Nunca, en la Universidad Central de Venezuela, se levantaron carteles y libraron requisitorias para el linchamiento moral del adversario. Por eso llamó la atención que en la última marcha estudiantil oposicionista, aparecieran carteles gigantes con fotos a todo color de varios diputados y profesores universitarios, mi persona entre ellos, por ambas condiciones.
Se trataba de un paredón andante, como el estático que levantaron los golpistas en las cercas de La Carlota la noche del 11 de abril de 2002. El objetivo ahora: sembrar el odio contra las personas “marcadas” e incitar a la agresión por parte de individuos y grupos fanáticos. En lo personal, esto no me preocupa; es un riesgo que asumí desde muy joven, cuando aposté, como lo sigo haciendo, por el socialismo.
Sí me impactó y provocó una larga tristeza que no cesa, ver salir esos terribles carteles de la Ciudad Universitaria, ese espacio hondo y entrañable que me dio la risa, el amor y el llanto. Y también sentí pena por los jóvenes que levantaban esas pancartas por las que se asomaban, como desde una encía hórrida y cianótica, los dientes de leche del fascismo. No de los chicos protestatarios, sino de los mentores que buscan implantarlos.
Asaltaron mi mente imágenes de las marchas del franquismo español, los “camisas negras” de Mussolini, las bandas de asalto hitlerianas y los encapuchados con antorchas del Ku-klux-Klan. Se entrecruzaban con la de los monigotes ahorcados en avenidas y autopistas por la oposición venezolana, sincronizadas con un fracasado paro de transporte (acuérdense de Allende) y una marcha promocionada por los medios durante un mes largo.
Sentí mancillada el Alma Mater por las sombras del fascismo. Para completar la esvástica, el rector París declaró que a los chavistas que solicitaran ingreso en la UCV, se les preguntaría por qué no se van a la Bolivariana. De la casa otrora abierta a todas las corrientes del pensamiento universal, serían excluidos los hijos y hermanos de los siete millones 300 mil venezolanos que votaron por el señor Presidente. Jamás, desde el doctor Vargas hasta el sol que nos alumbra, un rector había proferido semejante amenaza, por lo demás inconstitucional. París cree y jura que la universidad es su hacienda y no la casa de estudios de todo el pueblo venezolano, sin discriminación alguna.
Los carteles y pancartas con el rostro de los estigmatizados por el fascismo, semejaban las requisitorias del Fast West, con su persecutorio “Wanted”. Y se correspondían con una página web que se autotitula “Reconócelos”. Allí también están nuestras fotos “con sus respectivos prontuarios”. Como diría Marcial Lafuente Estefanía, rector París, cualquier parecido con la realidad, es demasiada coincidencia.
En un plano humorístico, me dije que nunca había visto una foto mía de tamaño gigante y tan cara. Pensé solicitarla, pero los creativos fascistas de la agencia publicitaria, ya en el guión habían decidido su predecible destino: la hoguera. Recordé la sentencia del poeta alemán Enrique Heine: “allí, donde empiezan quemando libros, terminan quemando hombres”. El fascismo no es un juego de niños que saludan con la mano abierta, blanqueada y estirada al frente.
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