En los inicios de la agresión contra Libia escribí: “¿terminará en un holocausto? Sea lo que fuere, su muestra de horror y cobardía está teniendo el efecto de reivindicar a Gaddafi. Representa él en estos momentos el honor, la unidad nacional y la soberanía de su patria. Si se mantiene, habrá vuelto”.
Los terribles hechos han demostrado que el líder libio se mantuvo, cumplió su promesa de resistir hasta el fin e hizo arder en la llamarada de su muerte, exacerbada por la criminalidad sin medida que la consumó, las inconsecuencias o errores visibles en las últimas dos décadas de su accionar. Su decisión irrevocable frente al monstruo lo eleva, como ha señalado el presidente Chávez, al nivel del heroísmo y el martirio.
Ese comportamiento final pareciera dar piso a la idea, sostenida por algunos, de que tras la implosión de la Unión Soviética Gaddafi intentó preservar su país y su proceso transformador mediante la “negociación” con el enemigo, y en esa empresa fue obligado a ceder logros sociopolíticos y trozos de dignidad. De ser así, se trató de una equivocación trágica, parecida a la de un personaje de novela galleguiana que creyó servir a su pueblo pactando con el despotismo. Olvidó o no conoció la advertencia del Che (“ni tantico así”) o la confesión del alacrán (“es mi naturaleza”).
El genocidio y la destrucción de Libia, “victoria gloriosa” de la antihumanidad en la época más atroz del imperialismo y fuente de dolor e indignación para toda persona decente en el mundo, reiteran el naufragio ético del sistema capaz de eso, y su condena mortal.