Oración y revolución

Nadie puede negar el carácter revolucionario de la oración. Cuando oramos nos encontramos con Dios, a quien fundamentalmente le pedimos la energía necesaria para crecer espiritualmente y avanzar hacia el progreso individual y colectivo. A través de la fe profunda en el Ser Supremo y con el poder de la oración vamos demoliendo nuestras propias miserias y construyendo los verdaderos lazos de amor, expresados en la solidaridad y la unidad.

A partir de la oración, se logra la tranquilidad del alma y la serenidad del espíritu. Poco a poco se va sintiendo la brisa que golpea suave las paredes profundas del corazón. Con cada bocanada de aire oxigenamos la creencia en nosotros mismos y en los demás; aprendemos a amar verdaderamente, a valorar y defender la dignidad del prójimo, a creer en la patria y en la verdad de los auténticos líderes. Con nuestras conciencias vamos aplaudiendo el mensaje de las revoluciones que van abriendo el camino para que el pueblo avance en conciencia y acción, guiado por ese gran deseo de libertad.

Hablamos entonces de oración y revolución, porque no oramos para retroceder sino para avanzar y crecer como seres humanos y como sociedad. Por ello no debemos encerrarnos en el cuarto oscuro de la irracionalidad, porque allí fermentan los malos pensamientos que castran la verdad y la convierten en cadáver, en un monosílabo lleno de sombras que se hunde en el abismo del “no”. Precisamente, cuando andemos perdidos en esos abismos, debemos buscar una buena lumbre que nos permita ver el “sí” enmarcado en un cuadro al óleo con colores de reforma.

La oración sirve para lo grande, para encontrarnos con Dios y con nosotros mismos. Ese es el único pasaporte que necesitamos para trasladarnos de aquí y de allá. Esa es la verdadera bendición y la vida. Si no creemos en Dios ni en nosotros mismos, entonces estamos perdidos, estamos muertos. No necesitamos ir a Barinas, Mérida o Barcelona, ni tampoco subirnos al púlpito para ver la cruz de la revolución. Esta, al igual que la espada que libera, anda por allí arando los surcos para sembrar la revolución en la conciencia de los pueblos. Y es una revolución que se riega con la oración, con las palabras y el discurso de Cristo, quien denunció los desmanes y sometimiento del imperio romano contra su pueblo; quien rechazó la corrupción de la clase dirigente y los fariseos del Sanedrín. Consecuente con sus ideales se unió a la lucha de su pueblo y aceptó el martirio de la crucifixión. Allí quedan sus enseñanzas para ponerlas en práctica.

El discurso de Cristo y el de todos aquellos que hoy luchan por llevar adelante transformaciones profundas no deben quedarse atrapados en sílabas de cánticos religiosos ni en un masticar de hostias de caviar, sino que deben asumirse como un vasto amanecer de ideas que abren el camino para iniciar el recorrido hacia una mejor sociedad. Sigamos orando y luchando enérgicamente para que esta revolución se fortalezca en los hombros del pueblo.

(*)Politólogo

eduardojm51@yahoo.es



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Eduardo Marapacuto(*)


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