Los atracos han adquirido en Venezuela distintas características, unas más asombrosas que otras.
Aquí nos han robado hasta la tranquilidad, el derecho a estar informados; nos han quitado la verdad del camino y la han convertido en una cosa grisácea, indefinida, escurridiza. Hoy por hoy no hay cosa más dudosa que un titular de prensa. Los gatos a veces no tienen cuatro, sino cinco o hasta más patas. Todo depende de quién sea el dueño del animal.
También nos azota el hampa, donde quiera que vayamos, pero ya no sabemos si los ladrones son tales o son delincuentes por encargo. Vivimos enrejados dentro de nuestros propios sustos. Esto que padecemos se parece mucho a una guerra, no convencional, no sangrienta, pero infinitamente dura, desquiciante, que agobia y resta sosiego por días. Es un desangramiento por goteo, implacable. Una visita a un automercado o un abasto cualquiera, da una muestra de las dimensiones de esta batalla psicológica fenomenal. Cuando no escasea una cosa, se desaparece otra.
Muchas manos peludas se encargan de vaciar los anaqueles cada cierto tiempo. Los ejemplos sobran. Pareciera que las distribuidoras de alimentos tocan juntas en una orquesta. Actúan con un acompasamiento asombroso, muy acorde con la actividad política.
Todos los días nos asaltan el bolsillo de alguna manera. Por ese agujero se nos escapa la tranquilidad, la certidumbre de contar con el alimento para la familia, el techo necesario, el sustento. Esta guerra es más cruel que las otras, las que se definen con bombardeos.
La industria farmacéutica está anotada entre las más criminales. Un caso personal deja asomar una idea de la gravedad del asunto: dos mil bolívares fuertes pagados recientemente en antibióticos para tratar una infección simple. Semejante atropello permite visualizar un escenario dantesco para aquel que tiene que comprar medicamentos para preservar la vida o para tratar enfermedades crónicas. Dos mil bolívares en cinco inyecciones y unas cuantas pastillas, son más de dos salarios mínimos. Dos millones de los viejos cancelados a juro, sin padecer siquiera una fiebrecita, duelen mucho. Pero duelen más por la impunidad, por el descaro, por el insulto que significa que en un país socialista, la medicina y la salud obliguen al ciudadano a pasar por el calvario de centros asistenciales insuficientes o de clínicas privadas convertidas en lucrativo negocio, sin que haya puntos intermedios vivibles, aceptables.
Los laboratorios transnacionales y sus compinches las cadenas farmacéuticas están estrangulando al venezolano, tanto o más que lo que pretenden Uribe y su combo de mercenarios, o el pusilánime Obama y su personal aparataje de mercadeo. Necesitar una medicina y no tener con qué pagarla es tan dañino como sintonizar un canal putrefacto. A la televisión se le puede apagar; a la falta de salud no hay con qué compensarla. Coincido en la necesidad de tener un ojo abierto en la frontera, por proteger los más elementales principios de soberanía. Pero el otro tiene que mirar hacia dentro y mantenerse siempre abierto. Una cosa y la otra tienen estrecha relación. Es la guerra emprendida desde todos los frentes. Estamos avisados.
Mlinar2004@yahoo.es