Permítanme dar mi punto de vista sobre este monumental
engendro. Es cierto —como se dice en uno de los artículos recientemente
publicados en estas páginas— que "el mal ya está hecho". La mole de
cemento ya está alzada, allí, tan impávida como inmoral, en el
ultrajado corazón de La Candelaria. Un espectáculo desolador, por
demás, no sólo en medio de la ciudad, sino en medio del... proceso.
Ahora
bien, los males, compatriotas, no salen de la nada. Necesitan de la
negligencia de las "autoridades" para hacerse realidad. Necesitan de
"responsables". No existen milagros: si los males están allí, a la
vista, quienes los hacen andan por ahí, en alguna parte, y generalmente
no muy lejos...
Pero
veamos en frío como se nos presenta este bochornoso problema: tenemos,
por un lado, la necesidad inmediata de identificar a estos responsables
y hacerlos pagar por su falta; tenemos, por el otro, la necesidad no
menos urgente de "parar" el mal en cuestión. Detenerlo, eliminarlo.
Henos
para variar, pues, en un terreno familiar como punto de partida —y
deshonroso—. Estamos nuevamente frente a un vívido, prístino y
reiterado ejemplo de ineficiencia por parte de muchos de nuestros
funcionarios públicos, de su falta de visión de conjunto, de su
letarguismo político y de otros oprobios que infectan a nuestras
instituciones. A propósito, son éstas las que pierden credibilidad —no
el país en sí— como opción posible para inversionistas extranjeros, tal
como alguien hace poco sugiriera en relación a los supuestos
contratiempos que produciría una expropiación. Ésta, contrariamente a
lo que pudiera pensarse, no constituye un agravio al inversionista (el
cual, más allá de sus derechos contractuales, está en capacidad de
comprender las razones presentadas por el Estado para interrumpir el
proyecto —urbanísticas, sociales, etc.—), siempre y cuando haya una
compensación.
Las
compensaciones son algo extra, en este caso algo que debe otorgarse
en expreso reconocimiento de un error cometido. La expropiación basada
en un cambio de planes por parte de la nación —que no es el caso
actual— también obliga a otorgar una compensación. Pero aquí no estamos
siquiera frente a eso. Aquí se trata de un burdo, monumental error, no
de un cambio de planes, de una nueva estrategia urbanística ni mucho
menos. No se erige una sola columna de semejante monstruo en tal lugar
sin que ello constituya indefectiblemente un "error".
La tardía interrupción, pues, de este macabro proyecto de construcción
viene a ser el medio —nótese bien— a través del cual el Estado (por
mucho que duela decirlo) se ve obligado a confesar su error, y ello en
forma rotunda.
Esta
expropiación debe —hablando de responsabilidades ineludibles— por lo
tanto estar acompañada de una compensación, de un gesto adicional por
parte del expropiador. Es lo único que salva, en todo caso, la supuesta
credibilidad en peligro del país frente al inversionista potencial
extranjero, y aun frente al inversionista nacional (sí, aún el nuestro
es un país capitalista...), y es también la manera correcta, civilizada
y justa de proceder ante los errores cometidos. Un acto de honor.
También
es un acto de honor que los responsables directos (los funcionarios
implicados) paguen por sus hechos; que todos aquellos involucrados
directamente en la infeliz permisión de dicha construcción sean
llamados a rendir cuentas (quién quita que allí no hubo "billete" de
por medio para comprar autorizaciones). En cualquier caso, ya es hora
de que el honor patrio trascienda las calles y alcance también —así sea
en la forma de castigo— a quienes el pueblo dignamente pusiera, tal vez
con imprevisible error, a sus órdenes y servicio al frente de las
instituciones públicas.
Los
habitantes de la comunidad, por su parte, tienen derecho inalienable al
reclamo. El gobierno, como un todo, debe ser el primero en presentar
sus excusas, y también proceder a la compensación de los afectados.
Pues sólo el gobierno puede haber permitido este exabrupto urbanístico,
o haberlo impedido. ¿Una exageración? Hagamos la prueba: un ciudadano
común, aun haciendo uso de todas sus fuerzas, no hubiera podido hacer
lo uno ni lo otro. De modo que sólo el gobierno puede ser y es
responsable, ya sea por corrupción, ineficacia, inexperiencia,
incapacidad, interés, dolor de muelas o urticaria...
Otro
punto crucial es ver qué se hará ahora con tan infame mole. Tratar de
reciclar para otros fines la estructura —ya casi terminada— de lo que
estuvo destinado a ser un centro comercial, no parece nada práctico. Ni
honorable como idea (¿un remiendo más para una ciudad mártir?). Lo que
debería hacerse, en cambio, es aprovechar ese espacio para lo que tenga
más sentido de existir en ese lugar. Lo que dispongamos (siempre
mediante consultación popular) debe presentar características
meticulosamente respetuosas de la naturaleza y finalidad precisa del
proyecto. Lo dispuesto debe constituir, como toda construcción
emprendida por el gobierno nacional, un factor de progreso
socio-urbanístico para la ciudad. ¡No una cicatriz!
Perdonen
la ausencia de comentarios en estas líneas sobre el carácter inmoral
del capitalismo, tan bellamente representado en estos centros de
consumo y embobamiento. El tema es evidente, resabido y reexplotado a
diario entre nosotros, de modo que tal sea vez la ocasión de abordar
las razones por las cuales tenemos hoy tamaña grosería capitalista
frente a nosotros, no por qué la grosería es grosería.
Para
sacarle partido al tema, o mejor dicho a las verdaderas necesidades
—imperantes— de nuestra revolución, más nos vale comenzar esta vez por
el comienzo: reconociendo nuestros errores (o sea, los de nuestra
dirigencia). Repito, la ineluctable y necesaria expropiación del
proyecto Sambil es un gesto, por parte del gobierno, que lo obliga a
confesar su error. Es la prueba misma.
Sí camaradas: llevando la lógica hasta sus últimas consecuencias, es el propio gobierno el que ha construido ese cubo execrable.
Qué bueno sería ver a los verdaderos responsables dar voluntariamente un paso al frente. ¡Oh cándida esperanza!
El hecho es que ese esperpento deleznable no
debe convertirse en un estigma más para nuestra revolución. Lo que
ocurra con esto debe transformarse en ejemplo, no en algo peor de lo
que ya es.