Así quería verlos, pajaritos. Defendiendo al periodista que, en ejercicio del deber de informar, publica información clasificada como “secreta” por la ley. Ajá. Muy bien.
Hace un año, a quien suscribe le cayó encima todo el poder punitivo de los medios, amén de un proceso judicial aún en curso, por algo semejante: haber publicado en esta misma columna una información de carácter noticioso sobre un tema de altísimo interés público (las firmas del referendo revocatorio presidencial) basada en una fuente documental formalmente “secreta” (una conversación telefónica entre dos políticos), que de paso ya no tenía ese carácter, pues otros medios ya la habían revelado antes.
Con su tono seudo moralizante –doncellas sonrojadas por el bochorno- , mis detractores olvidaron no sólo el largo historial del periodismo mundial, y venezolano en particular, en la publicación de grabaciones telefónicas como fuente de información fidedigna de interés noticioso.
Olvidaron que durante décadas numerosos casos de corrupción judicial, militar, política y policial fueron destapados por el periodismo gracias a ese recurso. Con amnesia de corto plazo, olvidaron, además, que el país sólo se informó de la frustrada activación del Plan Ávila el 11-A por una comunicación militar reservada entre el Presidente y el Alto Mando difundida por varios medios y periodistas.
Quiso el destino que por esos mismos días en que me fusilaban en los paredones de los medios, la prensa colombiana publicara una grabación de un general de apellido Uscátegui que confirmó los vínculos entre el Ejército y los “paras” colombianos. También por esos días, en México se destapó una nueva olla de corrupción luego de publicarse varios diálogos telefónicos.
Aquí no se enteraron. Se hicieron los locos.
Movidos por la histérica polarización de entonces, y tratándose de un periodista antipático a sus intereses, pues también prefirieron olvidar el viejo conflicto que siempre ha existido, existe y existirá entre el periodismo y los Estados -y entre aquél y los poderes privados- por su tendencia natural a clasificar como “secreto” o “confidencial” ciertos materiales frente a los cuales les interesa impedir o dificultar el derecho a la información de los ciudadanos.
Entre esas fuentes “secretas” de información a las que el periodismo suele recurrir, aquí y en los cinco continentes, se cuentan, entre otros, los expedientes judiciales sometidos a reserva, los documentos militares clasificados, las actas confidenciales de juntas directivas empresariales, los informes internos sobre, digamos, daños ambientales de las grandes corporaciones, las grabaciones telefónicas, videos de cámaras de seguridad, registros de llamadas telefónicas y pare usted de contar.
Pobre del periodista que se inhiba o asuste porque vea el rótulo “secreto” o “confidencial” en la carátula de esas fuentes documentales. Al contrario.
Esas advertencias son al periodismo como agua al sediento, como caramelo a muchachito.
Claro que todo tiene un límite en el sentido común. No es lo mismo difundir, por ejemplo, una conversación entre dos políticos que manejan información novedosa y relevante sobre el destino del país, sobre un hecho ilícito o de trascendencia para la sociedad, que una sesión de sexo telefónico entre los mismos personajes. Con la primera puede un periodista hacer su trabajo.
Con la segunda suele traficarse en los submundos más degradados.
Tampoco es lo mismo informar con rigor sobre la marcha de una investigación judicial, que hacer campaña sistemática en procura de impunidad para los indiciados en el caso. Lo primero es de periodistas, lo segundo de mercenarios.
El Ministerio Público tiene derecho a investigar y castigar las filtraciones de las policías o sus propios funcionarios en el caso Anderson y cualquier otro. Pero debería partir de la premisa, y en esto lamento tener que aparecer coincidiendo con Patricia Poleo, de que la responsabilidad por la preservación del secreto es del funcionario llamado a manejar o custodiar el expediente, grabación o documento. O del policía o detective privado que realiza la grabación ilegal. No del periodista que tiene acceso a su contenido lícita y pacíficamente y lo emplea como fuente de una información veraz.
Salvo, claro está, que el comunicador haya incurrido en algún ilícito para obtener la información –como el hurto de documentos o evidencias o la corrupción de funcionarios-, en cuyo caso la ley habría de reprocharle no la simple posesión de información clasificada, sino la ilicitud del medio empleado para obtenerla.
Muchos de los que me fusilaron hace un año han vuelto sobre mi nombre para pretender un paralelismo entre la situación de Patricia Poleo y la mía. Si me alimentara la fama, tendría que agradecerles tantas atenciones. No sé si los dos casos son iguales. Desconozco cómo hizo ella, y el resto de los periodistas que lo han hecho, para ponerse en las informaciones que han venido publicando sobre el caso Anderson.
Carezco de sus contactos con los cuerpos policiales, los cuales, de paso, tampoco envidio. No debo violar el secreto profesional, pero quedó grabado el momento en que bajé copia de las actas del caso de la página página WEB de El Nacional (www.el-nacional.
com), donde tienen tiempo a disposición de quien desee mirarlas, y cumplí con preguntarle al fiscal Isaías Rodríguez, delante de las cámaras de VTV, si esas reproducciones eran legítimas o falsas. No parece que eso pueda constituir delito. De hecho, estoy dispuesto a ejercer mi legítimo derecho a la defensa en cualquier instancia, como ya lo he hecho en el pasado.
Y si alguien cree que gozo de una especie de inmunidad de facto, invito al periodismo serio a investigar las veces que me han citado a declarar en la Fiscalía por solicitud de poderosos intereses económicos de este país. Hasta allá he ido como el ciudadano común y corriente que soy, sin fueros de ninguna naturaleza y sin hacer escándalo de ello, porque entiendo que todos somos iguales ante la ley. Miles de venezolanos anónimos son requeridos a diario por las agencias penales del Estado venezolano sin que los medios se ocupen de ellos, de su suerte y del respeto a sus derechos humanos.
Esta es mi posición sobre este asunto, en el que se ha pretendido utilizarme para un debate de claro trasfondo político. Mala suerte si la defensa de unos principios favorece o perjudica a quién sea. Los principios son permanentes, no para blandirlos y enfundarlos a conveniencia.
Finalmente, debo confesar mi deseo personal porque resulte falso todo lo feo que se ha venido filtrando sobre Danilo. Prefiero conservar la imagen heroica que él se ganó en el pueblo. En lo profesional, sin embargo, no tendría más opción que informarlo, con todo el dolor del mundo, pero sin conflictos de conciencia, si todas esas cosas feas –ojalá no- llegaran a comprobarse. Así es el periodismo. Eso sí, por Dios, que den con todos los culpables de ese crimen espantoso. Nadie puede chamuscar vivo a un ser humano, ni mandar a hacer esa atrocidad, sin que los castigue la justicia de los hombres.