La base y fundamentación en la elaboración de las normas jurídicas, en general, y de las figuras e instrumentos legales culturales, en particular, podrían encontrarse, entre otros y en última instancia, en los saberes culturales. En el proceso de hacer el instrumento jurídico cultural, la participación de abogados, (as), especialistas y conocedores, (as) del tema, estrictamente jurídico, resulta determinante por la misma dimensión legal del instrumento jurídico, incluso pueden participar desde la perspectiva de la dimensión social de la ley. No obstante, lo rigurosamente cultural viene conocido y es manejado por los dolientes culturales. Y tales, no son otros que los creadores y creadoras, así como los trabajadores y trabajadoras culturales. De allí su incontrovertible e inexcusable participación en la hechura de las normas y las leyes. ¡Ley sin dolientes es letra muerta! Un ejemplo paradigmático de lucha y defensa de su legislación específica lo representan, con dignidad y valentía; constancia y preparación, los artesanos y las artesanas. Sirva esa experiencia para todos los sectores de la cultura.
La filosofía de la ley, la pone, la coloca, la incorpora a la norma, concretamente a su articulado, el doliente cultural. Los abogados, (as), técnicos, (cas) y especialistas y demás conocedores de la legislación cultural, no lo dudamos, poseen un conjunto de saberes jurídicos, legalmente indispensables para hacer las leyes. No obstante, la gente de la cultura, también, tiene un cúmulo de saberes vivos y un legado cultural sin los cuales resulta imposible hacer las normas jurídicas. Ambos se combinan para dar como resultado el instrumento jurídico cultural específico. Legislar implica tener y manejar un saber jurídico y un saber cultural.
Ello, de ninguna manera niega que los abogados, y que además sean creadores o creadoras culturales, puedan, perfectamente, participar en el proceso de legislación cultural. Quizás sea la condición ideal. Afortunadamente en nuestro país existe un legado de juristas que también son creadores (ras) y trabajadores (ras) culturales. Muchos, ediles o diputados, en las primeras de cambio, en sus particulares gestiones parlamentarias, lo menos que conocen es el de legislar. Un proceso de enseñanza-aprendizaje se activa. Aquí nadie, gracias a Dios, nació aprendido y lo único permanente en la vida es el aprendizaje. En el caso de las normas, instrumentos y figuras jurídicas culturales, cabe preguntarse: ¿Quiénes ponen la filosofía de la ley? ¿Quiénes incorporan la dimensión conceptual, en una Constitución política, de una determinada categoría cultural? No pueden ser otros, y en primera línea, que los dolientes, y, quizás, luego los solidarios. ¿Acaso no incorporar la categoría socialismo en la Constitución del 1999 fue un acto inocente, casto, virginal? Intereses de clase se hicieron presentes. La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, incluso en sus más finas y subrepticias formas. La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes, (Marx, 1818-1883).
¿Qué dimensión política tiene el haber establecido en la Carta Magna de 1999, el derecho a la cultura, incluso desde el mismo Preámbulo? Establecer ese derecho cultural no pudo haber sido el resultado de lo fortuito o accidental; lo inopinado y contingente. Ya habíamos analizado, en buena lid, que en ninguna de nuestras constituciones anteriores tal derecho había sido establecido. ¿Qué dimensión histórica-social-política tiene el hecho de establecer constitucionalmente que las culturas populares, constitutivas de la venezolanidad, gocen de atención especial, así como la artesanía y las industrias típicas populares? Su dimensión, además de histórica, resultó socialmente revolucionaria y políticamente un extraordinario cambio. Por primera vez en la historia constitucional de Venezuela se dignifican a las culturas populares, en general, y a las artesanías, en particular.
Es indudable que, en la redacción del instrumento legal, el lenguaje jurídico lo manejan los abogados, los técnicos, especialistas y legisladores, pero ¿pueden tales peritos, expertos comprender y vislumbrar la dimensión histórica-social del hecho cultural o de los bienes, tangibles e intangibles, culturales? En este aspecto somos categóricos, definitivamente concluyentes: son los creadores y las creadoras culturales; los cultores y las cultoras; los trabajadores y las trabajadoras culturales, quienes pueden incorporar a las normativas jurídicas de naturaleza socio-cultural la concepción y la filosofía de tales derechos y deberes. Por ello, resulta histórico, impostergable y urgente capacitar al talento creativo en el campo de la Legislación Cultural. Formarse como un militante legislador cultural resulta un deber revolucionario. De lo contrario se abortarán leyes chimbas, cojas, cobardes, pávidas y como expresión de las clases dominantes. Entre leyes revolucionarias y contrarrevolucionarias no hay término medio.