La flamante Ley Orgánica de Educación venezolana abre las puertas para revisar, reformar e introducir nuevas modalidades sociales.
Como ley general, la LOE no evade aún buena parte de todas las concepciones que la educación venezolana viene arrastrando por imposición convencional practicadas por la clase poderosa, por su “escualidad” media y superior.
Entre los resabios coloniales que albergan la ley derogada y la presente está la omisión expresa que en ellas se hace del tratamiento personal que señala la Constitución. Es curioso que los profesores no se dirijan a sus alumnos como “ciudadanos”, sino por su apellido durante la “Primaria”, y como “bachilleres” de tal o cual apellido, ya montado en una carrera universitaria.
Por otra parte, es una constante no discutida hasta ahora que las listas de los alumnos se confeccionen con apego a un riguroso orden alfabético, según los apellidos, y no onomásticamente. Como sabemos, eso de nombrar a los ciudadanos por sus apellidos contiene una carga de discriminación social que data desde los mismísimos tiempos coloniales. Evidentemente, no causa la misma impresión un apellido escaso connotado por razones económicas y sociales que el de un obrero humilde de apellido común y abundante.
Ya para el siglo XV se estableció el uso del segundo nombre, al lado del nombre propio, y aquel terminó llamándose “apellido”, un recurso de aplicación social y económica con fines sucesorales sobre la propiedad privada y los rangos nobiliarios. Ha perdurado como segundo nombre el uso del patronímico por aquello del paternalismo que nos caracteriza.
Desde acá sugerimos que se corrija semejante procedimiento, habida cuenta de que a un Estado democrático poco debe interesarle la prioridad del apellido ante el nombre propio inicial de sus ciudadanos. En lo adelante se pasaría una lista de ciudadanos y alumnos como la siguiente: Abel Alvarado; Bartolomé Benítez, Carlos Cedeño, etc.