¿Cómo abolían los fabricantes, no sólo en cuanto al espíritu, sino también en cuanto a la letra, toda la ley fabril de 1833?
Durante el decenio en que la ley de 1833 promulgada por la Cámara de los Comunes se mantuvo en vigor, reglamentando primero parcialmente y luego sin restricciones el trabajo fabril, los informes oficiales venían rebosantes de quejas sobre la imposibilidad de ejecutarla. En efecto, como esta ley dejaba a los señores del capital en libertad para poner a trabajar a los “jóvenes” y a los “niños” en cualquier momento del período de 15 horas, desde las 5 y media de la mañana hasta las 8 y media de la noche, siempre y cuando no rebasasen las 12 o las 8 horas respectivamente, dejando a su libre arbitrio el momento en que había de comenzar, interrumpirse y finalizar el trabajo y permitiéndoles igualmente asignar a los distintos obreros distintas horas para las comidas, los caballeros capitalistas no tardaron en inventar un nuevo sistema de relevos, en que los caballos del trabajo no se cambiaban en determinadas estaciones, sino que eran enganchados una y otra vez en diversos momentos a su gusto y antojo. No nos detendremos aquí a examinar de cerca las delicias de este sistema, pues hemos de volver sobre él más adelante. Pero lo que si se advierte a primera vista es que el tal sistema abolía, no sólo en cuanto al espíritu, sino también en cuanto a la letra, toda la ley fabril. Con este complicado sistema de contabilidad, era absolutamente imposible que los inspectores de fábrica obligasen a los patronos a respetar la jornada legal de trabajo ni a conceder las horas legales de comidas para cada niño y cada joven empleado en la fábrica. En una buena parte de las fábricas seguían imperando impunemente y en todo su esplendor los viejos abusos. En una conferencia celebrada con el ministro del Interior (1844), los inspectores de fábrica hubieron de demostrar que bajo el nuevo sistema de relevos inventado por los fabricantes, era imposible ejercer ningún control.
¿Bajo qué circunstancias se puso en práctica la ley de 1833?
Las circunstancias, entre tanto, habían cambiado considerablemente. A partir sobre todo de 1838, los obreros fabriles habían adoptado como grito económico de lucha la ley de las 10 horas, a la par que abrazaban la Carta como grito político. Y ciertos fabricantes, los que habían ajustado el funcionamiento de sus fábricas a la ley de 1833, asaltaban al parlamento con memoriales acerca de la “competencia” desleal de sus “falsos hermanos” a quienes una mayor osadía o circunstancias locales más propicias permitían infringir la ley. Además, por mucho que el fabricante individual quisiese dejar rienda suelta a la vieja codicia, se encontraba con que los portavoces y dirigentes políticos de la clase patronal ordenaban un cambio de actitud y de lenguaje frente a los obreros. Acababa de abrirse la campaña abolicionista de las leyes arancelarias de protección del trigo y los patronos necesitaban de la ayuda de los obreros para vencer. Por eso les prometieron, no sólo doblarles el pan, sino incluso aceptar la ley de 10 horas, siempre y cuando que triunfase el reino milenario del librecambio.
En estas circunstancias, mal podían, pues, oponerse a una medida encaminada simplemente a poner por obra la ley de 1833. Por su parte, los tories, amenazados en el más sagrado de sus intereses, la renta del suelo, rompieron por fin a clamar, con voz tronante y gran indignación filantrópica, contra las prácticas infames de sus enemigos.
nicolasurdaneta@gmail.com