Entrevistando imaginariamente a Marx sobre lo tratado en: El capítulo VIII de “El Capital” (XVII)

¿Qué ocurre con la aplicación de la ley capitalista contra la codicia de alargar la jornada de trabajo de las modistas y de los herreros?

De entre el abigarrado tropel de obreros de todas las profesiones, edades y sexos que nos acosan por todas partes como a Odiseo las almas de los estrangulados y en cuyas caras se lee a primera vista, sin necesidad de llevar bajo el brazo los libros azules, el tormento del exceso de trabajo, vamos a destacar por último dos figuras, cuyo llamativo contraste demuestra que para el capital todas las personas son iguales: un modista y un herrero.

En las últimas semanas del mes de julio de 1863, toda la prensa de Londres publicaba una noticia encabezada con este epígrafe “sensacional”: Muerta por simple exceso de trabajo”. Tratábase de la muerte de la modista Mary Anne Walkley, de veinte años, empleada en un honorabilísimo taller de modistería de lujo que explotaba una dama con el idílico nombre de Elisa. Gracias a ese episodio, se descubría como una cosa nueva la vieja y resabida historia de las pobres muchachas obligadas a trabajar, un día con otro, 16 horas y media, y durante la temporada hasta 30 horas seguidas sin interrupción, para lo cual había que mantener muchas veces en tensión su “fuerza de trabajo”, cuando fallaba, por medio de sorbos de jerez, vino de Oporto o café. Estábamos precisamente en lo más álgido de la temporada. Había que confeccionar en un abrir y cerrar de ojos, como si fuesen obra de hadas, aquellos vestidos maravillosos con que las damas nobles iban a rendir homenaje, en una sala de baile, a la princesa de Gales, recién importada. Mary Anne Walkley llevaba trabajando 26 horas y media seguidas con otras 60 muchachas, acomodadas en dos cuartos que no encerrarían ni la tercera parte de los metros cúbicos de aire indispensable para respirar; por las noches, dormían de dos en dos en una cama instalada en un agujero, donde con unos cuantos tabiques de tabla se improvisaba una alcoba. Y este taller era uno de los mejores talleres de modas de Londres. Mary Anne Walkley cayó enferma un viernes y murió un domingo, sin dejar terminada, con gran asombro de su maestra Elisa, la última pieza. El médico Mr. Keys, a quién llamaron junto al lecho mortuorio cuando ya era tarde, informa ante la Sala de lo criminal, con palabras secas: “Mary Anne Walkley murió por exceso de horas de trabajo en un taller abarrotado de obreras y en una alcoba estrechísima y mal ventilada.” Pero queriendo dar al médico una lección en materia de bien vivir, el jurado declara: La víctima ha fallecido de apoplejía, si bien hay razón para temer que su muerte ha sido acelerada por exceso de trabajo en un taller estrecho.” Nuestros “esclavos blancos”, exclamaba al día siguiente el Morning Star, órgano de los primates del librecambio Cobden y Brigh, “nuestros esclavos blancos son lanzados a la tumba a fuerza de trabajo y agonizan y mueren en silencio”.

“Matarse trabajando es algo que está a la orden del día, no sólo en los talleres de modistas, sino en mil lugares, en todos los sitios en que florece la industria. Fijémonos en el ejemplo del herrero. Según los poetas, no hay oficio más vital ni más alegre que éste. El herrero se levanta antes de que amanezca y arranca al hierro chispas antes de que luzca el sol: come, bebe y duerme como ningún otro hombre, y es cierto que, ateniéndonos al puro aspecto físico, la situación del herrero sería inmejorable, sino trabajase más de lo debido. Pero, sigamos sus huellas en la ciudad y veamos el agobio de trabajo que pesa sobre sus hombros fornidos y el lugar que ocupa esta profesión en los índices de mortalidad de nuestro país. En Marylebone (uno de los barrios más pobres de Londres) muere todos los años el 31 por 100 de herreros, o sea, 11 hombres, cifra que rebasa el grado medio de mortalidad de los hombres adultos en Inglaterra. Esta ocupación, que es casi un arte instintivo de la humanidad, impecable de por sí, se convierte por el simple efecto del trabajo, en aniquiladora del hombre que la desempeña. El hombre puede descargar tantos martillazos diarios, andar tantos pasos, respirar tantas o cuantas veces, ejecutar tanta o cuanta tarea viviendo de este modo 50 años, por ejemplo, por término medio. Pero se le obliga a descargar tantos o cuantos martillazos más durante el día, andar tantos o cuantos pasos más, respirar tantas o cuantas veces más durante el día, y todo ello junto hace que su desgaste diario de vida sea una cuarta parte mayor. Se lanza el ensayo, y el resultado de todo esto es que ejecute una cuarta parte más de tarea durante un período limitado, viviendo 37 años en vez de vivir 50.”


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Nicolás Urdaneta Núñez


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