Es una anomalía entonces colocar al inicio de la ecuación educativa universitaria el interés por el certificado profesional, el simple interés de titularse. Tal actitud no tiene nada de educativa. Y una institución universitaria respetuosa de sí misma no hace de tal justificativo el motivo para inducir a los estudiantes a ingresar a su interior. De existir una institución así se parecería ésta más bien a una bodega universitaria, a una ferretería educativa, a una pulpería de títulos, a una fábrica de certificados. Esas instituciones educativas privadas, preocupadas más por acrecentar sus ingresos económicos, abundantes en nuestro país, son calco y copia de tales pulperías. En estos casos, tales instituciones se constituyen por un interés estrictamente crematístico, comercial, económico; el saber importa muy poco aquí. Tal condicionante es lo que explica la existencia, en estos casos, de aulas con sesenta y más estudiantes, en edificaciones improvisadas, con bibliotecas poco surtidas o inexistentes, sin ningún centro de investigación, sin política de publicaciones, con muy pocos o ningún espacio deportivo, con docentes improvisados y mal pagados, en fin, toda una serie de anomalías muy propias de tales empresas educativas, por cuyas causas no reúnen éstas las condiciones para que en su interior ocurra la extraordinaria experiencia de la educación, experiencia que sí se presenta en la Ciudad Universitaria. Está demás decir que en esos lugares no ocurre el fenómeno de la educación, ni mucho menos el de la formación integral; en esos lugares el proceso de la educación no aparece por ningún lado, pues, además de lo anterior, se añade que no es el deseo de saber lo que reúne a sus participantes; allí no se produce ningún encuentro con el saber; allí no hay producción, intercambio ni confrontación de saberes; lo que sí hay es transmisión de conocimientos, enseñanza de conocimientos; ahí lo que ocurre es la rutina de la enseñanza, la simple experiencia de dar y recibir clases. Todo el proceso ocurre en las cuatro paredes del aula de clase, toda la experiencia de los participantes se restringe al espacio monótono del salón, a la experiencia de oír, día tras día, la exposición de un profesor, que repite, año tras año, los mismos conocimientos de siempre. Al final, se otorgan títulos profesionales a personas que carecen de formación, a personas escasas de educación. Lo que hacen luego éstas, al salir a la calle, es simplemente negociar con su certificado, conseguir una plaza laboral y ganar dinero. Del saber ni hablar, de la formación integral tampoco, de la educación mucho menos.
Entonces, si en estos lugares no puede ocurrir un proceso educativo formativo, mucho menos puede acontecer éste en lugares menos apropiados para ello, como dejan ver algunos funcionarios del Ministerio de Educación Universitario Venezolano, quienes han afirmado que “puede educarse uno debajo de una mata de mango”; que “uno puede aprender en medio de la sabana, bajo la sombra de un Chaparro”; que “quien quiere estudiar lo hace en cualquier lugar”. Estoy claro que afirmaciones como estas se pronuncian, entre otras razones, para reivindicar el proceso educativo adelantado por la Misión Sucre, proyecto educativo de noble naturaleza y justo propósito, sin duda, pero que a nuestro entender se ha distanciado de sus objetivos originarios (Ver: Carlos Lanz. La Misión Sucre y la Municipalización de la Universidad. 2004), y que además padece de numerosas carencias. Como sabemos, en esta Misión ocurre un proceso educativo de mínimo costo, cuya evidencia más palpable es que aquí el proceso se centra en la simple experiencia de clase en el aula; clase y más clase resulta ser aquí la actividad de todos los días. Sus insuficiencias son numerosas: las edificaciones que albergan la Misión están en su generalidad muy mal dotadas, no hay bibliotecas, escasean los recursos didácticos, los docentes están muy mal pagados, existe una alta rotación de profesores, las investigaciones brillan por su ausencia, no se publican revistas ni mucho menos libros. En tales condiciones surgen dudas respecto a que aquí se estén formando los nuevos republicanos, los profesionales integrales, los ciudadanos crítico-sensibles formados con los conocimientos, principios y valores propios de esa sociedad superior, cual es la sociedad socialista del siglo XXI.
Se reitera, en el caso de la Misión Sucre, el criterio según el cual uno estudia con el propósito de obtener un título profesional, criterio que induce a los funcionarios del Ministerio de Educación Universitaria Venezolano a presentar como evidencia de gestión exitosa el alto número de estudiantes cursantes en los programas dictados por dicha Misión, además del extraordinario número de sus egresados. Matricular para titular es la consigna que se impone. Importa sobremanera la cantidad de cursantes y egresados, lo que explica la cantaleta reiterada, proferida por los mismos funcionarios, de que en la Misión Sucre, con un presupuesto menudo, cursa una matrícula de estudiantes muy superior a la existente en las universidades autónomas y experimentales. Tal diferencia sirve para corroborar, según ellos, tanto la superioridad educativa de la Misión Sucre, como el dispendio administrativo en que, sostienen, incurren estas últimas, razón suficiente para acometer en su contra una política de asfixia presupuestaria que no distingue entre unas y otras, y por la cual son víctimas universidades con una situación particular, como es el caso de la Universidad Nacional Experimental de Guayana, (UNEG), una universidad cuyo rectorado es ejercido en la actualidad por una docente a todas luces pulcra y transparente, insospechable de ejecutorias reñidas con las leyes y la moral, elegida hace dos años por la comunidad universitaria, misma que es militante del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), además de integrante de la Asociación de Rectores Bolivarianos (ARBOL), es decir, todo un conjunto de condiciones para esperar de parte del gobierno nacional un trato preferencial, un trato privilegiado hacia esta institución, donde, por las circunstancias señaladas, podía el gobierno nacional haber ensayado su específica propuesta en materia de educación superior y demostrar las bondades de la misma. Pero esto no es lo que ha sucedido, y nada indica que en los próximos años se cambiará el trato.
Por todo lo que hemos dicho y por la situación específica de la UNEG le surgen a uno numerosas interrogantes. Algunas son las siguientes: ¿cual es definitivamente la política que, respecto a las universidades venezolanas, defiende el gobierno nacional? ¿Hacia donde las quiere conducir? ¿Qué desea hacer con ellas? ¿Dónde están los dividendos políticos o educativos obtenidos por el gobierno de su trato con las universidades? ¿Creen en verdad los funcionarios del ministerio que la Misión Sucre constituye la opción educativa alternativa ante la universidad? ¿Suponen tales funcionarios que el nuevo ciudadano se formará como tal recibiendo una educación centrada en la simple y pura clase? ¿Dónde queda la formación integral? ¿No se ha percatado el gobierno nacional que el trato dado a las universidades ha provocado un gran malestar entre sus miembros? Y, Finalmente: ¿En que medida los resultados electorales del 26-S fueron afectados por las conflictivas relaciones gobierno-universidad?
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