Ejerció la presidencia de la República en dos oportunidades. Archivo
Resulta difícil escribir sobre un personaje público a pocos días de su desaparición física. Sobre todo cuando se trata de alguien que convoca solidaridades y rechazos, y cuando obligatoriamente hay que referirse a lo que esa persona representó durante una larga etapa del proceso político y social venezolano.
El riesgo es grande y, al mismo tiempo, tentador. Una nota periodística, ajustada a determinado espacio, exige un esfuerzo de concreción, por tanto, ¿cómo asumir el comentario post mortem de una figura como Rafael Caldera, a lo que habría que agregar la carga de subjetivismo que deriva del hecho de haberlo adversado -sin tregua- en el conflicto político?
Confieso mis dudas a la hora de escribir esta columna sobre Caldera con quien mantuve una polémica, pero respetuosa. Decir algo acerca de él puede conducir a lo que siempre me he negado: aprovechar el deceso de alguien para incurrir en generalizaciones complacientes, o arremeter en su contra sin consideración alguna. Es decir, ausencia de sindéresis en ambos casos.
Transcurridas unas semanas del deceso del expresidente observo una inquietante tendencia: por un lado el hermético e inexplicable mutismo del chavismo, que no ayuda a la clarificación del papel histórico del personaje, y, por otro, la exaltación seráfica de su figura por la oposición. Dos extremos que responden a lo que ha sido y sigue siendo Venezuela. Ejemplo: los que ubican la polarización a partir del ascenso de Chávez a la jefatura del Estado, con lo cual olvidan, deliberadamente, que el fenómeno es una constante en nuestra política.
El propósito de aquellos que escriben la historia sacramental es claro: calificar o descalificar procesos a capricho. Es así como el puntofijismo -Cuarta República- constituye ejemplo de convivencia civilizada, de respeto al adversario; mientras que el bolivarianismo -Quinta República- encarna un plan salvaje para dividir a los venezolanos y liquidar la disidencia.
Modelo perfecto ............. de polarización
Ni tan calvo ni con dos pelucas. Durante las cuatro décadas de dominio del bipartidismo adeco-copeyano, se conformó lo que podemos llamar "modelo perfecto de polarización" -o polarización enmascarada- donde factores políticos, económicos, militares (nacionales y foráneos), se impusieron al resto de la sociedad con el empleo de una brutal represión, de políticas económicas y sociales empobrecedoras del pueblo y desnacionalizadoras del país. La actual polarización es diferente. La determina el ascenso social, político e institucional, en democracia, de la mayoría nacional relegada en las "décadas del plomo y el hambre", al que se oponen con ferocidad los nostálgicos herederos del sistema que colapsó hace una década vía sufragio popular.
¿Qué representó Caldera en esa etapa?
Hay luces y sombras en su ejercicio, en dos oportunidades, de la presidencia de la República. Fue un líder con claro sentido ético de la política. En él se mezcló la perseverancia en la acción con una voluntad de servicio inspirada en la doctrina social de la Iglesia. Fue quien mejor aprovechó las circunstancias creadas, luego del derrocamiento de la dictadura, para desarrollar un partido que carecía de asidero popular y elaborar una estrategia que proyectó su candidatura en el marco de su relación con Betancourt. Ambos se retroalimentaron: Caldera se sumergió en el torrente popular adeco y limpió el estigma derechista que traía del pasado, mientras que Betancourt se hizo de un compañero de viaje que le facilitó la estabilidad. Mas, sin duda, que la mejor parte la obtuvo Caldera: extrajo de esa experiencia un movimiento capaz de competir con AD y una sólida opción candidatural. Lo hizo sacrificando algunos valores, y con la audacia del político que define un proyecto y avanza sin vacilar en su ejecución.
El epígrafe de esta nota es deliberado. Malraux escribió la frase en su biografía de Lawrence de Arabia donde expone su visión sobre la búsqueda por el ser humano del absoluto que, según él, es lo que cuenta en la vida. Caldera, depositario de un extremado orgullo y consciente de lo que ello significaba, convirtió tal sentimiento en una moral. Por eso su peculiar manera de practicar la política y manejar sus designios.
Sacralización y demonización
Una visión metafísica del poder pudiera llevar a confundir conceptos y ejecutorias en el periplo humano y político de Caldera. Pero resulta poco útil a la hora de emitir juicio sobre el personaje. Su meta fue la conducción del país; el control del Estado para servir a su particular concepción ideológica. Esa aspiración la satisfizo en parte. Y para plasmarla sacrificó amigos e, incluso, principios, cediendo ante implacables dictados del poder.
Quienes tienen una opinión sacralizada del líder socialcristiano no reparan en la dejación en que incurrió de algunos valores. Es ese su lado oscuro e insondable. ¿Por qué alguien ajustado a un decálogo ético -de lo que siempre se jactó-, aceptó participar en la represión, legitimó actuaciones reñidas con el derecho, se asoció al terrorismo de Estado a través de expresiones como la desaparición de prisioneros políticos y la instauración de campos de concentración como Isla de Tacarigua? ¿Por qué alguien vinculado a principios como la autonomía universitaria autorizó su más brutal violación cuando ordenó al Ejército allanar a la UCV e impulsó la reforma de la Ley de Universidades que enervó este principio? ¿Qué le impidió enfrentar la corrupción, no siendo él un corrupto, y a tolerar la funesta impunidad que benefició a los banqueros que escandalosamente estafaron a los usuarios del sistema? Un enigma.
Pero hay otro Caldera que sería injusto ignorar. El que impulsó una política de pacificación sin humillaciones. El que denunció el tratado comercial con EEUU y mantuvo en sus gobiernos una actitud reticente frente a la potencia imperial. El que, tácitamente, cuestionó la conducta de la Democracia Cristiana chilena ante el golpe de Pinochet, y con gallardía decretó luto oficial por la muerte de Allende. El que rechazó sumarse en el Congreso a la condena del 4F y fue capaz de entender el trasfondo social, político y moral de aquel episodio. En fin, el Caldera que estuvo consciente de que le tocó enterrar un sistema que no daba más de sí y lo hizo con dignidad. La jauría jamás le perdonó tal actitud, y menos la que asumió frente al 4F y el indulto a Chávez. Ese sórdido desprecio, velado por la hipocresía, lo acompañó hasta el cementerio.
Albaceas inescrupulosos
Al final de su vida, abrumado por una enfermedad que lo aisló de la realidad, se perdió en la bruma de un tiempo que ya no le pertenecía. Como suele ocurrir en estos casos, cuando el legado de quien desaparece queda en manos de albaceas inescrupulosos, no podía faltar que aquellos que le arrebataron el partido y despreciaron sus esfuerzos por elevar de rango a la política, le dieran una despedida disonante con lo que él fue. Pretendiendo convertir su figura en emblema de la restauración de cuanto intuyó que era desecho de la historia. De él se aprovecharon en vida mientras les sirvió. Una vez muerto se aprovechan de su memoria mientras sirva a sus intereses. ¡Paz a sus restos!
PD.: Al concluir esta columna expreso mi plena solidaridad con el pueblo haitiano.