La oposición se metió en la testa ser gente culta, refinada, inteligente y educada. Eso no estaría mal si no hubiese sido asumido de manera exclusiva y excluyente. En consecuencia, todo aquel que no comulgue con su posición política, no tiene la menor posibilidad de ser considerado por lo menos alfabetizado. De allí vino su cadena de epítetos burlones: chusma, hordas, desdentados, tierrúos. También de allí, sus consecutivas derrotas.
El mayor desprecio oposicionista recayó sobre el pueblo raso. Un editor cuya mediocridad conmueve al más despistado le dedicó un editorial. Los otros medios no se quedaron atrás. La dirigencia antichavista se hizo eco de esta campaña, al mismo tiempo que buscaba los votos de ese pueblo al que apostrofaba.
Desde 1998, en la medida que la engreída oposición perdía elección tras elección, aumentaba su odio hacia el pueblo que “no sabía votar”. En un lúcido extravío, Julio Borges dijo que había que salir a “enamorar chavistas”. Todo se redujo a esa frase efímera.
Una cosa es creerse culto e inteligente y otra, reunir tales atributos. De nuevo, con motivo de la propuesta presidencial de la reforma, vuelven a la descalificación del pueblo. Este no se habría leído el proyecto, lo desconoce y no lo entiende. Es la cantaleta de toda hora, el ritornello del momento.
Craso error. No hay un solo rincón de un solo pueblo donde no se discuta la propuesta del presidente Chávez. Impresiona encontrar por todos los caminos gente humilde que habla de la reforma con increíble fluidez y conocimiento. Obreros, campesinos, estudiantes, amas de casa, desempleados, policías, niños, jóvenes y adultos mayores se involucran en el tema con admirable naturalidad.
Una oposición ciega por el complejo de superioridad es incapaz de ver y mucho menos de aceptar esta realidad. De allí que todos los dirigentes antichavistas que desfilaron por la Asamblea Nacional, más allá de sus odios mellizales, coincidieron en una sola cosa: el pueblo está poco informado y desconoce el texto del proyecto de reforma. Las empresas encuestadoras que en todas las elecciones pronostican invariablemente la derrota de Hugo Chávez, les retroalimentan esta visión del pueblo, convertida ya en estereotipo.
El asunto parece la crónica de una muerte anunciada. Los foros, debates, conferencias, parlamentarismo de calle y cátedras abiertas se expanden por todo el país. Más de diez millones de ejemplares se distribuyen a lo largo y ancho de la geografía. El pueblo discute como jamás lo ha hecho en otro momento de su historia, pero la pobre oposición se empeña en que “esa chusma” no lee y si lee, no entiende.
En cuatro palabras esa oposición resume su visión de lo que ocurre: el pueblo es bruto. Y en diciembre, cuando sufra otra aplastante derrota, se reafirmará en esa concepción: perdimos porque este pueblo es bruto y mal informado.
Bajo esta falsa premisa, en un arrebato de generosidad suicida, pide que se deje el apuro, se tome plazo de un año para que el pueblo lea la propuesta y, una vez que la conozca bien, tome una decisión a conciencia. Lo de “generosidad suicida” se debe al hecho de que si en este momento, con un pueblo “ignorante”, Chávez ganaría de calle el referéndum, con ese mismo pueblo “armado del conocimiento” que le augura el antichavismo, se haría literalmente invencible.
Al mismo tiempo, esa “generosidad suicida” encierra la contradicción de que pedir tiempo para que el pueblo se eduque, entraña el inesperado reconocimiento opositor de que ello es posible. Luego, no es tan tapara, como juran Fedecámaras y la Asamblea de Educación. Aquí hay que decirles: pueblo bruto tú.
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