trabajo, la soberanía y las fuerzas armadas, entre otras. Cabe revisar, con objetiva sinceridad, si realmente eso ha servido de algo, y si por el contrario, Chávez nos legó un saco de leyes una y otra vez vulneradas, ignoradas o burladas. Por eso, nuestra idea de país debemos concebirla con más realismo y menos utopía.
La idea de país estuvo en los libros y lecciones del Luis Beltrán Prieto Figueroa y don Simón Rodríguez al intentar liberar al venezolano desde la inteligencia sensible, la dignificación del trabajo, el respeto al hacer ajeno, la valoración del gesto que edifica, del padre que trabaja y la madre que enseña, del hombre que hace hogar y consolida la patria. En su lucha contra la ignorancia como medio de liberación y de realización ambos maestros nos legaron sabiduría y doctrina ejemplar.
La Feria Internacional del Libro, Filven 2020, y el Festival Mundial de Poesía-Venezuela2020 abren la puerta de este mes de noviembre para encontrarnos en la poesía, en la palabra, en la música del verso, en el silencio de la meditación, en el hermoso y gran país que somos, como una imagen pura, nuestra-americana, bolivariana en esencia, que no sucumbe ni se doblega nunca.
Un país que podemos disfrutar y celebrar de la mano de Ana Enriqueta Terán o José Antonio Ramos Sucre, del verbo candente del gran Comandante Carache, profesor y poeta Argimiro Gabaldón o en la rebeldía del Chino Valera Mora; en don Julio y Salvador Gamendia o nuestro Aquiles Nazoa; en Humberto Mata, José Balza y Lydda Franco Farías; en Antonio Crespo Meléndez o José Pío Tamayo, en Lisandro Alvarado y Francisco Tamayo; en Pedro Emilio Coll y Teresa de la Parra, en Laura Antillano y Vicente Gerbasi; en Juan Beroes, Ramón Díaz Sánchez y Manuel Felipe Rugeles, en Alberto Arvelo Larriva y Luis Mariano Rivero; en fin, en Simón Rodríguez y don Andrés Bello, tanto como en Henry Pittier y Alejandro de Humboldt—dos naturistas-botánicos europeos que nos ayudaron a descubrir la belleza de este hermoso país—, tanto como lo hicieran a su modo Armando Reverón y Arturo Michelena, por decir lo menos.
Venezuela es un país de poesía, ¿quién lo pone en duda? No esperemos más para vivirlo junto a un conjunto considerable de autoras y autores, jóvenes y mayores, que nos ayudan a leerlo y valorarlo. Como debe ser.