En abril de 2002, correspondió a Margarita Escobar, de EL Salvador, y a Roger Noriega, de Estados Unidos, ambos Representantes Permanentes ante la Organización de Estados Americanos, asumir la Presidencia y la Vicepresidencia del Consejo Permante de esa Organización, en cumplimiento de las normas de funcionamiento de dicho organismo. Como lo establece el procedimiento retendrían, durante seis meses, alternadamente, estos cargos. De abril a junio le correspondería a El Salvador ocupar la Presidencia, y en el trimestre junio- agosto, el turno sería de Estados Unidos. Nuestra Delegación había evaluado esta circunstancia y entendía la necesidad de redoblar sus atención, ante cualquier maniobra, que en contra de nuestro país pudieran intentar dichas delegaciones, desde la posición que durante ese tiempo ejercerían. En aquellos momentos, la autonominada vocería de la oposición se empeñaba a fondo, con ferocidad y descaro, contra las instituciones revolucionarias venezolanas, desde Washington.
Para cualquier Estado Miembro de la OEA constituye una responsabilidad importante presidir el Consejo Permanente. Siendo el órgano de mayor jerarquía política de la Organización, después de la Asamblea General, tiene entre sus funciones principalísimas el control de la agenda tematica del Organismo. Organizar las sesiones del Consejo y de la Asamblea General. Cualquier tema que se pretenda considerar en la Organización debe pasar primero, por el filtro de la Presidencia del Consejo. Pero, además, debo subrayar, la Delegación que asume la Presidencia procura impulsar algún tema de interés para su país. El 05 de abril, en el discurso de toma de posesión del Consejo, Margarita Escobar, expresa su intención de dar continuidad a lo iniciado por el Presidente saliente, (de Ecuador), para dar mayor institucionalidad a los trabajos del Consejo. Algo poco creíble viniendo de la socia incondicional, de Estados Unidos en la Organización.
En abril de 2002, a seis meses del atentado terrorista a las Torres Gemelas, y plenamente en boga la doctrina bushista -según la cual quien no está con Washington está contra Washington- la confrontación entre nuestra delegación y la de Estados Unidos, en el marco de la Organización era cotidiana. Por supuesto, las posturas soberanas defendidas por el Presidente Chávez y su reserva sobre el ALCA y la defensa de la democracia participativa, en la Cumbre de las Américas de Quebec, asi como su valiente denuncia contra la matanza de niños inocentes en Afganistan desafiaban el totalitarismo que el Gobierno estadounidense pretendía imponer al mundo. Los visiones constrastantes de ambos Gobiernos se reflejaban y se exponían tanto en el Consejo Permanente como en las deliberaciones de las distintas Comisiones . En esa situación, era común la obstrucción o las tácticas dilatorias que los diplomáticos del país más poderoso de la tierra intentaban contra nuestras iniciativas. Es gratificante reportar que pocas veces lograron su objetivo. Para ello nos empleabamos arduamente, sin horarios, ni fines de semana. Fueron connotados los debates, ideológico y político, que se sucedía unos tras otro entre los representantes diplomáticos de ambos países, particularmente en los temas emblemáticos de la Organización, como fueron la negociación de la Carta Democrática, los temas de derechos humanos, la Carta Social de las Americas, la Declaración de Seguridad de las Americas, la libertad de expresión, los instrumentos en relación al terrorismo, contra la corrupción, y tantos otros. El resto de los países, si bien no tomaban partido directamente, hacían giros significativos para apoyar la posición de Venezuela. Exceptuándo, en todo momento, a la Delegación de El Salvador, y en ocasiones a uno que otro país de Centroamerica, Perú y Ecuador.
Bajo ese clima, en la Organización se comentaba sotto voce sobre la desestabilización en Venezuela. Eran distintos los grados de preocupación y diversos los enfoques sobre la situación en Venezuela. Quien escribe estas nota, en repetidas ocasiones tuvo que aclarar y dar información. De esas ocasiones, resalto tres momentos peculiares. La primera ocasión, camino a una reunión, un delegado me dice - a boca de jarro- el Presidente Chávez sera acusado de genocida. Tratando de mantener la ecuanimidad, respondo: Nunca ocurrirá tal cosa. El Presidente Chávez, jamás incurríría en un delito semejante. Es un revolucionario, con fuertes convicciones democráticas. Replicó el delegado: “No importa. ¡Igual lo van a culpar!” Unos días después, al finalizar una reunión del Consejo Permanente, un Embajador centramericano, me interpela directamente: “¡se dice que habrá un Golpe de Estado en Venezuela!”. No lo creo posible - le respondo- pero de suceder, sería un escarcéo. Los militares institucionalistas impedirían cualquier atentado. Mi respuesta, confieso, fue solo un reflejo. No creí pudiera darse en Venezuela, una situación límite como la que ocurrió posteriormente. Este Embajador, gran simpatizante de nuestra causa, expresó alivio con la respuesta ofrecida. Posteriormente, en febrero de 2002, finalizada una ronda de negociaciones, asisto a un almuerzo invitada por el Embajador de un importante país latinoamericano. El almuerzo se convirtió en una batería de preguntas sobre la situación política en Venezuela. Me detengo a explicar el profundo significado transformador y latinoamericanista de la revolución bolivariana. La significación del liderazgo del Presidente Hugo Chávez para el pueblo venezolano. Entre otros puntos, él se mostraba interesado en conocer cuáles eran los partidos de oposición con presencia en el país. Hago énfasis en la poca credibilidad de esos partidos y la responsabilidad que tenían por la debacle que había sufrido Venezuela durante el puntofijismo. Finalizado el almuerzo, encontrándonos en la calle, a modo de despedida, pregunta el Embajador: Puedo señalar en el informe que Usted es Chavista. Asentí, sorprendida. Siempre milite y milito en en la izquierda. Sin embargo, la intuición política me induce a aceptar esa calificación, sin mayores explicaciones. Tenía conciencia que una conversa de este tenor, puede ser común en la diplomacia bilateral, pero no es así, al menos, no tan directa, en los mecanismos multilaterales. Algo se movía.
Al equipo conformado por El Salvador y Estados Unidos, se sumaban abiertamente en la ofensiva contrarevolucionaria la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a través de Santiago Cantón, quien contaba con el respaldo absoluto del entonces Secretario General de la OEA, Cesar Gaviria. Como si no fuese suficiente, el team contrarevolucionario, tenía otro miembro, de peso, el estadounidense Luigi Enaudi, Secretario General Adjunto de la OEA, elegido para ese cargo, con el voto de nuestro Gobierno. Amigo manifiesto de Carlos Andrés Perez, quien pretendió ser recibido por éste en su condición de Subsecretario General de la OEA. Nuestra Delegación rechazó y evitó esa posibilidad.
Previos a los días del 11 de abril, llovían medidas cautelares y declaraciones destempladas contra el Gobierno venezolano por parte de la CIDH. Montaban el expediente para explicar los sucesos que más tarde ocurrirían en Venezuela. Cantón poca importancia daba a las aclaratorias y reclamos que hacía contínuamente nuestra Delegación. El colmo del sesgo fue cuando la Comisión recrimina al Gobierno de Venezuela las contínuas cadenas informativas mediante las cuales se informaba al pueblo sobre el fracaso del paro patronal y cetevista. La advertencia del Embajador Jorge Valero, a Cantón y al Presidente de la Comisión, respecto a que estaba en pleno desarrollo un golpe de Estado, contra un Gobierno constitucionalmente electo, no fueron razones suficientes para detener sus ataques contra nuestro país. Era abiertamente agresiva la aptitud de la Comisión, explicable por el relacionamiento complice con quienes eran la cara visible de la oposición en la ofensiva internacional.
Algunos nos preguntaban, ante la situación de confrontación desestabilizadora en Venezuela, por qué no invocar la Carta Democrática Interamericana. Era justamente uno de los planes que Estados Unidos trataba de implementar, teniendo como tenía el control del Consejo Permanente. Jugar la carta del Golpe de Estado, desestabilizar las instituciones democráticas para: a) Obligar al Gobierno venezolano a invocar la Carta Democrática y solicitar el apoyo de la OEA, b) Llevar la desestabilización al límite para dar pié a la intervención del Secretario General de la OEA, c) Desestabilizar hasta dar la impresión que un poder constituido violaba las garantías constitucionales.
En las dos primeras situaciones la soberanía del país queda bajo la tutela del Consejo Permanente y del Secretario General de la OEA. En la tercera situación, la OEA decide prácticamente el destino político del país. La intención era hacer uso de la tercera opción. Responsabilizar a Chávez de graves violaciones a los derechos humanos. Acusarlo de genocidio, tal como alertara un delegado sureño. Aplicar el formato implementado en Perú que les permitió, sin mayores problemas salir de un Presidente incomodo, e incluso modificar la Constitución de ese país. Pero ni Venezuela era Perú, ni Chávez era Fujimori. Nuestro Gobierno consciente de tal amenaza, a su soberanía, no se planteó invocar el artículo 17 de la Carta Democrática. Menos, permitir que Cesar Gaviria invocara las facultades que da la Carta Democrática al Secretario General de la OEA. Gaviria lo intentó. Los conciliábulos de Gaviria, con Estados Unidos y sus adláteres eran intensos para, burlar la feroz resistencia de nuestra representación diplomática y, obtener el respaldo necesario de los Estados Miembros para dar ese paso. Por cierto, la Mesa de Diálogo que se abrió posteriormente, en Venezuela, a iniciativa del Presidente, no se hizo bajo los mecanismos de la Carta Democrática. Aunque Gaviria, siempre intentó confundir su papel como facilitador de la mesa, con tareas de mediación y más allá, de arbitro arbitrador.
Nustro pueblo, descendiente de libertadores, supo reconocer de que lado estaba la dignidad y la libertad. Nuestro pueblo, con el ejercito bolivariano, ejerció su fuerza constituyente al ratificar la democracia revolucionaria y su voluntad de rescatar y reponer al Presidente Chávez en el mando de la nación. Si bien, ciertamente, debemos reconocer que los Jefes de Estados reunidos en el Grupo de Río, en Costa Rica, el 12 de abril, actuaron oportuna y consistentemente, condenando el Golpe de Estado e invocando la realización de una Asamblea General de la OEA para valorar la situación. Este Organismo sometido a una fuerte presión de Estados Unidos aprobó apenas una modesta resolución, cuando era prácticamente un hecho el retorno inminente del Presidente. Debe resaltarse, sin embargo, la derrota sufrida por Estados Unidos al pretender que la resolución incluyera una condena al Presidente Chávez, como supuesto responsable de lo sucedido. No obtuvo respaldo. No pudo utilizar la justa causa de los derechos humanos, como argucia, para deponer a un Presidente amado por su pueblo. Sin embargo, todos recordarán la famosa visita que realizara a Caracas, un mes después, en mayo de 2002, Santiago Cantón y la CIDH. En algún momento, la historia recogerá la dura batalla que libró la representación venezolana, en la OEA, en defensa de la revolución y del Presidente Chávez.
Hemos visto todos estos días, la revelación de historias, de episodios pesonales o de colectivos, todas conmovedoras, aleccionadoras, fiel testimonio de la conciencia revolucionaria forjada sobre el Golpe del 11 y la epopeya del 13 de abril. Quedan todavía muchas otras sin contar. Con esta nota pretendo apenas aportar para el análisis, un elemento más, a los miles ya comprobados, respecto a la verdad objetiva que revela la planificación fría, premeditada, criminal del Golpe de Estado, urdido por la oposición apátrida, bajo inducción y apoyo del entonces gobierno estadounidense y sus secuaces.
Aquella fue una epopeya revolucionaria, como pocas en estos tiempos. Acompaño lo aseverado por muchos: no podemos olvidar a los caídos del 11 y 12 de abril. En mi opinión, la forma idónea para no olvidar jamás, es implementando las poco recordadas erres que propuso el Presidente. Es nuestro deber , como revolucionarios, exigir esa revisión tanto del desempeño individual, de los colectivos y en las instituciones. La etica, la crítica y la autocrítica son las mejores herramientas para enfrentar los peligros que acechan el proceso revolucinario. Se hace necesario un espacio de dirección colectiva, conformado por todos los partidos que acompañan el proceso revolucionario.