Él estaba al pie de la escalera, al finalizar el acto protocolar de toma de posesión del presidente electo Héctor Cámpora, el 25 de mayo de 1973. Saludaba con sobriedad a quienes se le acercaban, con las buenas maneras de siempre. Bien plantado. Sin que su rostro reflejara las tensiones que vivía. El acoso a que estaba sometido. Lo confieso: quise evitarlo por razones de discreción, y para no obligarlo a prodigarse con su proverbial calidez hacia los amigos. Pero él me divisó unos escalones más arriba y me saludó. Entonces me le acerqué. Me tomó por el brazo izquierdo, con firmeza, y me dijo: "Te espero a las cinco de esta tarde en la embajada".
El 25 de mayo de 1973 me hallaba en Buenos Aires invitado junto con Anita, Petkoff y otros dirigentes del MAS a la juramentación de Cámpora. Abandonaba el poder -o mejor, huíauna Junta Militar corrupta y represora, y las calles olían a pólvora, a lacrimógenas y las cruzaba el ruido ensordecedor de los cantos y gritos de miles de gargantas. Cantos de libertad y gritos reclamando justicia. A duras penas ingresamos a la Casa Rosada. El peronismo duro, la juventud, las columnas "montoneras", los trabajadores, todos aquellos que venían de una cruenta lucha contra la opresión, copaban Plaza Mayo.
La situación era complicada.
Se escuchaban disparos y había vehículos y motos volcados e incendiados. Todos los espacios estaban ocupados. Por eso decidimos, ya dentro del edificio, escaparnos por una escalera a la terraza. Ingresamos a ella justo cuando los ex jefes de la Junta, Lanusse a la cabeza, y los restantes miembros, la Aviación y Marina, escapaban en helicópteros. En la inmensa plaza la masa popular se movía en oleaje de pasión y euforia.
Cuando la multitud se dio cuenta de que los represores se fugaban brotó un sonido compacto. Parecía como si estallase la tierra y escalara un rugido de tormenta eléctrica mientras miles de manos crispadas, movidas como aspas gigantes, clamaban castigo para los militares. Ese día fuimos testigos, sin proponérnoslo, de un espectáculo alucinante y fugaz: el desmoronamiento ante nuestros ojos del poder; de su vertiginoso desplome, graficado en los uniformados empavorecidos que poco antes lo dominaban todo.
A las cinco de la tarde, en el ambiente congestionado de la sede diplomática de Chile, donde todos querían saludar a Allende y requerir noticias sobre lo que ocurría en su país, apareció el Presidente. Sereno como siempre. Saludando con recato a los desconocidos y con extrema afabilidad a los amigos. Al poco rato un edecán me ubicó en la compacta asistencia y dijo que el Presidente me aguardaba en un despacho habilitado al efecto. Un abrazo y el recuerdo, por parte suya, de cuando lo acompañé en Caracas, siendo yo parlamentario, durante la toma de posesión de Rómulo Betancourt a la que asistió como invitado especial.
Hizo un chiste sobre aquella visita y rememoró la relación con el ex presidente venezolano. Luego me preguntó por amigos comunes y sobre nuestro proyecto político. Para entonces yo era candidato presidencial del MAS, y la propuesta que hacíamos de socialismo en libertad y democracia -parecida a la suya- despertaba interés en Latinoamérica. Rápidamente le expliqué algunas cosas, y de inmediato pasé a lo que me interesaba: la inquietante situación de Chile.
Allende estaba convencido -me lo dijo, consciente de ser parte de un proceso irreversible debido a la esperanza despertada en el pueblo por su opción- que Chile vivía una confrontación político-social indetenible que pronto tendría un desenlace.
Situación esta en la que el imperio norteamericano y la oligarquía chilena estaban dispuestos a arrasar con la tradición democrática del país para impedir los cambios planteados. No lo noté pesimista. Mostraba una inusitada claridad para calibrar el poder del adversario y una profunda fe en los chilenos y en la causa que defendía. No había fatalismo alguno en sus palabras. Sólo realismo y el convencimiento de que se jugaba la vida. No había en él amargura y menos artificio verbal para impresionar al interlocutor. Se expresaba con sobriedad. Convencido del papel que le tocaba jugar.
Era, sin duda, un hombre que marchaba con lucidez al encuentro de lo que el destino le depararía, algo indescifrable para aquel momento. Hablaba sin dramatizar, con la convicción de que la suerte, para bien o para mal, estaba echada.
Cuando nos despedíamos exclamó con firmeza: "Cuando se asume una responsabilidad con el pueblo hay que jugarse el todo por el todo y lo que menos cuenta es la suerte personal". No me habló de los "grandes alamedas", pero el 11 de septiembre de ese mismo año, casi cuatro meses después de aquel encuentro, caía en el palacio presidencial defendiendo el Estado de Derecho y al pueblo chileno.
Andaba yo ese día en campaña electoral y tenía un mítin en La Grita, frente a la iglesia del Cristo Milagroso. Durante las horas dramáticas del combate en La Moneda escuchábamos por las emisoras locales las noticias: el alzamiento de los militares traidores, la miserable jauría civil que los acompañaba en la aventura, el feroz bombardeo, la masacre y su muerte peleando con un coraje del que no alardeaba pero que demostró en el momento decisivo. Cuando las circunstancias lo colocaron ante el dilema de ser leal al compromiso que juró de defender al pueblo y a las instituciones democráticas al asumir el cargo de Presidente de Chile, o simplemente traicionarlo. Mas para Allende no hubo dilema alguno: simplemente optó por el sacrificio y entró en la historia. Ahora se cumplen cien años de su nacimiento -26/06/1908- y treinta y cinco de su muerte.
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