Esta historia será quizás desconocida para muchos, pero quienes venimos de los años 70 y 80 el título de este artículo nos retumba en la memoria, y no como una grata evocación de una circunstancia especial de tipo personal. Soy de la opinión de que la memoria histórica debe ser la vacuna contra cualquier desmán que al día de hoy alguien quiera cometer contra el ambiente, desdibujando la horripilante y suicida realidad heredada de la Cuarta República en esta materia. Qué mejor manera de contribuir en la creación de conciencia y con la formación de nuestra gente que traer al presente hechos que marcaron una época en las luchas por un ambiente sano.
Es de carácter ético poner en relevancia estos tópicos que en su momento fueron mediáticamente explotados en los principales medios de la época, pero con un tratamiento sensacionalista, sin interés alguno en profundizar, y contado casi como una fábula que no aterrizaba en una realidad concreta. Un buen ejemplo de ello fue el sonado caso de “los pipotes o tambores de la muerte”, en el que cientos de toneladas de plaguicidas y fertilizantes obsoletos entraron al país importados con dólares del Estado y terminaron arrumados y abandonados en “cementerios clandestinos” en condiciones inapropiadas que se tradujeron en un gran riesgo y en graves daños a la salud humana, a la contaminación de las aguas y de los suelos, y del ambiente en general.
Vale decir que los medios de comunicación nunca se adentraron a analizar el origen del problema, a las causas directas y subyacentes y menos aún se atrevieron a realizar una crítica profunda de este gravísimo problema ambiental. Ni se atrevieron a vincular el problema a las funestas políticas que implementaba la IV República en el medio rural, las cuales estaban determinadas por un modelo de desarrollo capitalista, casado y alineado con la denominada “revolución verde” del campo. Un plan impulsado por los EEUU para incrementar la productividad agrícola y promover los agronegocios sobre la base de implantar monocultivos en grandes extensiones y el uso y aplicación de plaguicidas y fertilizantes en grandes cantidades.
Hagamos un poco de memoria para ver de qué se trataba este sonado caso. En tiempos del primer mandato de Carlos Andrés se nos vendió con bombos y platillos una fulana reforma agraria que jamás reivindicó al campesino, en el que más bien se dio una reconcentración de las tierras en los consabidos latifundios que tanto se ha combatido desde la llegada del comandante Chávez al poder. Un fenómeno que ocurría por inercia debido a la falta de un verdadero apoyo financiero y técnico al campesinado que les permitiera desarrollar adecuadamente sus actividades agrícolas y pecuarias, y también ocurría solapadamente entre bastidores con negociaciones fraudulentas y componendas entre terratenientes y funcionarios que se confabularon para amasar inmensas fortunas tranzando la tierra como mercancía. Pero como si esto no fuera suficiente, decidieron hacer importaciones masivas de agroquímicos (plaguicidas, fungicidas y fertilizantes) que les dejaron jugosas comisiones, bajo el pretexto de apuntalar lo que ellos solían llamar el “boom” en la producción agrícola del campo venezolano, el cual se realizaba en un contexto de terribles inequidades que persistían en el medio rural.
En primer lugar, compraron ingentes cantidades de estos productos agroquímicos con conocimiento de su inminente fecha de vencimiento: es decir, se encontraba en sus puntos de su caducidad. En segundo lugar, ya se conocía que estaban identificados y figuraban en las listas que los catalogaban como compuestos orgánicos persistentes (COP), sustancias químicas que a nivel internacional venían siendo eliminados de los inventarios y de las líneas de producción en la mayoría de los países. Esta iniciativa de eliminación en el mercado de estos productos formaba parte de los compromisos y acuerdos alcanzados en el seno de la Organización de las Naciones Unidas.
Definitivamente fue un “buen negocio” para quienes lo vendieron. Obtuvieron una contraprestación por algo que ese país o empresa que lo proveía estaba obligada a sus propias expensas a destruirlo o disponerlo adecuadamente bajo los más estrictos protocolos internacionales de seguridad. En resumidas cuentas, Venezuela compró algo obsoleto y peligroso que ya estaba prohibido su uso en la mayoría de los países. Claro, en ese momento lo importante era la “mascada” que dejaba el “negocio”, y no era relevante lo que se compraba.
Esta lamentable historia comenzó con la llegada al país de los primeros contenedores por el puerto de La Guaira a principios de la década de los 70. Venían en tambores o pipotes que fueron distribuidos en galpones y en algunos otros lugares improvisados, sin clasificación, catálogo o identificación. Por esta razón, para el momento de su ubicación, trascurrieron muchos años pasando casi desapercibidos hasta finales de los años 80, incluso desconociéndose claramente el verdadero contenido de los comúnmente llamados “tambores de la muerte”.
Como siempre la verdad termina apareciendo, y empezó a tener eco en medios televisivos y escritos la existencia de tales desechos tóxicos en Venezuela, como un cuento de ultratumba del que se tejieron todo tipo de leyendas, buscando quizás deliberadamente dejar la denuncia y toda esta historia entre lo mítico y lo anecdótico. Nunca prevaleció el interés de debatir públicamente y dar a conocer el verdadero entramado de corrupción y el manifiesto desprecio por nuestra patria que dio origen a ese “misterioso descubrimiento”.
Gracias a la lucha emprendida durante muchos años por los habitantes de las poblaciones circunvecinas a estos depósitos clandestinos, principalmente los ubicados en Camatagua, estado Aragua; Tocuyito, estado Carabobo; El Cenizo, estado Trujillo; y San Carlos, estado Cojedes (ver mapa), quienes de manera persistente dieron la voz de alarma, dando inicio a un proceso complejo dentro de la diatriba del ámbito político que trascendió a los medios de comunicación e incluso sirvió para que uno u otro candidato a alcalde o diputado saliera electo, utilizando como bandera de campaña emprender acciones contra los tambores de la muerte. La triste verdad es que todas las denuncias y la lucha plantada por pobladores durante muchos años siempre terminó cayendo en saco roto.
A esta situación se suma el hecho lamentable de que personas inescrupulosas y sin conciencia, durante algunos años, removieron y mezclaron estos productos químicos almacenados, lo que significó un mayor riesgo potencial tanto para el ambiente y la salud humana como para su posterior manejo y saneamiento. Asimismo, se pudo constatar que fueron sustraídas y utilizadas ilegalmente importantes cantidades de estas sustancias sin control alguno. Igualmente no existe registro fehaciente de las consecuencias que pudo haber causado por el contacto y exposición prolongada a estos químicos en la gente y de sus efectos a largo plazo.
Con la llegada al poder del presidente Hugo Chávez se empieza a hacer justicia en torno a lo que llegó a ser un problema permanente en la opinión pública, quien actuando responsablemente y según lo principios establecidos en el Convenio de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes, ordena elaborar un plan y asigna los recursos para la eliminación progresiva y definitiva de estos depósitos de desechos tóxicos.
Hoy traemos a colación esta historia porque dentro de la ejecución de este plan y luego de un procedimiento muy riguroso exigido por el convenio de Basilea para su movilización transfronteriza hasta Alemania y Francia, el viernes 6 de marzo del presente año, el Ministerio de Ecosocialismo, Hábitat y Vivienda procedió con el precinto de las últimas 100 toneladas de estos tóxicos para su eliminación en estos países receptores. Con ello se pone la guinda para el fin de esta larga historia de “los pipotes de la muerte”. Se trata de un esfuerzo sin precedentes para saldar este pasivo ambiental, que al día de hoy ha significado la eliminación por parte del Gobierno Bolivariano de más de 1.100 toneladas de estos productos.
Cumple así el gobierno del presidente Nicolás Maduro con un compromiso de avanzar en la declaratoria de Venezuela como país libre de Compuestos Orgánicos Persistentes (COP), cumpliendo con los convenios internacionales suscritos por la república, pero más importante aún, cumpliendo con el pueblo y la conservación ambiental para la preservación de la vida en el planeta.
http://misionverdad.com/opinion/adios-a-los-tambores-de-la-muerte
Miguel Leonardo Rodríguez @MLambiente