Lo que Álvaro Uribe representa en la actualidad para Venezuela, no en lo personal sino en lo político e ideológico, se pierde de vista.
Probablemente los venezolanos no evaluemos apropiadamente el fenómeno, del cual él es expresión. Con nuestra proverbial despreocupación preferimos obviar lo de fondo para quedarnos en la anécdota. Uribe es el mejor exponente de la clase dirigente del vecino país, de su infinita capacidad para reciclarse. Para aferrarse al poder a través de sucesivas generaciones. Se trata de alguien con una definida concepción ideológica y clara visión acerca de la política que encarna y que promueve.
Quienes desprecien a Uribe, aquellos que dudan de sus condiciones para oficiar en política cometen un grave error. En su propio país algunos lo hicieron y han pagado por ello un elevado costo. Carcamanes conservadores y liberales no entendieron su propuesta destinada a unificar las bases de los partidos tradicionales, a superar pasadas rencillas y a convertirlo, a él, en bisagra de un nuevo bloque de dominación. Para un pueblo sumido en una desoladora violencia crónica, infinita, darle prioridad al enfoque sobre el flagelo, enmascarando su origen, se convirtió en panacea. Al desplegar esas dos banderas políticas, reunificación de la partidocracia por abajo y formulación de la llamada "seguridad democrática", pudo derrotar con facilidad a quienes se le oponían, garantizarse la reelección y consolidarse como líder emblemático.
Automáticamente Uribe pasó a ser, ante Chávez, la contraparte. O la alternativa. Apeló para ello a la astucia y manejó con impar habilidad una relación que para otros jefes de Estado era incómoda y hasta traumática. Supo adaptarse a las circunstancias con ejemplar pragmatismo, consciente de la importancia que para su país tiene la relación con Venezuela. Tragó arena muchas veces y dio pases agachados, en tanto reforzaba el acuerdo con el gobierno de Bush que convierte a Colombia en satélite privilegiado.
Cómodamente instalado en el poder, atrincherado en una doctrina de seguridad implacable y con los abundantes recursos logísticos del Plan Colombia -revitalizado con el Plan Patriota-, comenzó a mostrar los dientes.
Cuando Chávez, que logró envolverlo en el tema de los retenidos por las Farc, lo colocó contra la pared al plantear no sólo el acuerdo humanitario sino la búsqueda integral de la paz, lo cual tocaba sórdidos intereses del establecimiento imperiomilitares-oligarquía, vino el choque que fatalmente era de prever. Tenía que ser así: se trata de dos políticas que están en juego en la región; de dos visiones; de dos personalidades; de dos procesos.
De regresión uno, de avance otro. Uribe es el enemigo perfecto. Vinculado a turbias actividades del narcotráfico y uno de los fundadores del paramilitarismo, su horizonte para la manipulación no tiene límites. Es capaz de cualquier cosa. De adelantar en el momento menos pensado cualquier provocación contra Venezuela. En la línea histórica de los irredentistas colombianos que no disimulan sus pretensiones territoriales.
Se trata de un enemigo de cuidado. Y Chávez tiene que estar consciente de ello para encararlo con una mezcla de inteligencia y coraje.
EL OTRO ENEMIGO
Hugo Chávez se enfrenta a un Álvaro Uribe convertido en ariete del imperio, de las oligarquías, de las derechas regionales y de los medios de comunicación encadenados contra el proceso bolivariano. También enfrenta a un enemigo (imperfecto) interno, capaz de cualquier aventura. Lo demuestra la actitud asumida por la oposición en el choque Uribe-Chávez. Mientras en Colombia las fuerzas políticas deponen diferencias y junto a sectores sociales y económicos se unen para apoyar a Uribe, a su presidente, entre nosotros sucede lo contrario. En el colombiano hay, sin duda, noción de patria, autoestima, defensa de lo nacional más allá de diferencias ideológicas e intereses de clase. Entre los venezolanos -a ese nivel político- impera la mezquindad, la bastardía. Nada importan las posiciones justas, como ocurre en el caso que se ventila, cuyos componentes son claros. ¿Qué proclama Chávez? Defensa del derecho humanitario, rescate de los rehenes y diálogo para lograr la paz. ¿A qué se aferra Uribe? A todo cuanto hasta ahora ha fracasado, provocando miles de muertos, desapariciones y millones de desplazados.
El objetivo no puede ser otro que la paz, y ésta es imposible alcanzarla sin que las partes en conflicto dialoguen. Como siempre ha sido a lo largo de la historia y en naciones con situaciones similares. En 60 años de conflicto, el Estado colombiano ha sido incapaz de acabar con la guerrilla y ésta no ha podido arribar al poder. Ríos de sangre, de sufrimiento sin límites, ha provocado el enfrentamiento. Y cualquier esfuerzo que haga quien sea, en el bando donde esté ubicado, para poner fin a esa situación es válido. Es digno de reconocimiento. Es lo que debería hacer la oposición venezolana. La misma que cuando ejerció el poder lo hizo.
Sólo que ahora se olvida de ello con el único propósito de atacar a Chávez.
Durante los gobiernos de la Cuarta República hubo un tratamiento ponderado, pragmático, del tema de la lucha armada en Colombia. Los gobiernos de Pérez y Caldera -por sólo citar dos que actuaron durante cuatro períodos- facilitaron en innumerables ocasiones el diálogo de la guerrilla con los gobiernos de turno en el vecino país.
En nuestro territorio se instalaron mesas de trabajo, vinieron emisarios de ambos sectores y nunca se cuestionó esa conducta. La guerra en Colombia fue tratada como problema de Estado por los gobiernos venezolanos porque había conciencia sobre la gravedad del problema.
Acerca de los daños generados más allá y más acá de la frontera. Me permito mencionar una anécdota personal para ilustrar la situación de ese entonces.
Cuando se posesionó el gobierno Hugo Chávez y fui designado Canciller, en la primera visita que hice a la Casa Amarilla recorrí todas las oficinas saludando al personal. En una de ellas, de reducidas dimensiones, me encontré a una persona de baja estatura, rasgos indiados e inconfundible acento colombiano. Inquirí su nombre y, posteriormente, un funcionario me explicó: "Esa persona es el comandante Ariel, representante oficial de las Farc en Venezuela, que mantiene contacto directo con el ministro de Estado para Asuntos Fronterizos". Tiempo después supe que Ariel se fue a las montañas de Colombia y le perdí el rastro.
Entiendo que para los gobiernos de Uribe y Bush el problema se reduce a que las Farc son terroristas.
En realidad, ambos saben mucho de teoría y praxis terrorista. Lo comprendo y no me enrollo. Pero que el liderazgo de la Cuarta República -y los que en esta etapa se le han plegado- se rasgue las vestiduras y avale las acusaciones contra Chávez de ser partidario del secuestro y de actuar como vocero de las Farc por buscar la paz entre los colombianos, me parece una inmoralidad. Aparte de constituir un acto irresponsable que le da armas al "enemigo perfecto" (Uribe), es decir, a quien sí sabe lo que quiere y hasta dónde quiere llegar. El enemigo interno (imperfecto por la deslealtad), que actúa inspirado en el propósito de ir contra Chávez con todo, confirma que es capaz de cualquier cosa. Su actitud ante un tema delicado de política exterior lo retrata de cuerpo entero, y, de paso, reaviva el recuerdo de lo que fue capaz de hacer el 11-A y repetir con el sabotaje petrolero. En síntesis: que a ese liderazgo le importa un carajo el país.
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