Una elección dicotómica debería implicar por naturaleza la dualidad crimen-castigo, como lo reflejara el maestro Dostoievski con el atormentado Raskólnikov.
Así, siempre me gustó más el reto que implicaba la frase Patria o Muerte, porque en el mejor estilo de Bolívar significaba el castigo máximo para quienes obren contra la Nación. Pero muchos diferían a cuál Patria hacía alusión la frase, y en especial en qué tipo de muerte. Recordemos a CAP quejándose de su defenestración en 1993 con la enigmática sentencia: "Hubiera preferido otra muerte".
Optando por la vida, la frase mutó a oraciones menos punitivas y más "optimistas", llegando a la que hoy motiva estas tristes notas. Eficiencia o nada, fue la preocupada y premonitoria máxima del máximo Comandante frente a la serpiente de la burocracia, enroscada en el mismo árbol de la Patria junto con la corrupción y una dislocación histórica y social de los valores fundamentales provocada por el voraz consumismo amplificado por los medios y la publicidad y una impunidad de hediondez tal que se hace insoportable.
Estos diligentes ofidios recompusieron hábilmente la frase: entre las opciones de ser eficiente o no ser nada (lo que implica el velado castigo de abandonar la función pública) optaron por no hacer nada, es decir, continuar impunemente con su deliberada ineficiencia y rechazo a la idea fundamental de que cada pequeña acción u omisión puede atentar contra la construcción continua de la Patria, como ya lo sentenciara en el magnífico Decreto de Guerra a Muerte el Libertador.
Pero otros han ido más allá en su manipulación, llegando a la muy rentable “corrupción o nada”, una versión posmoderna de la muy recordada (por las viudas de la Cuarta y los enquistados de la Quinta) “no me den, pónganme donde haiga (sic)”. Es decir, la idea de que todo ejercicio de una función pública implicará, en mayor o menor grado de jugosidad, una tajada del erario público como recompensa por el esfuerzo realizado.
Pero no caigamos en el simplismo de señalar la paja ajena y olvidar la viga propia: la corrupción (el aceite que mueve la maquinaria del Estado, la llamó alguna vez José Vicente Rangel) está en todas partes, pero se le endilgan términos eufemísticos para disfrazar lo que es, el robo, mal uso, desvío y demás excesos en nombre de unos antivalores convertidos en valores.
Viveza criolla, no ser pendejo, todos lo hacen, si él lo hizo y no le pasó nada por qué no yo, todos se llenan menos yo, etc. Así lo llaman en una condonación colectiva de la corrupción que va desde el empresario que lleva una doble contabilidad para defraudar al fisco o no entrega la factura adecuada con el mismo fin, hasta el portero de institución estatal que cobra favores por permitir el acceso; desde el ciudadano que sin necesitarlo compra artículos regulados en exceso, “porsia”, hasta el que llega a cualquier cola, no “marcando” el último puesto (como me recalcaban por ejemplo los cubanos en La Habana o sucede en cualquier parte de Europa), sino caminando hacia adelante, buscando una oportunidad de colarse o un conocido que le “haga la segunda”.
Corrupto es el que paga por sacarse una cédula o pasaporte, con tal de no esperar, a pesar de ser trámites que la Revolución garantiza y ejecuta de manera mucho más eficiente que en antaño. El que recibe dólares preferenciales y vende a precios de tienda de moda de Milán, hasta el gasolinero que no llena el tanque completo para de poco a poco lograr una mascada o le da paso preferencial a los bachaqueros de combustible; corruptos son Julio Montoya y su esposa convicta y confesa y la MUD que lo designa candidato a alcalde de San Francisco, y el ciudadano que piensa votar por él, porque es antichavista; corrupta es Eveling Trejo, que desvía los recursos de Maracaibo hacia dónde esté su esposo Manuel Rosales, y el ciudadano que la apoya mientras cae en el hueco por esquivar las bolsas de basura en plena avenida.
Demás está pedir que venga Diógenes y su lámpara para buscar a los honestos, porque de seguro terminará como el niño de las crónicas marcianas de Bradbury, preguntando quienes son los marcianos, para descubrir en triste final frente al espejo de agua que los marcianos somos nosotros, somos todos. No preguntes por quién doblan las campanas de la corrupción, están doblando por ti, y no hay Habilitante que cambie las mentes y corazones.
Rafael Boscán Arrieta
Periodista y docente universitario
boscan2007@gmail.com
@raboscandanga