El hundimiento de las
bolsas los días 4 y 5 de febrero pasados ha mostrado que la crisis
entraba en una nueva fase. El otoño de 2008 había visto el paroxismo de
la crisis financiera y, sobre la marcha, su transmisión a la “economía
real”. Sin embargo, tras una caída fenomenal en 2009 del PIB americano
del -2,4% (sin verdadero precedente desde la “gran crisis”), se había
creído poder señalar una recuperación, rápidamente bautizada como
“salida de crisis”.
Ilusión: la economía mundial estaba en
estado de levitación, apenas tocando el suelo, llevada en brazos por un
apoyo público de una extraordinaria amplitud. Dejando ampliarse los
déficits, acudiendo en socorro de los bancos, poniendo en marcha planes
de apoyo, los déficits públicos han alcanzado niveles increíbles: el
10% del PIB en los Estados Unidos, el 8% en Francia, más del 12% en el
Reino Unido. El endeudamiento público ha atravesado todos los techos,
alcanzando el 85% del PIB en los Estados Unidos o el 76% en Francia.
Como
en un partido de rugby en el que se pasa el balón que quema entre las
manos, así se ha transformado el sobreendeudamiento de las familias
americanas en sobreendeudamiento de los Estados. Cuando un deudor se
muestra incapaz de hacer frente a los plazos, no hay más que dos formas
de enfrentarse a la deuda en suspenso: transferirla o anularla. Anular
las deudas habría significado entrar en una crisis financiera, y luego
económica, de una enorme amplitud; se ha preferido, una vez más, la
huida hacia delante, y la deuda privada ha sido transformada en deuda
pública. Así, el problema no ha sido superado, sino solamente
disfrazado, y desplazado. El sobreendeudamiento público es universal,
pero siempre hay eslabones débiles.
Éstos se llaman Grecia,
España, Portugal e Irlanda. Grecia (cuya deuda pública debería alcanzar
el 125% del PIB en 2010) ha sido colocada bajo tutela de la Comisión
Europea. Pero los demás países no se quedan atrás y los porcentajes
correspondientes previstos para 2010 se elevan al 85% para Portugal, el
83% para Irlanda (44% en 2008), 66% para España (40% en 2008). Era
evidente desde el comienzo que esta situación no podía durar. Lo
privado (consumo de las familias, inversiones de las empresas) debía
tomar el relevo de lo público, permitiendo a éste retirarse. El gran
problema es que lo privado sigue sin embragar sobre lo público, y el
gran cambio es que comienza a prevalecer en el establishment el temor
de que sea así aún durante largos meses. La idea de que, en suma, la
crisis está lejos de haber terminado, y que no somos en un esquema en
V, ni siquiera en W, sino sin duda más bien en L.
Ahora
bien, los planes de recuperación de las finanzas públicas que han sido
presentados hasta ahora están todos basados en la hipótesis de una
recuperación vigorosa de la economía, que permitiría reducir los
déficits más por el aumento rápido de los ingresos fiscales que por la
reducción drástica de los gastos públicos. Si la recuperación esperada
no acude, ni hablar de la hipótesis de una subida rápida de los
ingresos fiscales y los gobiernos de los países que están en el punto
de mira de los inversores se ven colocados ante un dilema temible. O
prosiguen el apoyo a la economía, evitan su hundimiento, pero entran en
una espiral automantenida cuyo fin no se ve, pues agravan sus déficits
de tal forma que éstos son cada vez más costosos de cubrir. O abandonan
el apoyo a la economía, retirando el andamiaje público, pero corren el
riesgo entonces de precipitar la economía en las profundidades, sin
tener a pesar de ello la garantía de una reducción del déficit público.
Estos países son todos miembros de la Unión Europea, y se puede pensar
que tendrían derecho a un apoyo de la Unión en tanto que tal o de
algunas de sus componentes.
Pero
si las principales potencias económicas europeas deciden ayudar a
quienes se debaten con el agua al cuello, corren el riesgo de ser
arrastradas y de hundirse a su vez, y esto tanto más cuanto que ellas
están también muy endeudadas. Si estas potencias no lo hacen y los
países más directamente amenazados no pueden pagar su deuda, saben que
la crisis se relanzará de forma espectacular y que son las siguientes
en la lista.
“Los mercados” no piensan, no hablan, envían
señales, y éstas son, en esta ocasión, bastante claras. “Los
inversores” están manifiestamente cada vez más convencidos de que los
países amenazados no podrán ya sostener sus economías durante mucho
tiempo. Será preciso entonces salir de la situación “por abajo”, es
decir, intentar la recuperación de las finanzas públicas sobre todo
mediante la reducción de los gastos.
Inútil hacerse ilusiones: tras haber volado, a fondo
perdido, en auxilio de los capitalistas, los gobierno pedirán ahora a
los trabajadores que hagan sacrificios, mediante el aumento de los
impuestos o la destrucción de servicios públicos. El hundimiento de los
mercados que acaba de tener lugar puede entonces fácilmente ser
interpretado como una severa reprimenda, un llamamiento a los gobiernos
para ponerse manos a la obra en el plazo más breve, de mostrar que son
capaces de atacar a la gran masa de la población para salvar a una
ínfima minoría. Corresponde a los trabajadores organizar la
resistencia, pues esta crisis es la del capital, y no es cuestión de
pagar sus platos rotos.