Si la universidad pública como organización productora y difusora de conocimientos sistemáticos no es capaz de (re)pensarse a sí misma y de generar autodiagnósticos desde el mismo ejercicio del pensamiento crítico, entonces está condenada a perpetuar su dislocamiento respecto a la sociedad, a naufragar en los mares caudalosos y absorbentes del patrón de acumulación neoextractivista/financierista/digital, y a sujetarse a los designios del fundamentalismo de mercado y del individualismo hedonista (https://bit.ly/3bi4vB1 y https://bit.ly/3EHGQqg). Más todavía: si la reivindicación de algunas de las funciones esenciales (pensemos en su vinculación con la sociedad) y la reinvención de algunas otras que cayeron en el anquilosamiento (pensemos en la compartimentalización de los conocimientos y una inconexa división técnica del trabajo científico), la universidad no solo se distancia de los grandes problemas nacionales y locales, sino que experimenta una escisión respecto a las comunidades que la sufragan a través de los impuestos. Caer en la intrascendencia es uno de los riesgos que campean sobre las universidades, por lo que salir de ello solo es posible a través de su refundación institucional y académica.
La universidad es víctima, por un lado, del burocratismo y de prácticas corporativas que se reproducen a su interior; y, a su vez, es uno de los náufragos de la austeridad fiscal que asfixió varias de sus funciones esenciales y marginó a las ciencias básicas, las humanidades y las artes. Aunque también es víctima de la misma división técnica del trabajo científico que se entronizó desde el siglo XIX con la influencia del paradigma cognitivo newtoniano/cartesiano, y que postuló la construcción de certezas a través de una epistemología mecanicista y determinista que centró el énfasis en la causalidad lineal de los fenómenos y en su supuesta propensión al equilibrio y al eterno presente sin reparar en las circunstancias o en el entorno del sujeto observador; así como en la separación o disociación absoluta entre naturaleza y sociedad, entre cuerpo y mente, entre materia y espíritu, entre sujeto y objeto, entre cantidad y cualidad, entre razón y sentimiento. Resultado de ello fue la parcelación o compartimentalización de los conocimientos en las universidades y su desfasamiento ante la densidad de sistemas complejos que se posicionan en el mundo contemporáneo.
A su vez, el fundamentalismo de mercado y la racionalidad tecnocrática impusieron en la universidad una racionalidad técnico/instrumental que, en aras del productivismo y la meritocracia, supeditó al humanismo, el hábito de aprender a aprender y el arte de conocer. Se impuso el saber hacer por encima del saber pensar y de la urgencia de formular y responder las grandes preguntas en torno a los problemas estructurales de la humanidad.
A su vez, la misma razón científica fue dinamitada ante discursos y narrativas preñadas de negacionismo y dosis de post-verdad. El advenimiento del mundo post-factual no solo corroe el ámbito de la praxis política, sino que la misma praxis académica es presa del influjo del vaciamiento de sentido experimentado por las ideas y la palabra. Estos fenómenos no solo cuestionan la relevancia de la verdad como principio rector de la ciencia moderna, sino que erosionan la legitimidad de la universidad y su papel en la cultura –entendida en su acepción antropológica más amplia.
Si el productivismo y la racionalidad empresarial se apropiaron de la universidad a lo largo de los últimos cuarenta años, estas organizaciones experimentan una crisis institucional que las coloca contra las cuerdas y las hunde en el extravío. A su vez, la híper-especialización se torna funcional a ese productivismo y parametrización del conocimiento. Si se trata de saber hacer y no de saber conocer, entonces perder de vista la totalidad es el primer paso para abonar a ese productivismo y atomización de la investigación y la docenca. Esa híper-especialización supone, a su vez, una jerarquización de las disciplinas y los conocimientos, y ello, por supuesto, también está signado por las relaciones de poder y la correlación de fuerzas al interior y entre las comunidades académicas.
¿La universidad estará capacitada y cuenta con la vocación para comprender y asimilar el carácter complejo del mundo contemporáneo? Lejos de la vanguardia y el proactivismo, la universidad se refugia en actitudes pasivas, adaptativas o acomodaticias. A lo sumo, reacciona instalando una fábrica de egresados ad hoc al campo laboral regido por el sistema de la manufactura flexible y el trabajador polivalente y eficiente; y en el peor de los casos una fábrica de desempleados –que experimentan la exclusión social– o de subempleados –expuestos a la precariedad laboral a relaciones clientelares. El carácter técnico/profesionalizante de la universidad es afianzado por las metodologías de competencias que sujetan los planes y programas de estudios a los imperativos de la empresa. Es la ideología instrumentalista de la formación de capital humano en su más acabada expresión.
El paradigma tecno-económico contemporáneo exige una formación técnica y funcional que trasmuta al conocimiento en una mercancía y en parte crucial de los procesos de acumulación de capital a gran escala; impone la fetichización del dato y la información; y hace de la universidad un nicho falaz de eficiencia para la realización y el éxito individuales. La cultura mercantilista se impone como dogma incuestionable y succiona el carácter reformista y/o transformador de la universidad. Más aún, la universidad dejó de formar ciudadanos y abrió los márgenes para hacer de éstos un homo œconomicus consumista y aficionado al hedonismo.
La universidad no solo desdeñó durante las últimas décadas la relevancia del pensamiento clásico como matriz de la interdisciplinariedad y como fuente de rigor para pensar y razonar, sino que también desdeñó –al abrazar el nihilismo post-moderno– las grandes narrativas emanadas del movimiento filosófico/intelectual de la modernidad europea y –en nuestro caso– de lo más fecundo del pensamiento crítico latinoamericano. La revisión crítica de los paradigmas se supedita o es eclipsada por la premura o el inmediatismo que se impone en el trabajo académico. Y con ello se arrincona el pensamiento crítico y las posibilidades de construcción de nuevo conocimiento a partir de esa revisión sistemática. La emergencia y expansión de la incertidumbre cuestionan el paradigma mecanicista y determinista regido por certezas y por la creencia de un eterno presente, pero amplios sectores de la universidad se resisten a reconocer esa tendencia contemporánea y tienden a petrificar el conocimiento y el quehacer científico.
Más todavía: el mismo colapso civilizatorio contemporáneo y la misma crisis de sentido de las sociedades occidentales hunden las raíces de sus causalidades en la propia crisis de la universidad, pues ésta también es corresponsable del devenir de sus comunidades y naciones. Las universidades –especialmente en el mundo periférico– no son más un referente en la estructuración de los proyectos de nación ni en la construcción de posibilidades de cohesión social. Estas instituciones de educación superior omitieron o –en el mejor de los casos– devaluaron su función histórica de pensar y contribuir a la confección de los proyectos de desarrollo nacional. El problema también se remonta a un colapso de legitimidad de la misma universidad como consecuencia de ese dislocamiento. Sus conocimientos acumulados, sus innovaciones tecnológicas, sus vanguardias artísticas, no calan en lo más profundo de las estructuras sociales ni desentrañan las causas últimas de las nuevas desigualdades, conflictividades y formas de explotación que se ciernen sobre la humanidad. Cuasi aristocracias conservadoras o progresistas asumen como patrimonio de interés de grupo estos acervos universitarios y los distancian de las comunidades que los sufragan. Esto es, la universidad omite sus funciones como agente dinámico y proactivo de cambio social; entonces tiende a vaciarse de generosidad respecto al bien común y a la formación de cultura ciudadana. La irradiación de la racionalidad técnico/instrumental eclipsa la posibilidad de reivindicar una universidad humanista y proactiva respecto al faro del desarrollo nacional, con todo y las insuficiencias y contradicciones que le caracterizaron en el periodo de la segunda post-guerra.
La ideología del productivismo y la eficiencia se traduce –por un lado– en la híper-especialización, y –por otro– en una pérdida de valor respecto a la pertinencia social e institucional de la universidad más allá de sus relaciones con la empresa.
La universidad es una construcción social, pero a su vez, aquella no es un compartimento estanco, sino que la sociedad también es moldeada en sus formas y sentido desde la universidad. Sin embargo, la crisis de la universidad como organización es la crisis de quienes le otorgan razón de ser: sus académicos, con las condiciones laborales precarias, los círculos viciosos de la búsqueda desbordada de puntajes para lograr estímulos, y las formas de organización de la praxis científica.
El arcaísmo de "claustro universitario" crea dogmatismos donde una especie de sumo sacerdote pontifica y dispone de su séquito de acólitos que validan, corean y le rinden culto a su narrativa e ideología. La cultura sumisa del intérprete petrifica el despliegue de la imaginación creadora y torna incuestionables a las tradiciones de pensamiento que se defienden desde determinada trinchera y casta. Entonces el conocimiento tiende a anquilosarse y a distanciarse del mundo fenoménico; se reduce a un patrimonio de gremios en el concierto de jerarquías autoritarias dadas por las relaciones de poder, las lealtades políticas y no por correlaciones democráticas. Estos círculos viciosos inhiben el flujo del conocimiento y de su carácter estratégico a aquellos ámbitos de la sociedad donde urgen las respuestas a sus grandes problemas. Ello convive hoy en día con la mercantilización de la universidad y con la creencia fervorosa de que ésta requiere adaptarse mecánica y acríticamente al mercado y a la racionalidad empresarial. Por un lado, se mercantiliza el conocimiento de punta a través de la llamada Big Science y se atraen financiamientos externos a través de la gestión de proyectos, pero por otro predomina una racionalidad burocrática en los procesos de enseñanza/aprendizaje que a su vez se rigen por ritos y cultos de tipo monacal donde priva el dogmatismo y la subordinación.
El problema de fondo radica en que el conocimiento emanado de las universidades y del ejercicio de las ciencias, las humanidades, las tecnologías y las bellas artes experimenta la erosión de su sentido público –el referido a la res pública o a lo común– y de su incidencia en el entorno inmediato y mediato. Si a ello sumamos la emergencia y proliferación –a lo largo de las últimas cuatro décadas– de institutos cooptados por el mantra del mercado –a los cuales no es viable denominarles universidades por mucho financiamiento privado que tengan– y que se privilegia en éstos atender la falaz ley de la oferta y la demanda impuesta por la empresa privada, entonces los escenarios en los cuales se posiciona la universidad pública son volátiles y ponen en predicamento su existencia y validez institucional.
La universidad, a lo largo de los siglos, se configuró como fuente de sabiduría; su objetivo fundacional consistía en alcanzar esta último principio y praxis. La sabiduría se vinculó con el humanismo y con la búsqueda de respuestas y explicaciones respecto a las grandes preguntas. El vaciamiento de ello es posible atribuirlo al riesgo que supone la alta especialización cuantitativista y neopositivista. Sustraído del pensamiento filosófico y de la formación como intelectual, el especialista no es más que un ser instruido que despliega habilidades, pero no hurga en las causas profundas del mundo fenoménico. La división técnica del trabajo científico que predomina en las universidades facilita que individuos dotados de una capacidad intelectual común se acerquen a ciertos logros y éxitos profesionales que podrían parecer excepcionales, pero ello, en automático, no les acerca a la sabiduría. A su vez, la falacia de la objetividad conduce a sustraer la relevancia de la verdad y a subsumir los principios de la ética, restando con ello la vocación de ejercer el pensamiento crítico y de contar con convicciones respecto al compromiso social. No solo se omite la reflexión profunda respecto a los proyectos nacionales, sino que en el mismo seno de la universidad se extravió la reflexión sobre el futuro y sus avatares, de tal manera que esta organización marcha a la saga de las mismas realidades nacionales y de sus problemáticas y necesidades urgentes.
Despojada de su vocación por el disenso y el ejercicio de la duda, la universidad pública deambula enclaustrada en los consensos que nutren las estructuras de poder, dominación y riqueza. Si desde la investigación no se encaran las preguntas que provienen de las especificidades de las realidades nacionales, entonces la universidad puede contribuir a invisibilizar, encubrir y silenciar sus contradicciones y conflictividades.
Lo planteado en estos últimos párrafos no significa que la universidad evada la relevancia de las técnicas y de las habilidades profesionalizantes, ni que se relegue lo cuantitativo y lo instrumental, sino que estos rasgos del conocimiento se encuadren en perspectivas científicas, humanísticas, históricas, filosóficas, éticas y hasta artísticas que les nutran de referentes contextuales, ontológicos, epistemológicos y políticos (entendidos como lo público y lo común).
Reconocido lo anterior, refundar la universidad pública es un imperativo urgente e impostergable para revertir las tendencias analizadas. En sus facultades y potencialidades endógenas y en la reivindicación de su autonomía estarían fincados parte de los horizontes de posibilidades. Sin referencias a la interculturalidad, a lo local y al compromiso social y ambiental, las universidades continuarán desfasadas de las urgencias regionales y nacionales, al tiempo que perderán de vista los cambios de ciclo histórico impuestos por las megatendencias mundiales. Presa de la misión de la asimilación cultural, la universidad se enfrascó en la integración social de los individuos, pero desconoció las cosmovisiones, saberes, valores y especificidades culturales de los espacios locales multiétnicos donde se despliega. Ampliar el ejercicio del pensamiento crítico respecto a la misma universidad tomará aires frescos si se incorpora la reflexión y acciones de las juventudes (https://bit.ly/3wlJQIh).
De ahí que la reforma de la universidad sea un ejercicio de diálogos interculturales, pero también de diálogos interdisciplinarios y de diálogos multidireccionales y horizontales en torno a los problemas públicos. Ello supone reconocer que la crisis disfuncional de la universidad se relaciona con el extravío de sus funciones en torno a la formación de élites vanguardistas que apostaban a la emancipación nacional. Refundar a la universidad pública no es una misión que la conduzca a reforzar sus lazos con el mercado, ni una tendiente a romper definitivamente con él. Sino que se trata de afianzar la relevancia social y humanística de la universidad a partir de una postura proactiva mediada por la asimilación de las tecnociencias, el despliegue de la imaginación creadora, la descolonización del pensamiento y el posicionamiento de proyectos de investigación/incidencia que acerquen a la universidad a los problemas de los excluidos y marginales. Sin ese giro en sus funciones, la universidad pública reincidirá en la inadecuación histórica y se extraviará en la intrascendencia histórica. Más aún, desde la universidad es urgente anteponer las ciencias críticas a la Big Science y subvertir las narrativas que refuerzan dispositivos de control social. A su vez, la universidad necesita revertir el proceso de desciudadanización y despolitización de las sociedades contemporáneas y hacer de la otredad una guía para interactuar con lo diferente. De ahí que la refundación de la universidad pública sea un proceso histórico impostergable que no solo es académico, institucional, sino también político, estratégico y civilizatorio.