¿Qué consecuencias se deducen de la simple ilación de los hechos históricos?
Francia va renqueando después de Inglaterra. Fue necesaria la revolución de febrero para que naciese la ley de las doce horas, mucho más imperfecta que su original inglés. Sin embargo, el método revolucionario francés pone de manifiesto también aquí sus ventajas peculiares. De un golpe, dicta a todos los talleres y fábricas sin distinción el mismo límite de la jornada de trabajo, al paso que la legislación inglesa va cediendo de mala gana, aquí y allá, ante la presión de las circunstancias, engendrando no pocas veces verdaderas nidadas de procesos. Además, la ley francesa proclama con carácter general y por vía de principio lo que en Inglaterra sólo consigue arrancarse en nombre de los niños, los adolescentes y las mujeres, sin convertirse en norma general hasta estos últimos tiempos.
En los Estados Unidos de América, el movimiento obrero no podía salir de su postración mientras una parte de la República siguiese mancillada por la institución de la esclavitud. El trabajo de los blancos no puede emanciparse allí donde está esclavizado el trabajo de los negros. De la muerte de la esclavitud brotó inmediatamente una vida nueva y rejuvenecida. El primer fruto de la guerra de Secesión fue la campaña de agitación por la jornada de ocho horas, que se extendió con la velocidad de la locomotora desde el Océano Atlántico al Pacífico, desde Nueva Inglaterra a California. El Congreso obrero general de Baltimore (16 de agosto de 1866) declara: “La primera y más importante exigencia de los tiempos presentes, si queremos redimir al trabajo de este país de la esclavitud capitalista, es la promulgación de una ley fijando en ocho horas para todos los Estados Unidos la jornada normal de trabajo. Nosotros estamos dispuestos a desplegar todo nuestro poder hasta alcanzar este glorioso resultado.” Coincidiendo con esto (a comienzos de septiembre de 1866), el Congreso obrero internacional de Ginebra acordaba, a propuesta del Consejo general de Londres: “Declaramos que la limitación de la jornada de trabajo es una condición previa, sin la cual deberán fracasar necesariamente todas las demás aspiraciones de emancipación…. Proponemos 8 horas de trabajo como límite legal de la jornada”.
De este modo, el movimiento obrero que brota instintivamente a ambos lados del Océano Atlántico por obra de las mismas condiciones de producción, viene a sellar las palabras del inspector inglés de fábrica R. J. Saunders: “Si previamente no se limita la jornada de trabajo y se impone el cumplimiento estricto del límite legal, no podrá darse, con probabilidades de éxito, ni un solo paso nuevo hacia al reforma de la sociedad.”
Fuerza es reconocer que nuestro obrero sale del proceso de producción en condiciones distintas a como entró. En el mercado se enfrentaba, como poseedor de su mercancía “fuerza de trabajo”, con otros poseedores de mercancías, uno entre tantos. El contrato por medio del cual vendía su fuerza de trabajo al capitalista demostraba a ojos vista, por decirlo así, que disponía libremente de su persona. Cerrado el trato, se descubre que el obrero no es “ningún agente libre”, que el momento en que se le deja en libertad para vender su fuerza de trabajo es precisamente el momento en que se ve obligado a venderla y que su vampiro no ceja en su empeño “mientras quede un músculo, un tendón, una gota de sangre que chupar”. Para “defenderse” contra la serpiente de sus tormentos, los obreros no tienen más remedio que apretar el cerco y arrancar, como clase, una ley del Estado, un obstáculo social insuperable que les impida a ellos mismos venderse y vender a su descendencia como carne de muerte y esclavitud mediante un contrato libre con el capital. Y así, donde antes se alzaba el pomposo catálogo de los “Derechos inalienables del hombre”, aparece ahora la modesta Magna Carta de la jornada legal de trabajo, que “establece, por fin, claramente donde termina el tiempo vendido por el obrero y donde empieza aquel de que él puede disponer”. ¡Cuán diferente de lo que era antes!
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