“(…) entre las condiciones que deben reunirse para no repetir la experiencia soviética, para que no encalle el proceso revolucionario, una de las primeras cosas que deben comprenderse es que el poder no está localizado en el aparato de Estado. Y que nada cambiaría en la sociedad si no se transforman los mecanismos de poder que funcionan fuera de los aparatos de Estado, por debajo de ellos, a su lado, de una manera mucho más minuciosa, cotidiana. Si se consiguen modificar estas relaciones, o hacer intolerables los efectos de poder que en ellas se propagan, se dificultará enormemente el funcionamiento de los aparatos de Estado. Otra ventaja de hacer la crítica a nivel ‘micro’: no se reproducirá la imagen del aparato de Estado al interior de los movimientos revolucionarios.” (Michel Foucault: “Poder y Cuerpo. Microfísica del Poder”
El desafío fundamental de la edificación de nuevas relaciones sociales post-capitalistas, articuladas a la emergencia de “experiencias liberadoras de lo común”, nace de la lucha contra la explotación económica, la coerción política, la hegemonía ideológica, la exclusión social, la negación cultural y la destrucción ambiental. Estas luchas instituyen máquinas e instrumentos de confrontación, que pueden llegar a convertirse en nuevos planos de sometimiento, sujeción y alienación, si se desconoce la dinámica de los procesos instituyentes, los aparatos-instituidos y las líneas de tendencia del efecto- institucionalización.
Las mentalidades de aparato enfatizan que lo prioritario de una revolución está en la forma-instituida, la estructura y sus organigramas de poder-mando; en fin, el llamado “Estado Revolucionario”, una contradictio in terminis. Sin embargo, queda a los revolucionarios y revolucionarias, despejar la incógnita de si la forma-Comuna, es semejante o análoga a la forma-Estado. Desde nuestra perspectiva, la forma-Comuna, la forma-Consejo es radicalmente antitética a la forma-Estado. No hay ni semejanza ni posibilidad de establecer lógicas imaginarias de identificación.
Por tanto, sólo para las mentalidades de aparato, es posible sostener el imaginario Estatista, el oximorón del “Estado revolucionario”. Desean una revolución, vía movilización instituyente, pero la quieren interrumpir en un nuevo esquema de dominación-instituido. Su imaginario encalla en la falacia de una “revolución institucional” (recuerden el PRI en la revolución mexicana, por ejemplo). Sin embargo, la única articulación posible de la transición de la forma-Estado capitalista a la forma-Comuna del socialismo, no es ni siquiera el llamado “Estado social”, sino a lo sumo, la radicalización democratizadora del “Estado social”: una revolución democratizadora contra la forma-Estado.
Frente a las mentalidades de aparato, hay que insistir en el proceso popular constituyente, único terreno posible para quitarle la “alfombra roja” de los pies, a la “nueva clase de privilegiados”, que se erige como estructura de mando auto-designada “revolucionaria”, apropiándose del efecto-institucionalización de los eslabones entre poder constituyente y poder constituido. La democratización intensiva y extensiva del poder social es el único antídoto conocido para que la revolución ininterrumpida, coloque el énfasis en el proceso revolucionario instituyente y no en la forma-instituida, en el fetiche-constituido, impidiendo la cristalización burocrática y el devenir de la experiencia de una nueva “revolución traicionada”.
La democracia socialista contrasta y antagoniza con el socialismo burocrático, desde procesos moleculares como las asambleas de ciudadanos y ciudadanas, activando la dinámica grupal de los consejos comunales, que retienen el poder-hacer-en colectivo, frente a cualquier intento de expropiación de la forma-consejo por un nuevo grupo de poder, privilegio o riqueza, que pretenda enquistarse como nuevo “micro-cogollo” local.
A nivel molar o macro-social, el gran cogollo político-económico del socialismo burocrático deviene en “élite del poder” (como la definía el sociólogo Wright Mills), una suerte de “nueva clase político-económica”, que pretende controlar la posesión efectiva y la propiedad de los recursos de poder: políticos, económicos, mediáticos, ideológicos, legales y militares institucionalizando su nomenclatura.
Como toda “nueva clase”, ésta pretende generar sus propios dispositivos de hegemonía ideológica, su cobertura de justificación de la estructura de mando y explotación que controla. Allí se legitima la nomenclatura (Los nuevos privilegiados) y el socialismo burocrático. La única manera de evitar la burocratización temprana y “desde la cuna” del socialismo, es colocando el acento en la lucha, e las practicas colectivas por la democracia socialista en todos los espacios institucionales de la revolución, combatiendo en dos frentes: contra la restauración capitalista (los viejos y tradicionales adversarios: la clase capitalista dominante) y contra la reconversión burocrática (los emergentes adversarios: la nueva nomenclatura de privilegios).
Para la lucha por la democracia socialista, es indispensable un desprendimiento de todo el archivo histórico de prácticas, representaciones, hábitos ideológicos y costumbres que ha impuesto la tradición del “socialismo burocrático” como “verdadero socialismo”; a la vez que una apertura creativa a la construcción de nuevos “imaginarios radicales”: democráticos, plurales, libertarios, descolonizadores, eco-socialistas, críticos y creativos.
Cuando se plantea la tesis de la democracia socialista planteamos que es inevitable una revolución ininterrumpida; a la vez radical-democrática, que subvierta la estructura de mando: gobernantes/gobernados; y a la vez, radica-socialista, que antepone la socialización del control de los recursos productivos y procesos económicos por parte de la multitud popular, bajo la forma-consejo de trabajadores; frente a la estatización burocrática, su división jerárquica del trabajo, la sumisión a nuevos privilegiados de las formas de cooperación no despóticas de tareas y funciones, la justificación de nuevas instancias patronales, que hablan en nombre del socialismo, pero actúan a favor de la reproducción de la lógica de la explotación-dominación, de extracción del excedente (la patronal burocrático-estatal), de sumisión de trabajo vivo a la costra del trabajo muerto, ahora objetivado y bajo control de la burocracia de Estado.
Comunismos democráticos, socialismos revolucionarios, movimientos de comuneros indo-afro-mestizos: populares y subalternos, democracias participativas, corrientes eco-políticas radicales, espiritualidades de la liberación, se entrecruzan como agrupamientos múltiples en nuevas políticas que descolonizan y des-dogmatizan el imaginario radical post-capitalista: una nueva “causa de lo común”, basada en los valores-fuerza como la liberación, la vida, la justicia y la alteridad.
Atrás quedaron los valores-fuerza de la Modernidad occidental y en gran medida sus “modelos de revolución”: sus “jacobinos”, el paradigma de la revolución francesa (y burguesa), y sus consignas: ¡Igualdad, Libertad y Fraternidad!, encubriendo como orden jerárquico de sacrosantos derechos, a la propiedad privada burguesa, los contratos y el intercambio mercantil, por una parte, y la farsa de la democracia representativa, con su teatro de aparatos-partidos, en el peor de los casos: únicos (monopolio de la representación, vía uniforme-despótico) o del liberalismo-pluralista (oligopolio de la representación, vía tolerancia represiva).
Una Revolución no es ni una restauración capitalista ni una reconversión burocrática. Estimados lectores, ¡no se confundan! Ante el estrepitoso fracaso histórico de los llamados “comités centrales”, propios de las máquinas de captura, denominadas como aparatos políticos-burocráticos (P-cc) para edificar la democracia socialista “desde abajo y de los de abajo”, habrá que reivindicar la causa común de las multitudes populares, de las bases y sus órganos de poder popular constituyente, agrupadas desde mallas reticulares y transversales, con sus emplazamientos sumergidos, pero en plena fecundación, como movimientos-en-redes; multiplicidades que configuran novedosas máquinas de lucha, de resistencia e insurgencia, que reconocen el peligro que suponen los dispositivos de captura: dominación, orden, jerarquía y sometimiento funcionales a la recuperación burocrática del poder.
Pues la antítesis del capitalismo neoliberal y del socialismo burocrático, es el agrupamiento de los y las que luchan por la “causa de lo común” (plataforma comunera, liberadora, por la diversidad revolucionaria), el sendero constituyente de la democracia socialista, reinterpretada desde nuevas claves del imaginario radical: para des-colonizar y la des-dogmatizar el pensamiento crítico socialista. Aquí hay que reivindicar a Ludovico Silva. Contra la “ideología socialista”, como “falsa conciencia necesaria” que legitima la explotación, mando y alienación burocrática, hay que proponer la “conciencia crítica y revolucionaria socialista”, el pensamiento crítico-radical, condición de posibilidad del discurso revolucionario.
La trágica historia de las “revoluciones traicionadas”, de los partidos revolucionarios reconvertidos en burocracias partidistas, plantea la necesidad de “no caer por inocentes”. El peligro de cualquier revolución es su burocratización, su degeneración, su reconversión en farsa revolucionaria, en espectáculo para consumo difusionista de “grandes públicos”, y en fin, para el teatro bufo de imaginarios-sujetados, sin posibilidad de devenir autogobierno popular.
Los espíritus esterilizados de la potencia constituyente, colocarán el grito en el cielo. Abundarán las alertas ortodoxas, los panópticos policiales y los sectarismos de capilla. Pero hay que darle una torsión completa a lo que se comprende convencionalmente por “revolución democrática y socialista”, para romper de la A la Z con el imaginario burocrático-despótico que ha dominado los procesos revolucionarios, donde se le asigna el lugar de actores de reparto secundario a las multitudes populares; mientras sigue decidiendo la conspiración de las minorías (Bafeuf podría decir irónicamente: ¡la conspiración de los desiguales!), como actores principales y como vanguardias ultra-esclarecidas de la revolución.
Una revolución que no rompe con el imaginario jacobino-blanquista, con el imaginario misionero de la colonización y la evangelización forzada, que no supera la concepción del partido-aparato-camarilla, prefigura desde la cuna, su burocratización. Su infatuación sectaria, lleva a la llamada “vanguardia” a encubrir su funcionalidad reaccionaria, al bloquear la politización autónoma de las multitudes populares. Todavía perviven las inercias de la proyección jacobina en la dirección del centro político revolucionario. El dogma del “centralismo democrático” encubre la impotencia para crear nuevas maquinas de lucha, nuevas plataformas y transversalidades, nuevas dinámicas instituyentes, desconociendo que la democracia participativa y protagónica, supera con creces, ese viejo y farragoso dogma, inercia ideológica que nos retrotrae a principios del siglo XX, y cuya genealogía histórica encuentra sus filiaciones en la burocracia eclesiástica y militar. Sus defensores no han caído en cuenta aún en que ese “modelo de partido”, es parte de la crisis de la Modernidad y de sus invenciones organizativas. Lo que segrega este culto al “centralismo democrático” es cada vez menos democracia y cada vez más centralismo, fórmula perfecta para dar nacimiento a la cristalización burocrática.
Una revolución democrática, socialista, descolonizadora y ecológica, no desea repetir el dogma empobrecido del “socialismo burocrático”, ni los códigos de su “nomenclatura histórica”, ni convertirse en sujetos de sumisión a “nuevas clases”, a “nuevos amos”, a nuevas “estructuras de mando” económicos, políticos, ideológicos y culturales.
Se trata más bien de una insurgencia contra-hegemónica, en fin una ruptura de la lógica de la dominación-explotación-negación, con la separación naturalizada entre gobernantes/gobernados, con la división jerárquica del trabajo, con la subjetividad sometida a autoridades indiscutibles, con la destructividad ambiental y la negación cultural.
Vale la consigna de los aporreistas: ¡Ni Burócratas ni Capitalistas!
Sólo faltaría decir: ni fetichismo al mito reaccionario del “cesar-populista”, como culto a la personalidad indiscutible. Sin calco y copia a la etapa superior del sectarismo: el culto a la personalidad, con su línea política de infantilizar a las masas. Sin reproducción mimética y alienante a la cadena de sustituciones del pueblo como sujeto-activo de su liberación, por representaciones cuyo rasgo distintivo es la liquidación de las voces diversas desde la multitud popular.
La revolución democrática, socialista, descolonizadora y ecológica, es una revolución molecular, para agenciar insumisiones y prácticas de liberación, para que las singularidades revolucionarias no sean sepultadas por dispositivos de captura, llámense infatuaciones del Uno-Despótico, llámense forma-Estado, llámese Partido-único, llámese Líder infalible, llámese centro político-burocrático.
No hay que correr la arruga frente a las “psicologías políticas de masas”, pues la revolución es justamente la liquidación de la peor de las alienaciones: “gobernar sobre” o “aceptar ser gobernado por”, “explotar a” o “aceptar ser explotado por”. ¡Que más da!, se trata de la misma y única alienación y opresión política. Entre la lógica de mando/dominación y los circuitos de explotación o de negación-discriminación cultural, hay reforzamientos mutuos, mutuas dependencias, realimentación ampliada de la sumisión.
Existe una real oposición entre la política de masas-objetos y la política de multitudes-sujetos. Que el “pueblo-como sujeto de liberación” aprenda a “auto-gobernarse”, esta es la “democracia socialista”, este es el único espíritu marxiano que vale la pena re-pensar, como socialismo teórico aún vigente, abierto, truncado, por realizar en una revolución ininterrumpida. Obviamente, para los códigos del Socialismo Burocrático, la democracia socialista huele a “anarquismo” (¡Oh, anarquistas!, que fuese del 1 de Mayo sin ustedes), tratando de conjurarla por la puesta en acto de todos los dispositivos de “control de desviaciones”.
A la burocracia le “hiede” la revolución, así como le temen a todo movimiento instituyente, a toda puesta en acto de los agrupamientos constituyentes, frente al organigrama seco de los rangos y jerarquías. Seamos sinceros: los revolucionarios y las revolucionarias antagonizan la pasión por el “orden único”, la seguridad y jerarquía contra-revolucionaria, los afectos de la burocracia y sus cogollos.
La dialéctica entre orden y desorden, como ha señalado la teoría de la complejidad, reside en la variedad de organizaciones posibles. Es sencillo, entre revolución y cogollo hay un choque de intensidades. Es como agua y aceite. Nuestros funcionarios de la “nomenclatura” balbucean aún sin asimilar, las estrofas de aquella Internacional: ¡Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador. Nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor!
Aun no comprenden que entre democracia socialista y socialismo burocrático hay una disyunción, una separación de caminos, un desgarramiento, una ruptura profunda; por tanto, una lucha antagónica de mediana duración y de contrastante intensidad.
Frente a la contra-revolución burocrática, como reconversión de privilegios, donde los antiguos revolucionarios solo sueñan con ocupar el lugar de las antiguas clases dominantes, hay que decirlo con fuerza: el asunto no es ocupar el lugar del poderoso, del colonizador, del explotador; sino destruir ese diagrama de lugares. Para esto, la revolución cultural va marcando la marcha, sin contrabandos, sin farsas, sin teatros bufos. ¡Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador. Nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor!
Así suena a Revolución…
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