A nadie le huelen sus peos, ni sus hijos le parecen feos

Eso solía decir mi mamá con cierto conocimiento de causa. De las flatulencias de mi progenitora no voy a escribir porque madre es una sola y me vino a tocar a mi. De lo que si voy a escribir es sobre los hijos feos y de los bonitos también.

‘’Cuando se tienen dos hijos, se tienen todos los hijos de la tierra...’’ Eso dijo el poeta Andrés Eloy Blanco en ‘’Los Hijos Infinitos.’’ Solo un poeta como él podía describir un sentimiento que abarca tanto, que nos sobrecoge tanto, que tantas veces nos supera.

Hace ocho años, cuando nació mi gorda mayor, yo comencé a descubrir cosas tan sencillas y tan obvias, que por sencillas y obvias, nunca antes me había detenido a observarlas.

Una madre primeriza no puede quitarle los ojos de encima a su bebé, hay una especie de magnetismo que te lo impide. Yo no hacia más que mirar a mi niña de manitas gordas, con su carita de todo es nuevo y me gusta, su culito al aire y a mi que me importa, con su sonrisa de encías rosadas y cachetes brillantes. Cada movimiento nuevo era un descubrimiento para ambas.

Cuando ella descubrió que tenia manos y que eran suyas, yo descubrí en ellas a mis manos pequeñitas, y también me di cuenta de que esas manos gorditas y descoordinadas eran iguales a las del vecinito. Claro, vivíamos en la misma urbanización, éramos mas o menos iguales. Luego vino otra revelación más fuerte que me hasta el día de hoy me conmueve, vi en el noticiero las manos de mi gorda en las de un niño muerto, era un bebé palestino, su manita inerte era exacta a la de mi niña cuando ésta estaba dormida.

Así fuimos descubriendo, de la cabeza a los pies, a todos los niños del mundo, aprendimos a caminar y nos caímos sobre los mismos culitos mullidos, descubrimos que un ruido fuerte nos hacía llorar de miedo, que si te muerde tu perro te duele, así que la próxima vez no le vayas a halar la cola, descubrimos que el hambre es fastidiosa y que se calma comiendo, que si no comes te enfermas y que si te enfermas tu, yo me enfermo de angustia. Descubrí que todos los llantos de niño me arrugan el corazón.

Hace poco tuve otra gordita, y me tocó descubrir que todavía me faltaba mucho por descubrir. Me cayó en la cabezota una paradoja abrumadora, si con la mayor reconocí manos, pies y culitos idénticos, cuando nació la enana me di cuenta de que cada bebé es diferente. Ante esta revelación lo menos que te puede dar es una depresión post parto. Yo tenía todo resuelto, como ya había criado a una bebé, y de paso del mismo signo horoscopero, pensé que la mitad de la tarea estaba hecha.

Pues no, nada de horoscopitos baratos, nada de manitas gorditas, igualitas eso si, pero no. Si la grande llegó al mundo flotando en nubecitas azules, su hermanita lo hizo montada en una motoneta sin silenciador. Dulces bebés gorditas y rosadas, una silenciosa y dócil, la otra un cachorrito de león.

Ya tengo dos hijas, lo que me califica para tener a todos los hijos del mundo. Sigo leyendo al poeta y me aterro: ‘’ Cuando se tienen dos hijos, se tiene todo el miedo del planeta...’’

Ese miedo puede ser causado por la incertidumbre. Los hijos, y eso lo se por ser hija, casi nunca somos lo que nuestros padres imaginaron que seríamos. Cuando somos bebés nos imaginan grandes, doctores, cultismos, bien peinados, responsables, perfectos. Nos imaginan como ellos quisieran haber sido, o nos imaginan como son, si es que tienen alta autoestima. Nos imaginan de cualquier manera pero, generalmente, casi nunca la pegan.

Siempre me asombró cómo mis padres me seguían queriendo a pesar de que les he llevado la contraria en casi todo. Si por ellos fuera, yo sería una señora elegantísima, entaconada y discretamente maquillada, tendría una casa ordenadita, sin un solo plato sucio, sin una partícula de polvo, sin una sola letra escrita, flores y velitas, bebes con lazos rosados, un piano de cola con una partitura muy tocada, un diploma en una pared, una cuenta de ahorros sólida, una vida sin tropiezos, como una foto de propaganda de jabón con blanqueador.

A mi me pasa lo mismo con mi gorda, que no le gustan los libros, que tiene como mascota una culebra que come ratones vivos, que no se quiere bañar cada día como dice el reglamento, me encuentro amando a mi otra gordita que se perfila tan compleja, que hasta el día de hoy, ocho meses después, ni siquiera sabemos con certeza de qué color es su pelo. Mi gordita cara de culo, que no reparte sonrisas a menos que considere que de verdad las mereces.

Por eso ayer mi tarde fue muy complicada, asistí a dos eventos que se desarrollaron en uno. Ayer nuestros muchachos, mis muchachos tuvieron su día de gloria, los vi entrar a La Asamblea Nacional seguros, jovencitos, con caras de casi soy grande, de que se lo que hago, de que me la estoy comiendo y todos me están mirando. Y si, todos los mirábamos con el corazón en la mano. Cuando se tienen dos hijos se tiene todo el miedo del planeta...

Subió mi primer muchacho, muy serio, como muy tieso, subió con unos papeles llenitos de palabras y se paró en su sitio, sus hombros estaban caídos, sus ojos miraban abajo, quizá porque leía, quizá porque se sentía como si estuviera presentando un examen de esos que sabes que vas a raspar. Mi muchacho abrió la boca y salieron palabras de ella, las palabras que no expresan ideas son solo sonidos al aire. Mi muchacho habló y no dijo nada con la boca, pero sus ojos miraban con rabia, con arrogancia, y sin luz.

Mi corazón se arrugó por mi muchacho, mi niño oveja negra, y lo vi joven y lo vi viejo, sentí mucha pena por el. Imaginé a su madre orgullosa sentada frente al televisor, y sentí pena por ella. Nuestro muchacho con su mirada antártica, palabras vacías y gestos ensayados. Nuestro muchacho de probeta, con ideas de laboratorio que alguien pensó por el, tuvo su momento y se lo dejó quitar y tan ciego de arrogancia estaba mi niño, que no se dio cuenta de que si algo nos dejó con su puesta en escena fue una angustia profunda, un mal sabor en la boca y una mirada tan vieja, tan vista y gastada, que por un momento, solo por un momento, sentí desesperanza.

Ocupó su sitio una niña estudiante de derecho, era bajita pero miraba hacia arriba. sus manos vacías, su boca llenas de palabras, muchas palabras, cada una en su sitio, sin titubeos mi niña expresó sus ideas. Una muchacha sencilla, algunas dirían que poca cosa, se fue creciendo con sus ideas, se iba haciendo grande, se iba haciendo cada vez más bonita. Yo acerqué a mi bebé a la pantalla como para que se le pegara algo, quise saber como hicieron sus padres para tener una hija así. Y recordé, como hija, que los padres hacen lo que pueden. Así que me senté con la gordita bien pegada a mi cuerpo, a ver si sentía un poco el orgullo que yo sentía.

Mi emoción con ojos aguados tuvo un breve receso. Otro muchachote, esta vez sin papel, pero igual de tieso, igual de frío, igual de viejo que el anterior. Balbuceó una explicación que no explicó nada y con la frente en alto, y la mirada clavada al suelo, se marchó dando la espalda a su oportunidad de mostrarnos algo, cualquier cosa que no fuera un silencio sin sentido.

Otra vez ese hueco en el alma que se cerró rapidito gracias a los muchachos y muchachas que no se quisieron ir. Aquellos que supieron reconocer allí tenían una gran tribuna para exponer sus ideas. Y así lo hicieron, hablaron con el corazón y la cabeza, hablaron con la osadía que solo tienen los jóvenes, nos hablaron nuestros muchachos y mientras lo hacían dejaron de ser el futuro lleno de esperanzas y se convirtieron en el presente lleno de orgullo. Nunca me sentí tan madre, jamás me sentí tan venezolana. Yo, que soy una llorona, lloré a moco tendido. Yo que no soy muy cantadora sentí la urgencia de levantarme del sofá, con mi bebé en los brazos y cantar con mis muchachos el himno nacional.

Canté emocionada pero no pude dejar de pensar en los otros, los que se fueron, y quise que regresaran consciente de que no lo harían. Vi a mi mamá a mi lado, y recordé sus palabras y supimos que estábamos de acuerdo: a nadie le huelen sus peos ni sus hijos le parecen feos. Pero esa tarde por razones, que todavía no logro entender, las dos arrugamos la nariz, nos apuramos a revisar el pañal de la gorda y comprobamos que no era ella. Entonces tuvimos que admitir si, que a veces, muy a nuestro pesar, los hijos nos parecen feos.

carolachavez.blogspot.com


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Carola Chávez

Periodista y escritora. Autora del libro "Qué pena con ese señor" y co-editora del suplemento comico-politico "El Especulador Precóz". carolachavez.wordpress.com

 tongorocho@gmail.com      @tongorocho

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