PERFIL DE UN UNIVERSITARIO MEDIO: hombre sin atributos ni carácter, incapaz de remordimiento alguno. Inculto, adocenado, egoísta, eludiendo asumir compromisos con su entorno social, pero eso sí, gran hablador de reivindicaciones para su banda o partido en cualquier foro “académico”. Envuelto en una atmósfera de tedio y tristeza, y que resume lo peor del espíritu pequeño-burgués, y que no pierde la esperanza de verse un día orlado con las supremas preseas de esos capos togados de nuestros cuerpos rectorales. Respirando siempre un profundo recelo hacia quien tenga el valor de expresar pensamientos propios. Nuestro universitario tiende a solidarizarse con el hombre vulgar, simpático (chistoso), que carece de espíritu creador; por lo que estas Almas Máter Muertas están compuestas por un 5% de seres razonables, un 10% de incontrolables ladrones y un 85% de esclavos.
Un profesor universitario es reaccionario por naturaleza, y le tiene horror a cualquier cambio. Piensa que los cambios pueden afectarle peligrosamente su status, y sobre todo SU bolsillo.
El típico profesor universitario es un hombre corriente cuya inteligencia tiende a deteriorarse rápidamente (pues uno de sus deseos es jubilarse y dedicarse a otra cosa que nada tenga que ver con pensar y estudiar). Un ser sin esencia ni destino. Apagado, imbuido en los pequeños quehaceres de sus clases docentes y de sus reducidos espacios laborales, con la mente puesta en algún bono extra que sin duda le llegará, por vía de los paros y “huelgas de cerebros caídos”. Cuando no se lanza a figurar como candidato a algo, se refugia bajo la férula de algún cacique atrevido y descarado que vive a la caza de altos cargos, pues el cacique que busca encumbrarse requiere el apoyo de muchos parásitos.
Siempre pendiendo, digo, de algún carcamán: de los viejos y deformantes esquemas, de los grupos que se reparten las colocaciones y el poder. Por excelencia un ser egoísta pero de pequeñas miserias, y sin capacidad para la generosidad o para prestar servicio social alguno, insisto. Temeroso y apocado, permanentemente con el rabo entre las piernas suspirando por una casita en la playa y hacer un crucero cada dos años... Estudiando para que lo sepan los demás, no para entender el mundo ni ayudar a sus semejantes, ni cultivar su talento.
Ahora bien, ¿a quién podría EDUCAR un hombre así, superficial, que teme asumir compromisos consigo mismo y con sus semejantes? No hay absolutamente nada humanista en estos seres: ábraselos, auscúlteselos, penétreselos hasta más allá de los tuétanos y no encontrará sino vaguedades y letanías. Éstos, en verdad que no tienen alma. Sin una voz propia, sin un destino propio, nada del verbo encarnado. Porque el humanismo no llega por los libros ni las computadoras ni se puede aprender de memoria, sino como dice Fernando Savater, por algo que se contagia. “Y mal pueden contagiar la enfermedad divina quienes no la padecen”.
Y por ello, unos pocos ladrones, entre veinte mil profesores, lo controlan todo. Nacen estos bellacos con el arte de saber tomar las debidas precauciones para transgredir las normas que exigen la Contraloría, la Ley de Universidades y el ejercicio de la utonomía. Uno no puede encontrar en ese mundo de lánguidas almas un ser solidario para avanzar hacia algún cambio positivamente humano. Se buscará inútilmente, por lo que los maulas cada vez se sienten más seguros en sus sitiales, incólumes, inamovibles.