Hace unos cinco años, dos periodistas acudieron a la Fiscalía a raíz de una “denuncia” difundida por un colega suyo a través de una columna que se publica en el diario El Universal.
Los agraviados no fueron a denunciar al denunciante, sino simplemente a solicitar que la Fiscalía investigara si lo denunciado tenía asidero o no, si era verdadero o falso, con base en el artículo 290 del Código Orgánico Procesal Penal.
Esta norma establece que “quien hubiere sido imputado públicamente por otra persona de haber participado en la comisión de un hecho punible tendrá el derecho de acudir ante el Ministerio Público y solicitarle que se investigue la imputación de que ha sido objeto”.
El columnista había imputado públicamente a sus colegas la violación de la Ley Anticorrupción, pues el uno, presidente de un organismo público, supuestamente había contratado desde esa posición con una empresa propiedad de su hermano.
La investigación que debía realizar la Fiscalía era relativamente sencilla. Bastaba con cotejar todas las contrataciones efectuadas durante la gestión del periodista y verificar si entre los accionistas de las empresas contratadas por él aparecía el familiar aludido.
Los agraviados por la temeraria denuncia fueron Vladimir Villegas, a la sazón presidente de VTV, y quien esto escribe. El agraviante se llama Nelson Bocaranda Sardi.
“Hemos venido a pedir que se nos investigue. Si es verdad lo que denuncia Bocaranda, entonces nosotros dos tendremos que salir esposados del canal 8. Pero si no lo es, entonces ese señor tendrá que atenerse a las consecuencias jurídicas de sus actos”, recuerdo haber declarado durante la visita al edificio del Ministerio Público, en la avenida Urdaneta.
Una o dos veces fuimos citados por una amable fiscal asignada al caso, y entiendo que también el agraviante debió acudir a su despacho en una ocasión. Pero hasta allí. No supimos más nada de la “investigación”. Otros asuntos distrajeron nuestra atención. Y nunca, que se sepa, se produjo un acto conclusivo.
La confirmación fiscal de que lo escrito por Bocaranda era mentira nos hubiese facilitado llevar adelante, con sólida base jurídica, acciones penales y civiles contra él, para obligarlo a resarcir el daño causado por su alegre pluma.
Un lustro después, el caso viene a mi mente cuando observo el desenlace que, al menos por ahora, ha tenido la polémica en torno a la propuesta de la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, en el sentido de que la Asamblea Nacional sancione una Ley que penalizara lo que ha bautizado como “delitos mediáticos”.
Divididos en torno al tema, los diputados hallaron una manera de bloquear un eventual debate. Arguyeron que la Constitución no le atribuye iniciativa legislativa al Ministerio Público, es decir, capacidad para introducir proyectos de ley ante el Parlamento. Amén de que ya existen, según posición fijada por la diputada y periodista Desirée Santos Amaral, mecanismos jurídicos para garantizar el derecho de los ciudadanos a estar oportuna y verazmente informados. Y dejaron la cosa hasta allí.
Por las razones expuestas la semana pasada en este mismo espacio, creo que hicieron bien. El riesgo, sin embargo, es que ahora se petrifique en una parte sustancial de la sociedad venezolana la equivocada sensación de que, sin la nonata Ley contra los delitos mediáticos, el Estado nada puede hacer cuando se violan las leyes desde un micrófono o el teclado de computadora.
Darle curso a infinidad de solicitudes de investigación con base en el artículo 290 del Copp, como la referida en estas líneas, sería un buen comienzo para demostrar que no es así. Un pasito, pues, en la superación de la “sensación de impunidad” que no es preocupación exclusiva de la Fiscal General, sino del país todo, en este terreno. Puede que hagan falta más fiscales y recursos para atenderlas todas, pero probablemente no sean más que los que hubieran sido necesarios para tramitar la avalancha de denuncias y acusaciones por “delitos mediáticos”.
Taquitos
CONCESIONES. Se entremezclan, pero son dos temas distintos. La semana pasada consigné mi desacuerdo con la ahora descartada legislación sobre los llamados delitos mediáticos, haciéndome eco de los argumentos de Ignacio Ramírez Romero. El de las concesiones de radio es otro asunto. Quien no la debe, no la teme. O no debería temer. A los radiodifusores que tengan sus papeles en regla y al día, nada malo debería sucederles si de lo que se trata es, precisamente, de poner en claro a quién fue asignada una concesión para explotar una porción del espectro radioeléctrico y quién la está explotando efectivamente. Basta con pasearse por los diales AM y FM para comprobar empíricamente que en ese mundo el antichavismo continúa siendo, de lejos, hegemónico, al menos en el Área Metropolitana de Caracas. Qué se hará con las frecuencias recuperadas por el Estado es, también, otro asunto entremezclado. Hay que darle contenido práctico a la consigna de la democratización del espectro. Sobre el tema de las concesiones, encontré una vieja cita del comunicólogo Antonio Pasquali, en su libro Comunicación y cultura de masas: “En materia de radioemisoras la benemérita Ley de Telecomunicaciones (1940) y el benemérito Reglamento de Radiocomunicaciones (1941) establecen taxativamente la exclusiva competencia del Estado en radio y TV y la excepcionalidad de los permisos a particulares; pero los gobiernos han preferido una política manchesteriana ultraliberal de concesiones con el resultado de haber implantado en el país una radio-televisión culturalmente desastrosa, antinacionalista, de espaldas a las prioridades nacionales y en contra de las grandes metas de desarrollo”. LADILLA. Mi amigo y colega Carlos Subero escribió un excelente artículo titulado “La ladilla del debate político”, que está disponible para los internautas en su blog: http://borisspasky.wordpress.com/2009/07/28/la-ladilla-del-debate-politico/. Está tan redondito que no me atrevo a resumírselos. CITA. “Todo programa o programación jamás es anodino ni carente de contenido. Todo programa influye en la mente de los oyentes: música, cuñas, comentarios… todo se consume masivamente y tiende a fomentar en el receptor una actitud acrítica y a consolidar una serie de valores y pautas de comportamiento”. Javier Vidal, en La era de la radio en Venezuela.
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