Para situar el problema

Las “maras”: nueva forma de control social

En algunos de los países del istmo centroamericano (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua) desde hace ya unos años, y en forma siempre creciente, el fenómeno de las pandillas juveniles violentas ha pasado a ser un tema de relevancia nacional. Se trata de un fenómeno urbano, pero que tiene raíces en la exclusión social del campo, en la huída desesperada de grandes masas rurales de la pobreza crónica y de la violencia de las guerras internas que estos últimos años asolaron la región.

     Estas pandillas, surgidas siempre en las barriadas pobres de las ciudades cada vez más atestadas y caóticas, son habitualmente conocidas como “maras” –término derivado de las hormigas marabuntas, que terminan con todo a su paso, metáfora para explicar lo que hacen estas “mara-buntas” humanas–. Las mismas, según la representación social que se generó estos últimos años, han pasado a ser el “nuevo demonio” todopoderoso. Según el manipulado e insistente bombardeo mediático, son ellas las principal causa de inestabilidad y angustia de estas sociedades, ya de por sí fragmentadas, sufridas, siempre en crisis; es frecuente escuchar la machacona prédica que “las maras tienen de rodilla a la ciudadanía”.

     El problema, por cierto, es muy complejo; categorizaciones esquemáticas no sirven para abordarlo, por ser incompletas, parciales y simplificantes. Entender, y eventualmente actuar, en relación a fenómenos como éste, implica relacionar un sinnúmero de elementos y verlos en su articulación global. Comprender a cabalidad de qué hablamos cuando nos referimos a las maras no puede desconocer que se trata de algo que surge en los países más pobres del continente, con estructuras económico-sociales de un capitalismo periférico que resiste a modernizarse, y que vienen todos ellos de terribles procesos de guerra civil cruenta en estas últimas décadas, con pérdidas inconmensurables tanto en vidas humanas como en infraestructura, los cuales hipotecan su futuro.

     Las maras, de esa forma, son una expresión patéticamente violenta de sociedades ya de por sí producto de largas historias violentas, o mejor aún: violentadas, hijas de una cultura de la impunidad de siglos de arrastre, de países que se siguen manejando con criterio de Estado finquero donde las diferencias económicas son irritantes (Guatemala, por ejemplo, es el país del mundo con mayor porcentaje de avionetas particulares y vehículos Mercedes Benz de lujo per capita, mientras que más del 50 % de su población está por debajo del límite de la pobreza). Sociedades donde transcurrieron monstruosas guerras civiles en la década de los 80 del pasado siglo –guerras contrainsurgentes, expresión caliente de la Guerra Fría, y en el caso de Nicaragua, guerra a partir de la contrarrevolución antisandinista– que dieron lugar a procesos de post guerra donde no hubo ni culpables de las atrocidades vividas ni medidas de reparación para atender las secuelas derivadas de tanto dolor. Sociedades, en definitiva, estructuradas enteramente en torno a la violencia como eje definitorio de todas las relaciones: patriarcales, racistas, machistas, excluyentes; sociedades donde todavía funciona el derecho de pernada y donde la noción de “finca” (el feudo medieval) es parte de la cultura dominante (cuando alguien es llamado responde “¡mande!” en vez de “usted dirá”).

      Las maras empiezan a surgir para la década de los 80 del siglo pasado, aún con todas esas guerras en curso. En un primer momento fueron grupos de jóvenes de sectores urbanos pobres que se unían ante su estructural desprotección. Hoy, ya varias décadas después, son mucho más que grupos juveniles: son “la representación misma del mal, el nuevo demonio violento que asola el orden social, los responsables del malestar en Centroamérica”…, al menos según las versiones oficiales.

      No cabe ninguna duda que las maras son violentas; negarlo sería absurdo. Más aún: son llamativamente violentas, a veces con grados de sadismo que sorprende. No hay que perder de vista que la juventud es un momento difícil en la vida de todos los seres humanos, nunca falto de problemas. El paso de la niñez a la adultez, en ninguna cultura y en ningún momento histórico, es tarea fácil. Pero en sí mismo, ese momento al que llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad de la especie humana en cualquier cultura, en cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de los jóvenes. De todos modos, algo ha ido sucediendo en los imaginarios colectivos en estos últimos años, puesto que hoy, al menos en estos países de los que estamos hablando, ser joven –según el discurso oficial dominante– es muy fácilmente sinónimo de ser violento. Y ser joven de barriadas pobres es ya un estigma que condena: según el difundido prejuicio que circula, provenir de allí es ya equivalente de violencia. La pobreza, en vez de abordarse como problema que toca a todos, se criminaliza.

      A esta visión apocalíptica de la pobreza como potencialmente sospechosa se une una violencia real por parte de las maras que a veces sorprende, por lo que la combinación de ambos elementos da un resultado fatal. De esa forma la mara pasó a estar profundamente satanizada: la mara pasó a ser la causa del malestar de estas eternamente (al menos para las grandes mayorías) problemáticas sociedades. La mara –¡y no la pobreza ni la impunidad crónicas!– aparece como el “gran problema nacional” a resolver. No caben dudas que se juegan ahí agendas fríamente calculadas, distractores sociales, cortinas de humo: ¿pueden ser las pandillas juveniles violentas –que, a no dudarlo, son violentas, eso está fuera de discusión– el gran problema de estos países, en vez de enormes poblaciones por debajo de la línea de pobreza? ¿Pueden ser estos grupos juveniles violentos la causa de la impunidad reinante (“los derechos humanos defienden a los delincuentes”, suele escucharse), o son ellos, en todo caso, su consecuencia? Si fue posible desarticular movimientos revolucionarios armados apelando a guerras contrainsurgentes que no temieron arrasar poblados enteros, torturar, violar y masacrar para obtener una victoria en el plano militar, ¿es posible que realmente no se puedan desarticular estas maras desde el punto de vista estrictamente policíaco-militar? ¿O acaso conviene que haya maras? Pero, ¿a quién podría convenirle? 

Los jóvenes: entre promesa y peligro 

     Algunos años atrás la juventud –“divino tesoro” por cierto…, al menos, así se decía– era la semilla de esperanza. Algo sucedió con aquella promesa de la juventud como “futuro de la patria” para que haya pasado a ser ahora un “problema social”. ¿Cómo se dio ese movimiento? ¿Qué pasó con aquella visión, expresada en 1972 por Salvador Allende diciendo que “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”, que se transformó en una juventud despolitizada, desinformada, light? Y peor aún: si huele a pobre, proveniente de barrios pobres, ni hablemos si está tatuada: ¡peligrosa! En los países centroamericanos, de composición indígena en muy buena medida –cruel paradoja de la historia– la exclusión social está ligada en relación inversamente proporcional a la blancura de la piel. Si se viene de barrios pobres –donde en general asienta la población menos “blanca”– la posibilidad de ser un “potencial delincuente” se dispara: “blanco manejando un Mercedes Benz: empresario exitoso; negro o indio manejando un Mercedes Benz: vehículo robado”.

     Las pandillas son algo muy típico de la adolescencia: son los grupos de semejantes que le brindan identidad y autoafirmación a los seres humanos en un momento en que se están definiendo sus papeles sociales, sus imágenes de sí mismo como adultos. Siempre han existido; son, en definitiva, un mecanismo necesario en la construcción psicológica de la adultez. Quizá el término hoy por hoy goza de mala fama; casi invariablemente se lo asocia a banda delictiva. Pero de grupo juvenil a pandilla delincuencial hay una gran diferencia.

     En la génesis de cualquier pandilla se encuentra una sumatoria de elementos: necesidad de pertenencia a un grupo de sostén, la dificultad en su acceso a los códigos del mundo adulto; en el caso de los grupos pobres de esas populosas barriadas de cualquier capital centroamericana se suma la falta de proyecto vital a largo plazo. Por supuesto, por razones bastante obvias, esta falta de proyecto de largo aliento es más fácil encontrarlo en los sectores pobres que en los acomodados: jóvenes que no hallan su inserción en el mundo adulto, que no ven perspectivas, que se sienten sin posibilidades para el día de mañana, que a duras penas sobreviven el hoy, jóvenes que desde temprana edad viven un proceso de maduración forzada, trabajando en lo que puedan en la mayoría de los casos, sin mayores estímulos ni expectativas de mejoramiento a futuro, pueden entrar muy fácilmente en la lógica de la violencia pandilleril. Una vez establecidos en ella, por una sumatoria de motivos, se va tornando cada vez más difícil salir.

     La sub-cultura atrae (cualquiera que sea, y con más razón aún durante la adolescencia, cuando se está en la búsqueda de definir identidades). Constituidas las pandillas juveniles –que son justamente eso: poderosas sub-culturas– es difícil trabajar en su modificación; la “mano dura” policial-militar no sirve. Por eso, con una visión amplia de la problemática juvenil, o humana en su conjunto, es inconducente plantearse acciones represivas contra esos grupos como si eso sirviera para modificar algo. De lo que se trata, por el contrario, es ver cómo integrar cada vez más a los jóvenes en un mundo que no le facilita las cosas. Es decir: crear un mundo para todos y todas. O más aún: si se quiere trabajar de verdad el problema, habría que partir por plantearse dónde están las causas, y sobre ellas actuar. Y no son otras que la exclusión crónica, la pobreza, las asimetrías sociales. Pero lo que vemos es que estos grupos, en vez de ser abordados en la lógica de poblaciones en situación de riesgo, son criminalizados.

     Tan grande es esa criminalización, que eso lleva a pensar que allí se juega algo más que un discurso adultocéntrico represivo y moralista sobre jóvenes en conflicto con la ley penal. ¿Por qué las maras son el nuevo demonio? Porque, definitivamente, no lo son. ¿Hay algo más tras esa continua prédica? 

¿Una estrategia de control social? 

      Cuando un fenómeno determinado pasa a tener un valor cultural (mediático en este caso) desproporcionado con lo que representa en la realidad, por tan “llamativo”, justamente, puede estar indicando algo. ¿Es creíble acaso que grupos de jóvenes con relativamente escaso armamento y sin un proyecto político alternativo se constituyan en un problema de seguridad nacional en varios países al mismo tiempo?

      Hoy día el discurso oficial que barre las distintas naciones centroamericanas –y Washington también participa en esta “preocupación”, para lo que impulsa una iniciativa regional a nivel militar conocida como Plan Mérida (la réplica mesoamericana del Plan Colombia)– presenta a estas maras como un flagelo de proporciones apocalípticas. Definitivamente el accionar de estos grupos es muy violento (llamativamente violento, nos atreveríamos a decir). En modo alguno, desde ningún punto de vista, se puede minimizar su potencial criminal: matan, asaltan, violan, extorsionan. Todo eso es un hecho. Ahora bien: la dinámica donde todo eso se da abre sugestivas preguntas.

      Definitivamente, para poder contestarlas a profundidad, deberían realizare investigaciones muy minuciosas que, dada la naturaleza de lo que está en juego, se torna muy difícil, cuando no imposible. Pero pueden intuirse ciertas perspectivas que, al menos, dan idea de por dónde se direcciona la cuestión.

      Por lo pronto, y aunque no se disponga de datos concretos terminantes, todo esto deja preguntas que permiten concluir algunas cosas:  

  • Las maras no son una alternativa/afrenta/contrapropuesta a los poderes constituidos, al Estado, a las fuerzas conservadoras de las sociedades. No son subversivas, no subvierten nada, no proponen ningún cambio de nada. Quizá no son funcionales en forma directa a las grandes empresas, pero sí son funcionales para ciertos poderes (poderes ocultos, paralelos, grupos de poder que se mueven en las sombras) que –todo así lo indicaría– las utilizan. En definitiva, son funcionales para el mantenimiento sistémico como un todo, por lo que esas grandes empresas, si bien no se benefician en modo directo, terminan aprovechando la misión final que cumplen las maras, que no es otro que el mantenimiento del statu quo.
  • No son delincuencia común. Es decir: aunque delinquen igual que cualquier delincuente violando las normativas legales existentes, todo indica que responderían a patrones calculadamente trazados que van más allá de las maras mismas. No sólo delinquen sino que, esto es lo fundamental, constituyen un mensaje para las poblaciones. Esto llevaría a pensar que hay planes maestros, y hay quienes los trazan.
  • Si bien son un flagelo –porque, sin dudas, lo son–, no afectan la funcionalidad general del sistema económico-social. En todo caso, son un flagelo para los sectores más pobres de la sociedad, donde se mueven como su espacio natural: barriadas pobres de las grandes urbes. Es decir: golpean en los sectores que potencialmente más podrían alguna vez levantar protestas contra la estructura general de la sociedad. Sin presentarse así, por supuesto, cumplen un papel político. El mensaje, por tanto, sería una advertencia, un llamado a estarse quieto.
  • No sólo desarrollan actividades delictivas sino que, básicamente, se constituyen como mecanismos de terror que sirven para mantener desorganizadas, silenciadas y en perpetuo estado de zozobra a las grandes mayorías populares urbanas. En ese sentido, funcionan como un virtual “ejército de ocupación”.
  • Disponen de organización y logística (armamento) que resulta un tanto llamativa para jovencitos de corta edad; las estructuras jerárquicas con que se mueven tienen una estudiada lógica de corte militar, todo lo cual lleva a pensar que habría grupos interesados en ese grado de operatividad. ¿Pueden jovencitos semi-analfabetas, sin ideología de transformación de nada, movidos por un superficial e inmediatista hedonismo simplista, disponer de todo ese saber gerencial y eso poder de movilización?
 

     Por supuesto que no podemos responder aquí con exactitud todas estas dudas, por la carencia de datos precisos al respecto. Pero el sólo hecho de plantearlas y ver cómo los poderes mediáticos bombardean en forma sistemática con mensajes que potencian esa sensación de indefensión de las grandes mayorías, permite inferir que estas maras pueden jugar un papel político que va muchísimo más allá que lo que sabe cada uno de estos jóvenes que actúa en ellas. Podría decirse que hay en estas apreciaciones una óptima confabulacionista. Espero que el discurso paranoico no me doblegue, pues está claro que todos estos patrones arriba mencionados, más que responder a abstrusos fundamentalismos que ven conspiraciones de la CIA en cada esquina, abren interrogantes que “llamativamente” ningún medio de comunicación contribuye a aclarar sino, por el contrario, oscurece más aún día a día.

     Se entremezclan en todo este proceso varias lógicas: por un lado, efectivamente hay una búsqueda psicológica de estos jóvenes en relación a “familias sustitutas”, deseos de protagonismo, sensación de poder; elementos que, sin dudas, la mara les confiere (en mayor o menor medida, cualquier joven participa de esas búsquedas en cualquier parte que esté). Pero además, articulándose con ese nivel subjetivo, todo indicaría que hay determinantes político-ideológicos en los planes de acción de estos grupos que llevan a pensar que, “curiosamente”, allí donde puede generarse la protesta social, aparecen las maras. Si las grandes masas urbanas empobrecidas no se benefician con esto sino que, al contrario, viven en la permanente zozobra, maniatados, guardando un forzado silencio, ¿quién sacará provecho de esto? Si podemos entenderlas entonces como mecanismos de control social: ¿quién controla? Seguramente los mismos poderes que vienen controlando todo desde hace un buen tiempo; y sabemos que los poderes no son nunca ni “buenitos”, ni transparentes. “El fin justifica los medios”, se dijo hace mucho…, y no se equivocaba quien lo dijo, que fue alguien que sabía mucho de estas opacidades del poder: Maquiavelo.

     Insistimos: todas estas son hipótesis. Pero la experiencia nos enseña que estos rimbombantes hechos mediáticos –como la caída de las Torres Gemelas en Nueva York con los avionazos del 11 de septiembre del 2001, el “fundamentalismo islámico” que es el nuevo demonio para otra parte del mundo (el Medio Oriente), el narcotráfico (que nos toca a los latinoamericanos en buena medida), o en su momento, durante la Guerra Fría, el “comunismo internacional” que abría supuestas cabezas de playa por todos lados–, funcionan como fantasmas que sirven para atemorizar, y por tanto: controlar. En cada país con petróleo o agua dulce aparece sugestivamente una célula de Al Qaeda que, por supuesto, justifica todo. ¿Se estará repitiendo la misma historia con esto de las maras? ¿Por qué el gran “problema nacional” de los sufridos países de Centroamérica son las maras y no la pobreza y exclusión que las producen?


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Marcelo Colussi

Psicólogo. https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33 https://www.facebook.com/Marcelo-Colussi-720520518155774/ https://mcolussi.blogspot.com/

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