Todo estaba calculado y Chávez caería ese día. Un sector opositor liderizado por una banda fascista se apostaba en los edificios alrededor de Puente LLaguno, para abalear a quien sea y achacar al gobierno la fechoría. Sería la excusa para tumbarlo rapidito. Y hasta bueno que les salió. Chávez cayó preso y el pueblo se replegó sabiamente para organizar el rescate. Mientras tanto, la oligarquía caraqueña sería la invitada de honor para la toma de posesión del dictadorzuelo. Ya empezaban los problemas cuando Carmona tenía resistencia de la Guardia de Honor Mirafloriana, que se oponían a la toma del Salón Ayacucho. Sin embargo a torpeza abundante, se inició el espanto. Un repugnante tipejo apellidado Romero y dado de Procurador General de la dictadura fugaz, inició con sarcasmo la lectura del insólito decreto y cada vez que ofrecía sus vocablos infernales perdía como la mirada, tal vez por la oposición que su subconsciente hacía a sus desmanes. El éxtasis que le proporcionaba la lectura satánica parecía hasta burlar en desplante a sus compinches de facto desorganizadamente sentados en el salón. Era un grotesco cuadro con evidentes rasgos de patología psíquica. Porque así es el fascismo, más patológico que político. Presidiendo la sala, Carmona a sonrisa forzada, levantaba a ratos su brazo derecho, en señal de aprobación al escarnio. Detrás de él, un espacio cundido de deshonra mostraba al generalato golpista con sus mejores poses de mengua humana. Entre los firmantes del adefesio, pudieron sobresalir en abrazos sublimes al dictador, el gobernador del Zulia, hoy prófugo, un alto cura ya difunto y el presidente de Fedecámaras, atrincherado en Miami. De repente, el único negrito presente allí, que fungía de moderador al llamado de firmantes pudo decir en torno al representante obrero enviado por el golpista Ortega que “el doctor estaba atendiendo una llamada”. Ya allí el miedo empezó a cundir los espacios neurales. Ya el arrebato y la aprehensión iniciaban el desbaste de la dictadura. Ya allí, el murmullo de Catia interrumpía la trémula sonrisa y el torpe grito de “Te queremos Pedro”, empezaba a ahogarse en la cascada de la dignidad popular. La precaria dictadura se hacia añicos. La mueca desplazaba en miedo la faz de los cobardes. Y salieron corriendo desaforados compitiendo la deshonra de aparecer primero en las páginas negras de la historia.
(*)Ingeniero geólogo
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