Uno de los fenómenos más notorios, que destaca entre la multiplicidad de cosas extrañas que suceden desde el arribo de otra clase social al poder, es que el comportamiento continúa siendo el mismo, como si las cosas no hubieran cambiado.
Los chavistas siguen hablando bajito, a escondidas, como si tuvieran miedo de que los descubran sus compañeros de trabajo, sus amigos o sus vecinos. Actúan como si aún vivieran en la clandestinidad que sufrieron los partidos de izquierda en las primeras décadas de la anterior república.
La oposición, por el contrario, se mueve a sus anchas en sus espacios, con arrogancia, con desprecio, con sumo desdén, y expresando sin temor alguno su rechazo, sus malos pensamientos, su odio, su resentimiento, como si se sintiesen dueños de la verdad; triunfadores, invencibles. No tienen miedo porque saben que no les va a pasar nada; ellos se aprovechan de la circunstancia de que, a pesar de sus manifiestas malas intenciones nadie los va a agredir. Eso los hace sentirse invulnerables. Por eso uno los escucha expresarse con desparpajo en cualquier lugar público sobre sus deseos magnicidas y su odio racial.
Los chavistas sí tienen miedo y con razón. No saben detrás de cuál árbol se encuentra apostado el enemigo, dispuesto a darle caza sin misericordia. De allí los susurros y el temor a ser descubiertos. Están en el gobierno pero andan clandestinos.
Son las cosas insólitas de esta revolución que no termina de gobernar.
A Claudio Macías le pasaron una horrenda factura en Maracaibo. Era un funcionario del DIM y al parecer sabía cosas que no debía. Se las cobraron con torturas que acabaron con su vida. En el propio gobierno chavista, a un chavista lo asesinan dentro de un cuartel de policía en un estado en manos de la oposición. Preso el supuesto responsable, la reacción de los opositores es a favor del victimario, como es de suponer, y no de la víctima, como habría de esperarse.
Apedrean al diario Panorama y agreden a periodistas. Si la cosa hubiese sido al revés, y un funcionario policial zuliano hubiese muerto en un retén de Miranda, por ejemplo, y la sede de algún importante diario nacional resultase quemada por simpatizantes del gobier no, ya tendríamos a los cascos azules de la ONU aquí.
Pero para Claudio Macías no hay organización de derechos humanos que se levante, como no la hay tampoco para José Pinto, abaleado en la misma semana; como no la hubo para Dayana Azuaje y Gabriel Tovar, quienes pagaron con su vida el atrevimiento de pintar unas paredes en un canal de televisión.
Tampoco existió una para la funcionaria policial merideña que sufrió una tremenda paliza que casi termina en violación. Para al agresor no le han faltado las marchas, las consignas y los vítores. Hasta el Vaticano le abrió las puertas.
Tienen mucha razón los chavistas si andan agazapados porque quieren protegerse. Hay más de un loco por ahí dispuesto a ganarse la gloria de aparecer en las cámaras de televisión, revestido de héroe y con el reconocimiento de su colectivo por el gesto glorioso de aniquilar al enemigo. Cosas como éstas son las paradojas que habrán de escribirse en la historia.
mlinar2004@yahoo.es