"El
Estado es un órgano de dominación de clases, un órgano de opresión de
una clase por otra, es la creación del orden que legaliza y afianza esta
opresión, amortiguando la lucha de clases. El proletariado sólo
necesita el Estado temporalmente. Nosotros no discrepamos en modo alguno
con los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del Estado
como meta final. Lo que afirmamos es que para alcanzar esta meta es
necesario el empleo temporal de las armas, de los medios del Poder del
Estado para emplearlos contra los explotadores. Para destruir las clases
es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida." (Lenin: la real polémica de Marx con los anarquistas)
I.- Momento del llamado “principio-esperanza” (Ernst Bloch):
Lo
más elemental muchas veces se pierde de vista: no habrá nuevo
socialismo fuera del espacio de la revolución democrática permanente e
instituyente, lo cual implica diferenciarla de cualquier fe
supersticiosa en los límites constitucionales y en la forma-Estado; fe
heredada por prácticas, representaciones y discursos de 200 años de
colonialismo interno, de modernización capitalista refleja, trunca y
dependiente para Nuestra América; y en el caso de Venezuela, de
sub-cultura del petróleo, de conformación del Estado populista
clientelar, de patrimonios, prebendas y privilegios, producto de
modalidades parasitarias de la acumulación delictiva de capitales.
A
algunos intelectuales, funcionarios y políticos les da escozor que se
plantee el debate entre la forma-Estado y la forma-Comuna. El realismo
de “sentido común”, el pragmatismo, el oportunismo, las viejas
estadolatrías de aparato, propias de una izquierda cargada de hábitos
ideológicos, sean socialdemócratas o estalinistas, o el hecho mismo que
se viven las tensiones, conflictos y antagonismos de una potencial
transición post-capitalista, plantean que es “sensato” no debatir si el
pensamiento crítico socialista, puede seguir encadenado al imaginario
instituido de la forma-Estado: “En efecto, cada uno de nosotros
lleva interiorizada, como la fe del creyente, esa certeza de que la
sociedad es para el Estado (…) no se puede concebir sociedad sin Estado.” (Pierre Clastres).
Muchos
malos lectores del llamado "autonomismo", o del "marxismo crítico,
abierto y libertario", por ejemplo, extraen como consecuencia que la
idea de revolución para estas corrientes, no puede consistir en una
alteración radical de la relaciones de poder y en una toma del Estado.
Mucho se hubiese evitado, si siguiendo a Foucault, se hicieran
distinciones entre el concepto de relaciones de poder y sus efectos de
conjunto: los estados de dominación. Gramsci tenía suficientemente
claro, como el "poder de unas clases-sobre otras clases", es inmanente
al campo de constitución de la separación entre gobernantes y
gobernados. Y Marx tenía suficientemente claro que la forma-Estado era
parte del complejo ensamblaje de la alienación política.
El
Estado nacional (y cualquier forma-Estado) es una expresión concentrada
de relaciones de dominación de una sociedad: de gobierno sobre las
personas, de coloniaje sobre etnias subalternas, de imposición de un
imaginario nacional, un órgano para el dominio de clases. Cuando la
izquierda bien-pensante se queda en la mera lucha por la “toma de
Estado”, dejan intactas muchas de las lógicas, prácticas,
representaciones y discursos de la forma-Estado capitalista. “Cambian el
mundo”, dicen, pero manteniendo el "poder concentrado" de la
forma-Estado, en manos no de la “clase trabajadora revolucionaria”, ni
del "pueblo organizado, movilizado y consciente", sino de la cadena de
sustituciones (partidos-aparatos, gobiernos controlados básicamente por
sectores medios radicalizados, o bajo el liderazgo de personalismos
carismáticos).
El mando jerárquico, vertical y concentrado
es justamente una condición de imposibilidad para una revolución
democrática permanente, cuyos actores-sujetos populares comienzan a
desplazarse desde la potencia constituyente del ejercicio directo del
poder, hacia los vagones de cola de las revoluciones o del llamado
“proceso”.
Se dice comúnmente que los
gobiernos progresistas de América Latina se están valiendo del Estado
para regular la economía (que sigue siendo básicamente capitalista),
para inducir también el crecimiento económico (cuando lo hay, también de
tipo capitalista), para desarrollar políticas sociales (favorables al
orden, la seguridad, la ley y la paz capitalistas). De este modo, los
gobiernos progresistas gestionan las funciones típicamente capitalistas
de acumulación, regulación y legitimación funcionales al mantenimiento
del dominio de los factores reales de poder.
El keynesianismo de izquierda y el populismo,
anudan tanto un patrón de politización como una economía política
progresista, se dan la mano para impedir imaginar y pensar alternativas
radicales de reproducción material basadas en el socialismo radical,
distintas a las prácticas de unidades de producción y distribución cuyo
fundamento reproduce el antagonismo de clase, y formas de desigualdad
sustantiva bajo la división jerárquica y vertical del trabajo.
En
este contexto material, el tema de las funciones de la forma-Estado
capitalista, se confunden con las funciones de un Estado de transición
al post-capitalismo. Obviamente no son las mismas funciones, ni tareas,
ni las mismas formas organizativas ni las mismas prácticas del Estado
capitalista. ¿Acaso el llamado "Estado de transición" es una continuidad
del Estado capitalista?
Transformar el Estado capitalista implica desmantelarlo, derrocarlo, destruirlo.
No hay excusas ni retórica florida para suponer que se trata de
reformas de fachada, de nombres sin cambiar lógicas, practicas y
representaciones. Al desmantelarlo hay que crear nuevas instituciones,
espacios, aparatos, nuevas prácticas, formas de organización que no
reproduzcan en lo esencial las lógicas y practicas del gobierno sobre
las personas, sobre los movimientos sociales y populares, sobre las
clases subordinadas, sino todo lo contrario: un gobierno directo con las
gentes y de las gentes, con los movimientos sociales y de los
movimientos sociales, con las clases populares y del pueblo trabajador.
Se
trata, como decía Lenin en sus mejores momentos, de un semi-Estado de
transición. La izquierda bien-pensante, sin embargo opta por un Lenin
-"hombre de Estado", edificador del "Estado socialista", un Lenin pues
"realista". Pero seamos realistas, pidamos lo imposible: no quedemos
encadenados al inconsciente político de la forma-Estado. Fue Lukacs el
que alguna vez dijo que los puntos fuertes y débiles del Estado se hallan en la manera en que éste se refleja en la conciencia de los hombres. La forma-Estado es también una representación ideológica.
Los
gobiernos progresistas de América Latina, sus dirigentes y
funcionarios, comienzan a mostrar síntomas de desconexión y debilidad
del apoyo popular, de identificación con las lógicas y prácticas del
Estado capitalista. Si bien rescataron el papel de la política y del
Estado frente al neoliberalismo, no han ofrecido algo distinto de las
recetas keynesianas y del populismo histórico.
De
allí que en plena coyuntura para transformaciones post-capitalistas,
sea posible que la izquierda progresista, comience a experimentar una
fatal carencia de potencia creativa para imaginar un mundo distinto de
relaciones, prácticas e instituciones políticas y económicas, basadas en
efectivamente en la igualdad sustantiva y en la superación del
antagonismo de clases.
La edificación de las
bases materiales del socialismo radical, implica inevitablemente la
construcción de una economía social, popular, alternativa y comunal de
propiedad social o colectiva, bajo modalidades auto-gestionadas de
administración, así como con prácticas democráticas de planificación de
conjunto, en articulación con la función de comando político-económico
de un Estado de transición, sometido a un intenso y extenso proceso de
democratización de funciones.
No es a través
del cambio cosmético de la melodía dominante de políticas económicas,
marcadas unas por el “go” (keynesiano-pro-cíclico), y otras por el
“stop” (monetarismo-neoliberal), que se cambiara la “rocola”
capitalista. La música capitalista sigue sonando y a gran volumen. No
hay melodía socialista. Tampoco superará el capitalismo, la
planificación burocrática al estilo del socialismo real, con su apego a
la centralidad del estatismo autoritario y el fetichismo del
partido-único. Hay que reconocer que todavía hay mucho de
“desarrollismo” en la llamada izquierda progresista. El desarrollismo de
izquierda sigue atado al mito de la neutralidad ideológica de las
"fuerzas productivas".
En gobiernos
progresistas hay muchas ganas de “gobernar-sobre”, pero pocas de “hacer
efectivamente revoluciones democráticas y socialistas”. Se sueña con la
elevación constante del “empleo formal” (pero con atributos reales de
precarización, sean abiertos o velados), generalmente aumentado la
nomina y la clientela del Estado, impulsando a veces el crédito a
pequeñas y medianas empresas, y tratando de ampliar el poder adquisitivo
de los salarios directos o indirectos. Sin embargo, los gobiernos
progresistas mantienen toda la terminología heredada del neoliberalismo:
hablan de "sector informal", de "pobreza crítica", de "programas
sociales focalizados". Muestran una patética debilidad ideológica para
avanzar en la construcción de otro mundo posible.
Obviamente,
las medidas urgentes son aceptables en tiempos de desempleo crónico a
corto plazo, no están mal para superar los "ciclos cortos" de coyuntura.
Pero desde allí, no hay revolución productiva ni cambio estructural en
el sentido de una transición post-capitalista. La responsabilidad no es
exclusiva de los gobiernos progresistas. Bajemos un peldaño. ¿Qué ocurre
con los partidos, o alianzas políticas progresistas que no impulsan
revoluciones; es decir, cambios estructurales? ¿Que ocurre dentro de la
"contra-elite" política que supuestamente conduce luchas
anti-neoliberales y dibuja horizontes anti-capitalistas?
Los
Gobiernos desean partidos dóciles. Los partidos dóciles desean
militantes dóciles. Los partidos y militantes dóciles, desean
movimientos sociales y populares dóciles. Pero los movimientos sociales y
populares, se cansan de los gobiernos, de los partidos y de sus
militantes dóciles. Los mandan muchas veces, como decimos coloquialmente
"largo pal´carajo".
¿Es responsabilidad de
quiénes, que se presenten esas fisuras o abismos entre la izquierda
social y la izquierda política? ¿De los gobernantes o de los gobernados?
Los movimientos sociales, populares, barriales y de los pueblos
originarios, no es que abandonen la lucha por la construcción de
hegemonías alternativas, es que el muro de los partidos de gobierno y de
los gobiernos progresistas, se convierte injustamente en una condición
de imposibilidad para las hegemonías alternativas.
La
construcción de hegemonías alternativas implica bajarse del pedestal
del poder-sobre, de la “mata de coco” de la arrogancia, de la corruptela
del poder, de la sub-cultura del “cargo”, que se instala
lamentablemente en el espacio de las “nuevas elites” de los partidos
dóciles de izquierda y sus "gobiernos progresistas", e incluso como en
sus portavoces intelectuales, ahora "intelectuales palaciegos".
Tal
vez estos intelectuales palaciegos deban volver a leer “Miseria de la
filosofía” de Marx, cuando dice, refiriéndose a las corrientes teóricas
de economía:
“Luego sigue la escuela
humanitaria, que toma a pecho el lado malo de las relaciones de
producción actuales. Para tranquilidad de conciencia se esfuerza en
paliar todo lo posible los contrastes reales; deplora sinceramente las
penalidades del proletariado y la desenfrenada competencia entre los
burgueses; aconseja a los obreros que sean sobrios, trabajen bien y
tengan pocos hijos; recomienda a los burgueses que moderen su ardor en
la esfera de la producción. Toda la teoría de esta escuela se basa en
distinciones interminables entre la teoría y la práctica, entre los
principios y sus resultados, entre la idea y su aplicación, entre el
contenido y la forma, entre la esencia y la realidad, entre el derecho y
el hecho, entre el lado bueno y el malo. La escuela filantrópica es la
escuela humanitaria perfeccionada. Niega la necesidad del antagonismo;
quiere convertir a todos los hombres en burgueses; quiere realizar la
teoría en tanto que se distinga de la práctica y no contenga
antagonismo. Dicho se está que en la teoría es fácil hacer abstracción
de las contradicciones que se encuentran a cada paso en la realidad.
Esta teoría equivaldrá entonces a la realidad idealizada. Por
consiguiente, los filántropos quieren conservar las categorías que
expresan las relaciones burguesas, pero sin el antagonismo que
constituye la esencia de estas categorías y que es inseparable de ellas.
Los filántropos creen que combaten en serio la práctica burguesa, pero
son más burgueses que nadie. Así como los economistas son los
representantes científicos de la clase burguesa, los socialistas y los
comunistas son los teóricos de la clase proletaria. Mientras el
proletariado no está aún lo suficientemente desarrollado para
constituirse como clase; mientras, por consiguiente, la lucha misma del
proletariado contra la burguesía no reviste todavía carácter político, y
mientras las fuerzas productivas no se han desarrollado en el seno de
la propia burguesía hasta el grado de dejar entrever las condiciones
materiales necesarias para la emancipación del proletariado y para la
edificación de una sociedad nueva, estos teóricos son sólo utopistas
que, para mitigar las penurias de las clases oprimidas, improvisan
sistemas y andan entregados a la búsqueda de una ciencia regeneradora.
Pero a medida que la historia avanza, y con ella empieza a destacarse,
con trazos cada vez más claros, la lucha del proletariado, aquellos no
tienen ya necesidad de buscar la ciencia en sus cabezas: les basta con
darse cuenta de lo que se desarrolla ante sus ojos y convertirse en
portavoces de esa realidad. Mientras se limitan a buscar la ciencia y a
construir sistemas, mientras se encuentran en los umbrales de la lucha,
no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir su aspecto
revolucionario, destructor, que terminara por derrocar a la vieja
sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del
movimiento histórico, en el que participa ya con pleno conocimiento de
causa, deja de ser doctrinaria para convertirse en revolucionaria.”
Pasar
a una “ciencia revolucionaria” (M. Löwy). Esta es la tarea de los
portavoces intelectuales de los “gobiernos progresistas”, alejarse del
palacio y sintonizarse con la multitud constituyente. Derrocar la vieja
sociedad, el viejo Estado, la vieja economía política, sus viejas
instituciones, sus doctrinas.
Obviamente,
los movimientos sociales y populares contra-hegemónicos deben apoyar a
los gobiernos progresistas, pero participar sin bozales en los bloques
de fuerzas que apoyan aspectos, contenidos o medidas revolucionarias, no
solo manteniendo su autonomía sino criticando desde la raíz, los
aspectos de regulación social del antagonismo, sus timideces, sus
inconsecuencias, y hasta sus perfiles reaccionarios y autoritarios,
presentes en estos mismos gobiernos.
En
esto consiste la construcción de una nueva hegemonía política
democrática. Potenciar el espíritu crítico, contestatario, subversivo,
rebelde de los movimientos sociales y populares contra-hegemónicos.
Cuando los "gobiernos progresistas" acusan a los movimientos sociales y
populares de "subvertir el orden", confiesan que han entrado en su etapa
senil, muestran sus perfiles reaccionarios. Se muestran incapaces de
avanzar en las transformaciones de fondo que exigen las clases
trabajadoras y populares.
Postergar el
espinoso asunto de las bases materiales de la transición
post-capitalista es sencillamente una forma de escurrir el bulto, de
intentar continuar una mascarada, un espectáculo-comandado por
elaboradas estrategias de propaganda política. Nadie duda que se
pre-figura una larga y profunda lucha económica, política, jurídica,
ideológica y cultural, para volver a colocar el socialismo radical a la
orden del día. Pero hay que comenzar con tener cierta fortaleza en las
piernas, cierta consistencia entre el dicho y el hecho, para comenzar
“la larga marcha”. Partiendo del populismo o del keynesianismo de
izquierda no se llegará muy lejos. Incluso, ya se ha llegado al
“llegadero”.
No hay que dividir fuerzas para
reconocer que los llamados "gobiernos progresistas" tienen piernas
flojas. Ciertamente, hay que mantener a toda costa el "mal menor" frente
al "mal mayor", consolidar una amplia alianza de movimientos sociales y
políticos de izquierda, acumular fuerzas para impedir que caigan por
sus propias debilidades estos "gobiernos progresistas", pero
clarificando el horizonte revolucionario, a la vez que estableciendo los
programas mínimos comunes para avanzar, con piernas firmes, paso a
paso.
La izquierda social de Nuestra América,
ya no sólo es anti-neoliberal, sino que comienza a vislumbrar el
horizonte anticapitalista como cuestión civilizatoria. Son palabras y
desafíos mayores, donde su juega la posibilidad misma de la continuidad
de la especie humana sobre este planeta. De allí que no pueden perderse
los hilos que conectan las transformaciones de mediano plazo (pues ya el
largo plazo es la muerte asegurada para las generaciones venideras,
bajo las condiciones dominantes) con las transformaciones inmediatas.
Cuando
se analicen los resultados electorales por-venir (En Brasil, Argentina o
Venezuela), los "gobiernos progresistas" y sus "partidos en el
gobierno", estarán tentados a echarle la culpa a la “inmadurez de las
masas populares”, si los resultados les son adversos. Esto expresa que
les cuesta mirarse en el espejo, mirar la paja de su propio ojo. En
Venezuela se construyó una fórmula que nunca logró aplicarse a fondo:
revisión, rectificación y reimpulso. Las llamadas 3R siguen siendo, como
otras fórmulas innovadoras: letras muertas. La llamada "contraloría
social" sigue atada de manos frente al poder de las burocracias recién
instituidas. En algún momento, el pueblo organizado se sacudirá este
yugo.
La gran victoria de los primeros
años, fue construir formas de nacionalismo popular progresistas que
podrían podría evaporarse, si las dirigencias no advierten que el
burocratismo, la arrogancia, las corruptelas y su carencia de voluntad
radical transformadora, son la condición de posibilidad para el reflujo
revolucionario.
El nacionalismo popular
progresista, puede devenir en mascarada de nacionalismo burgués, sin
nada que ver con las luchas anti-capitalistas. Justamente, allí reside
el impasse del análisis concreto de la realidad concreta de nuestro
tiempo. El socialismo radical es incompatible con el mantenimiento de
fórmulas cada vez mas desgastadas, como el keynesianismo de izquierda o
el viejo guión populista.
Por tanto, el
imaginario social radical puede postular la significación histórica de
un retorno reflexivo y crítico a la democracia socialista de consejos
del poder popular, acto pertinente para salir de este impasse, así sea
como horizonte regulativo. Construir el "doble poder" junto y a pesar de
algunas fracciones conservadoras de los "gobiernos progresistas".
Un
retorno crítico (no religioso ni doctrinario) a Marx, puede despejar
algunos principios del horizonte de libertad y liberación, para impulsar
nuevas formas de pensamiento y acción contra-hegemónicas de signo
claramente socialistas.
Incluso, un
reconocimiento de las aristas libertarias del propio Marx, más allá de
la primera división de aguas entre “marxismo” y “anarquismo”, podría
revitalizar un horizonte utópico que es licuado en el seno de las
representaciones dominantes de la burocracia gubernamental:
"El
Estado es un órgano de dominación de clases, un órgano de opresión de
una clase por otra, es la creación del orden que legaliza y afianza esta
opresión, amortiguando la lucha de clases. El proletariado sólo
necesita el Estado temporalmente. Nosotros no discrepamos en modo alguno
con los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del Estado
como meta final. Lo que afirmamos es que para alcanzar esta meta es
necesario el empleo temporal de las armas, de los medios del Poder del
Estado para emplearlos contra los explotadores. Para destruir las clases
es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida."
Tanto
Marx como Engels fueron marcados por la posibilidad (de cuño
Saint-simoniano) de pasar de una noción del Estado como gobierno sobre
los hombres, a una posible “administración de las cosas”. Para ellos, el
tránsito post-capitalista pasaba, en términos generales pero admitiendo
algunas variaciones históricas, por un "pueblo trabajador en armas" y
por una "dictadura temporal de la clase oprimida". Comparando estos
enunciados, podemos analizar cuán lejos están las "nuevas elites
progresistas" de la “vieja teoría revolucionaria”. En las actuales
circunstancias, podríamos hablar de las implicaciones de semejante
posición para referirnos al bio-poder y a la bio-política. Sin embargo,
Marx expresó una vitalidad de la voluntad radical de la que carecen los
"eunucos progresistas", incluso si asumimos cualquier sublimación mínima
de las enunciados-consignas referidas, al "empleo temporal de las
armas" y de "dictadura revolucionaria".
Por
otra parte, la palabra “asociación” en Marx, aparece conjuntamente con
la posibilidad de imaginar un entramado de “productores libremente
asociados”. Así mismo, la crítica a la veneración supersticiosa del
Estado, es justamente la raíz del problema de alienación política. En el
fondo, En Marx y Engels hay analogías entre la alienación religiosa y
la alienación política: "En el Estado toma cuerpo ante nosotros el
primer poder ideológico sobre los seres humanos". A los estadolatras no
les gusta que se les recuerde esta frase:
“Siendo
el Estado una institución meramente transitoria, que se utiliza en la
lucha, en la revolución, para someter por la violencia a los
adversarios, es un absurdo hablar de Estado popular libre: mientras que
el proletariado necesite todavía del Estado no lo necesitará en interés
de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como
pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por
eso nosotros propondríamos remplazar en todas partes la palabra Estado
por la palabra “comunidad” (Gemeinwesen), una buena y antigua palabra
alemana equivalente a la palabra francesa Comuna.”(Carta de Engels a Bebel-1875)
El
poder popular y comunitario será uno de los eslabones claves para
desplazar el énfasis desde la tesis de la lucha por los gobiernos
progresistas, hacia las fuerzas sociales y políticas contra-hegemónicas.
Desde allí, se construirán las bases materiales, institucionales y
simbólicas de sociedades de transición al socialismo. Este giro radical
exige replantear sí los marcos jurídicos e institucionales existentes,
sólo permiten profundizar en un paradigma renovado de socialismo
democrático, o incluso interrogarse si se desea luchar por algo más
radical que esto, lo que implica analizar si el eslabón clave de un
término que no entusiasma (socialismo democrático), es justamente una
revolución permanente por la democracia socialista.
Marx y Engels, en el prólogo de la edición alemana de El Manifiesto, 24 de junio del 72, añadieron: "La
Comuna ha demostrado, sobre todo, que la clase obrera no puede
simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en
marcha para sus propios fines." También Marx y Engels escribieron en "El Manifiesto Comunista" en el contexto del siglo XIX europeo:
"Sustituir
la máquina del Estado, una vez destruida, por la organización del
proletariado como clase dominante, por la conquista de la democracia. El
proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la
burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la
producción (...) Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan
desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté centrada
en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político."
Sin
una democracia de la multitud popular, del pueblo trabajador como
composición de clase políticamente gobernante, para Marx y Engels, era
poco probable transición alguna al post-capitalismo. En este punto
quisiéramos aclarar que, en cuanto a la abolición de la organización de
la sociedad en su forma jurídico-política, de lo que se trata (para
Marx-Engels) es de superarla, ya que se intentaba establecer una forma
de democracia acorde con la hegemonía de las clases populares.
En este sentido, la primera alusión a este tema se encuentra en el Miseria de la Filosofía: “(…) La
clase trabajadora sustituirá, en el curso de su desarrollo, a la
antigua sociedad civil, una asociación que excluirá las clases y su
antagonismo, y no habrá más poder político propiamente dicho (…)”.
En el Manifiesto se encuentran los siguientes enunciados: “Si
el proletariado, en la lucha contra la burguesía, se constituye
necesariamente en clase, por medio de la revolución se transforma a sí
mismo en clase dominante y, como tal, destruye violentamente las viejas
relaciones de producción, suprime, junto con estas relaciones de
producción, también las condiciones de existencia del antagonismo de
clase y las clases en general, y por consiguiente también su propio
dominio de clase.”
A mediados del siglo
XIX, el “elan” revolucionario era la destrucción violenta, la supresión
de las condiciones de existencia del antagonismo de clase. Las
revoluciones pacíficas del siglo XXI parecen devoradas por la economía
del humanitarismo filantrópico, ya mencionado en Miseria de la
filosofía. Fue Kennedy el que colocó la guinda para comprender esa
suerte de pasaje entre revoluciones pacíficas (comprendidas
estrechamente como reformas tipo “alianza para el progreso”), y las
revoluciones violentas (la vieja consigna de la “contención del
comunismo”).
El asunto es más complejo. En la
medida en que no se abran las compuertas a las revoluciones democráticas
y socialistas, en medio de condiciones donde se hace patente el magma
de la exclusión social, las opresiones múltiples y la negación cultural,
se incubarán factores latentes de "violencia política". O se avanza en
la democracia social de participación ampliada de las clases populares, o
desde el mundo de vida de lo popular, se abrirán escenarios de lucha
armada.
De allí que seguimos planteando como
"horizonte regulativo", que se trata de superar esta forma de
organización jurídico-política llamada forma-Estado capitalista, que la
forma-Comuna puede ser una forma política expansiva e incluyente,
mientras todas las precedentes formas de gobierno han sido
unilateralmente represivas. Es decir, que las diferentes formas que
puedan construir el socialismo, buscarán ser más democráticas que las
actuales formas capitalistas de la organización de la sociedad. Allí se
juega la posibilidad misma de la democracia socialista.
Karl
Marx describió en su texto: “La Comuna de Paris”, los errores cometidos
por la clase proletaria en su tarea de gobernar a los franceses y
también cómo se debería haber actuado. Relató que tras conseguir el
Poder, el proletariado no tuvo que dejar intacta la maquinaria del
estado existente, sino que debió eliminar, sin pausas y a grandes pasos,
las estructuras e instituciones de la burguesía; es decir llevar a
cabo, desarrollar, el proceso político hasta su última instancia,
alcanzando la "extinción del Estado burgués".
Justamente,
es este horizonte de libertad y liberación, el que pretende enterrarse
por parte de los nuevos “socialismos estado-céntricos” y sus "gobiernos
progresistas". En vez de suponer la radical democratización del Estado,
como precondición de la abolición futura del Estado, plantean
tácitamente el fortalecimiento por la vía de la “concentración
jerárquica y vertical del poder” en manos del aparatos-partidos-Estado.
Un retorno a la falacia del populismo o del estalinismo en clave
tropical.
Por tanto, ni el Estado ni la Constitución existente son más que variables, no axiomas inmodificables. Decía Rosa Luxemburgo:
“Cada
Constitución legal es producto de una revolución. En la historia de las
clases, la revolución es un acto de creación política, mientras que la
legislación es la expresión política de la vida de una sociedad que ya
existe. La reforma no posee una fuerza propia, independiente de la
revolución. En cada periodo histórico la obra reformista se realiza
únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última
revolución, y prosigue mientras el impulso de la última revolución se
haga sentir. Más concretamente, la obra reformista de cada periodo
histórico se realiza únicamente en el marco de la forma social creada
por la revolución. He aquí el meollo del problema.”(Luxemburgo: Reforma o Revolución)
Sin
embargo, en desacuerdo parcial con la Rosa Roja, no todas las
Constituciones nacen de revoluciones. Sería necesario corregir la
afirmación: nacen de actos de poder, tanto de revoluciones, golpes de
timón como de contra-revoluciones. No existe una línea histórica
progresiva de revoluciones triunfantes. Hay marchas y contra-marchas,
hay flujos y reflujos, hay tendencias al Socialismo, pero hay
contra-tendencias hacia la Barbarie (También el Pinochet
paranoico-agresivo y su derecha histérica, hicieron su Constitución a la
medida).
II.- Momento del llamado “principio de realidad” (Freud) o de rendimiento (Marcuse):
Marcuse
diría que todo realismo encierra una claudicación de la Utopía. De allí
que en Mayo 68 se planteaba: "seamos realistas, pidamos lo imposible".
Sin embargo, exigir realismo es parte de una identificación con lo
existente; es decir, con los que se ha hecho dominante. La conexión
entre Reforma, Revolución y Constitución nos es útil para enfatizar en
la siguiente idea: en cada período histórico la obra reformista se
realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última
revolución, y prosigue mientras el impulso de la última revolución se
haga sentir. Con un suplemento, cuando la Constitución es obra de un
poder constituyente originario. El problema de la relación entre
Socialismo, Revolución y Constitución se concentra allí.
¿Cuáles
son los principios y disposiciones para la producción legislativa, que
utilizando el impulso constituyente, pueden delinear o edificar en
concreto las formas o modelos de socialismo democrático-radicales y
participativos para Venezuela?
Cuando se
habla, por ejemplo, de “pueblo legislador” se omite lo esencial: el
“pueblo constituyente”, el pueblo que hace efectivamente revoluciones,
no desde el parlamento burgués, sino desde la conjunción de fuerzas
extraparlamentarias y parlamentarias, ejerciendo de manera directa la
soberanía popular.
Soberanía popular que al
mismo tiempo se enfrenta al reconocimiento de la diversidad popular, a
la unidad y diversidad del pueblo-multitud. Democracia social y
participativa, ciertamente, pero a la vez democracia sin liquidar
diversidades. Sin concesiones con la derecha capitalista, ni al espíritu
jacobino de la unificación despótica. Algunos observan, con cierta
razón, que al constitucionalizarse la revolución se entró en un momento
reformista. Se entró de lleno en el "principio de la realidad
instituida", con un tácito repudio a la potencia constituyente.
Continuemos.
El apego apasionado a la
Constitución de 1999 en Venezuela, por ejemplo, conduce a varios
horizontes, con límites claramente precisables. En el mejor de los
casos: a construir instituciones para impulsar una mayor y mejor
democracia participativa, así como formas de economía mixta con un
fuerte sector de economía social, popular, alternativa y comunal. Es
prácticamente imposible imaginarse esa tarea sin poder popular, sin
protagonismo del pueblo trabajador y de las clases populares.
En
el peor de los casos: puede darse alguna variante de socialdemocracia
reformista con enclaves liberales; bajarle la mecha de intensidad a la
democracia participativa, hasta convertirla en una vieja democracia de
elites o cogollos. Esto lo puede hacer una coalición poli-clasista
dirigida por sectores medios con una práctica reformista, acorde con el
guion de "movilizar a los de abajo para tomar el poder, y conciliar a
los de arriba para mantenerse en el mismo". Ambas opciones están
presentes en la Constitución de 1999.
El apego
apasionado a la Constitución de 1999 no permite ni una vuelta de tuerca
hacia la derecha neoliberal, ni los saltos de garrocha del socialismo
leninista, propio de los manuales con marca “URSS”. Menos aún, es
posible la opción del “calco y copia” del Despotismo Burocrático con sus
eufemismos: “Estado obrero con deformaciones burocráticas”. Aquí Bruno
Rizzi tenía razón frente a Trotsky: Colectivismo Burocrático, algo no
imaginado por Marx ni Engels.
La Constitución
de 1999 no permite estos vuelos de la izquierda de tradición
bolchevique. Pero abre otras compuertas. Quien olvide u omita
deliberadamente el papel protagónico del espíritu constituyente, huele a
reforma sin horizonte de revolución. La construcción del socialismo de
la propiedad social, colectiva o comunitaria, de la democracia directa,
en el caso de Venezuela, se encuentra frente a dilemas cargados de
tensiones, confusiones y ambivalencias. Uno de sus dilemas es
desenmascarar dimensiones de autoengaño: no hay líneas de tendencia
dominantes que se muevan en la dirección de la democracia participativa
de signo socialista, sino hacia viejos formatos de populismos de
izquierda y/o socialismos de marca burocrática ya conocidos. Allí reside
parte de la decepción y desaliento de algunos sectores.
Se
ha instalado para algunos colectivos, una clásica situación de doble
vínculo, que solo se puede romper, con la intervención de una multitud
popular: movimientos sociales, populares, barriales y de los pueblos
originarios, que derrumben los muros del burocratismo, la ineficiencia,
la corruptela, el cogollo y la nomenclatura de privilegiados (de la
revolución, obviamente). Los chantajes morales, la manipulación culposa o
el uso político de miedos y vergüenzas, en estas circunstancias, están a
la orden del día. - Pero, se mueve -, diría Galileo.
El
gran drama existencial de los revolucionarios re-convertidos en altos
funcionarios, es justamente un asunto de mantenerse en el
poder-sobre-otros, amasando privilegios, y a la vez arengando para una
revolución que termina siendo re-interpretada desde abajo como
revolución truncada, traicionada o confiscada. Cuando se desenmascara el
espectáculo-comandado desde arriba, la evaluación de tal revolución,
interpela a quienes ocupan cargos de responsabilidad en la dirección
política. La nomenclatura de privilegiados comienza a dudar si no
será mejor, asumir el nuevo rol de clases económicamente ascendentes y
políticamente conservadoras. ¿Dijo usted revolución? Llamémosla ahora:
"revolución institucional" (PRI dixit). Se enfrentan a una clásica
"incongruencia de roles y status" y a nuevas "posiciones de sujeto".
Generalmente, terminan en las filas de la nueva clase dominante. ¿Como
evitarlo?
Sabemos que el modelo de revolución
leninista condujo desde temprano a la prefiguración del despotismo
burocrático, primero en el partido-aparato, luego un Estado con
deformaciones burocráticas, consolidó un régimen
político-económico-cultural despótico, por múltiples condiciones,
razones y decisiones que conviene dilucidar. Allí también surgió una
“nueva capa dominante”. Se institucionalizó el partido-único, junto a un
Estado muy poco democrático con exuberantes deformaciones burocráticas,
dominado por un cogollo-camarilla, condiciones propicias para no hacer
ningún modelo de socialismo basado en “todo el poder a los soviets”. De
"todo el poder a los soviets" se pasó a "todo el privilegio a la
nomenclatura".
Luego, eso de “Estado de todo
el pueblo” de la Constitución de 1936, era el “Estado de la camarilla
dócil del partido-único dominado por Stalin”: la famosa “nueva clase” y
su a la postre tentacular “nomenclatura privilegiada”. Sabemos hoy que
Trotsky se quedó corto en su crítica presente en “La Revolución
Traicionada”, texto ejemplar para comprender engaños y auto-engaños. De
nuevo, ¿cómo evitarlo?
Una solución ha sido
dibujada en el texto de Marx: La Comuna de Paris. Si parece muy radical,
habrá que inventar nuevas modalidades de control social y popular para
evitar la institucionalización de nuevos privilegios (¿ustedes recuerdan
aquella finta llamada "Ley de emolumentos?). Entre las 3R y la famosa
"Ley de emolumentos" se puede trazar una balada de "pasos en falso".
Mientras tanto, el espectáculo-comandado aparenta poder continuar ad
infinitum.
En cambio, una transición
democrática al socialismo en las actuales circunstancias, implica
inevitablemente un contenido democrático del socialismo que concrete el
control social y popular directo de muchas áreas que aparecían como
cotos vedados de la forma-Estado capitalista (Algo que Allende sabía muy
bien, y que fue aprovechado por una coalición de centro-derecha para
preparar las condiciones del Golpe junto al imperialismo
norteamericano).
Allí se abre otro dilema
político para tareas mucho más sofisticadas y selectivas de
neutralización política de los sectores golpistas, generalmente aliados a
las conexiones del pentágono, junto a la neutralización de la
desestabilización política, económica, jurídica y mediática de fachada
democrática, que también saben utilizar el arte de las “formas
combinadas de lucha”. Pero en el caso de los nuevos gobiernos
progresistas o de socialismo "color rosa", el asunto es más complejo:
quien conspira contra el propio gobierno, son sectores del propio
gobierno. Los grupos privilegiados del propio gobierno progresista
acumulan poder a la sombra de la arenga revolucionaria, y asumen
cualquier táctica para reforzar la tesis de que entre el dicho
revolucionario y el hecho revolucionario, tiene que haber mucho trecho.
Sin embargo, se hacen cada vez más patéticas las costuras de esta
táctica de confiscación o postergación de la revolución.
Una
de las tácticas preferidas de estos grupos privilegiados es instigar a
lo objetivamente imposible. Quemar a la revolución en su propia
radicalización. Empujan leyes incoherentes e inviables y "cocinan en su
propia salsa" a los ímpetus revolucionarios. De este modo, en vez de
madurar condiciones, pudren la acumulación de fuerzas. ¿Habrá entonces
que volver a plantear obviedades? ¿Que es útil o no para la acumulación
de fuerzas de las actores-sujetos populares? Por allí va la elemental
sensatez: en cada medida, en cada acto, en cada decisión, en cada
declaración, evaluar si se acumula efectivamente fuerza en la red del
actor-sujeto que llamamos multitud popular.
Para
avanzar es preciso afinar y afirmar que los modelos de socialismo
congruentes con las Constitución de 1999, son variaciones más moderadas o
más radicalizadas del socialismo democrático, basado en una democracia
participativa de alta intensidad. En vez de soñar con una repetición de
la toma del palacio de invierno, el asunto es cómo mantener el espíritu
constituyente vivo, avanzando en la acumulación de fuerzas alrededor de
la democracia participativa de signo socialista.
¿Se
trata de socialismo democrático, de democracia socialista? Muy bien,
vamos a construir la red del actor-sujeto popular que encarne este
proyecto de la multitud. En primer lugar, ¿donde se ha construido la
mediación social-organizativa del pueblo trabajador? No se trata sólo de
un "partido-plataforma de los trabajadores", de la lucha política del
pueblo trabajador, que no puede sustituirse por ningún "partido
poli-clasista de masas controlado por sectores medios más ó menos
radicalizados". No confundamos un movimiento anticapitalista de multitudes con una organización tipo APRA.
Se trata además de la unidad social-organizativa que lucha por los
intereses económico-sociales del pueblo trabajador antagónico al
metabolismo social del Capital. ¿Habla usted de una central unitaria
revolucionaria como brazo industrial del mundo del trabajo? ¿Donde está?
¿Cuales sus actores, movimientos, corrientes?
En
segundo lugar, ¿Donde está la coordinadora autónoma de movimientos
sociales y populares, para acumular fuerzas sociales bajo el paraguas de
un proyecto socialista en construcción? ¿Donde está? ¿Donde está una
coordinadora de colectivos barriales, que aglutine las expresiones
organizativas, que haga efectiva una plataforma de movimientos sociales y
populares como frente único revolucionario? Y en ellas, que papel
juegan los trabajadores intelectuales y de la cultura, los científicos y
artistas, los técnicos y los promotores de los saberes populares.
¿Donde está la animación de revolución cultural más allá de cuatro
paredes y del poder del escritorio; en sentido literal de la Burocracia
que administra “políticas culturales”? ¿Donde están las expresiones
autónomas de los pueblos originarios, donde están los colectivos
afro-venezolanos, los colectivos estudiantiles, los movimientos
campesinos, de mujeres, de diversidades sexuales?
La
red del actor-sujeto que llamamos multitud popular para la democracia
socialista no es una correa de transmisión política (en el mejor de los
casos, como “frente de masas”), ni una correa de transmisión electoral
(en el peor, ganado electoral activado para un ritual competitivo entre
elites) por parte de un aparato-partido.
Es
la multitud constituyente, el pueblo trabajador con sus expresiones
organizativas autónomas, el acumulador de poder que encarna la
posibilidad efectiva del socialismo democrático, entendiéndolo como
ejercicio de la democracia de consejos del poder popular. Con centros de
dirección política y social, con articulaciones necesarias para
consolidar de modo estable una dirección colectiva de la revolución. De
abajo hacia arriba. Sin tanto paracaidismo impositivo de la disciplina
de cogollo.
Si se pierde esta posibilidad
histórica, será por actos de poder de la derecha capitalista, o por la
degeneración populista en una partidocracia clientelar de corte
personalista. La Constitución de 1999 no permite ni nostalgias
leninistas ni guevaristas, en función de edificar instituciones bajo sus
parámetros ideológicos. Tampoco nada de Stalinismo ni de Maoismo. El
socialismo democrático es su contenido y límite, guste o no guste.
Cualquier otra opción pasa por activar el poder constituyente
originario.
El impulso constituyente de 1999
no da sino para formas de socialdemocracia revolucionaria maximalista
(socialista y democrática de verdad-verdad) o reformista-minimalista (el
populismo de izquierda o el reformismo socialdemócrata). Basta leer la
Constitución para reconocer hasta donde es posible estirar los términos.
Si se desea otra cosa distinta al marco de las disposiciones
fundamentales, habrá que re-posicionar la dialéctica
constituyente-constituido. Pues cualquier lectura atenta del “Estado
social y democrático de derecho y de justicia”, sabe lo que significan
los límites políticos de esta forma-Estado. Obviamente desde allí, no es
posible establecer ninguna mediación concreta para la fórmula marxiana
de la "abolición del Estado". Desde allí, podremos hacer
deconstrucciones, hermenéuticas, crítica de las ideologías, pero como ha
planteado Eco, hay “límites en la interpretación”, donde se juegan
agenciamientos sedimentados en tradiciones, y actos de poder, que pueden
terminar en decodificaciones aberrantes. Ni la estrategia
deconstructiva permite que la democracia social se confunda con el
“Estado de todo el pueblo” a lo Stalin.
Por
tanto, si se tratase de una revolución democrática y socialista, el
asunto iría no por el sendero de un “pueblo legislador”, como consigna
hueca de multitud popular, sino que iría a favor del viento de la
Constituyente que se asoma. Pueblo-multitud constituyente de la
democracia de consejos, comunas, propiedad colectiva, de efervescencia
revolucionaria, de asambleas populares permanentes, de democracia
directa, autogestión, radios prensas y medios alternativos-comunitarios,
de contra-cultura, de movilización festiva para construir “otro mundo
posible”, de revolución del cuerpo y la palabra, de tantos
acontecimientos de enunciación y apasionamiento, que serian parte de un
tiempo transformacional.
Pero nada de
eso. Aterricemos. El espectáculo-comandado tiene dos grandes operadores:
la derecha de siempre, y un movimiento nacional-popular progresista que
se ha burocratizado en su cima, en “nuevo cogollo”, en “nueva clase”,
en “nomenclatura” en sólo 10 años. Una "nueva clase boli-burguesa" que
en medio de contradicciones con el movimiento popular, pretende
controlar el nudo de las controversias en el seno de un partido calcado
del “modelo leninista” (centralismo democrático que teje siempre el
centro político burocrático) pero sin una clara dirección colectiva
revolucionaria. Un cogollo de privilegios, de poder e influencia enorme.
De allí muchas decepciones y malestares, que se manifiestan en
cualquier registro de opiniones sobre el “partido de la revolución”. Se
abandonó la potencia del movimiento-plataforma, y se recrean los
encuadramientos sin mínimas auto-reflexiones críticas.
En
este contexto, nos quieren convidar a votar. Honestamente, no
entusiasman de alegría contagiosa, ni con el miedo a la amenaza real de
la derecha histérica (que avanzará básicamente por los errores del
“cogollo chavista”), ni con la esperanza vacía de casi todo (pues el
cogollo no ofrece sino su descomposición grotesca, bloqueando mucho
asociar los contenidos de la praxis socialista con algunas de las
destacadas figuras de la dirección nacional, estadal y local del
"proceso").
¿Hacia donde ira la transición
al socialismo? Esto sólo lo decidirá el pueblo-multitud. El espectáculo
centrado exclusivamente en el "mande-comandante" o en el partido vacio
de democracia socialista y lleno de "disciplina de cogollo", en términos
generales, ha terminado.
Cualquier otra
cosa que una nueva constituyente creando sus condiciones de ventaja
política para una revolución socialista, por ahora, sería una
rectificación indispensable para aclarar los términos del “Socialismo
Democrático” (Ahora Chávez habla de “socialismo democrático”, y la
autodenominada “izquierda revolucionaria auténtica” en el seno del
“chavismo”, los llamados “leninistas de partido-único”, no lo acusan de
“reformista”. Para ellos sería sólo una inteligente “maniobra de
distracción” del “Comandante-Presidente”). Cada grupúsculo tiene derecho
a construir sus propios fantasmas colectivos.
Sin
embargo, aparecen síntomas del reflujo revolucionario. Las palabras no
son neutras. No se puede abusar de la confusión ideológica, combinada
con la ineficiencia en la resolución de demandas sentidas del mundo
popular, con una devaluación mucho peor que de la dimensión cambiaria,
llamada devaluación de la pasión revolucionaria. Nadie ama por simple
obligación o disposición administrativa. Esto termina significando
aquella tesis que transfigura la pasión revolucionaria en “conciencia
administrada del deber social”. Una ética, una estética, una afectividad
para la liberación no se reduce a un simple dispositivo de moralina,
calcada de los axiomas de los “pastores de rebaños”.
¿Cómo
se junta el “socialismo democrático” enunciado por Chávez, por ejemplo,
con el “guevarismo” de unos, con el estalinismo de otros, con el
“populismo rampante”, con la decadencia de las corruptelas? Tal vez,
“Antonio Aponte”, o directamente Valderrama, podría darnos la respuesta.
En
algo estamos de acuerdo con nuestros ideólogos del “socialismo
auténtico”. En el peor de los escenarios, la indefinición socialista
podría entrampar interminablemente con elasticidades semánticas, con
aberraciones interpretativas, generando más confusión ideológica en el
terreno legislativo, apelando a recursos desgastados, a excesos de
hermenéutica constitucional, o al patético tráfico de influencias y
sentencias, que reforzará el devenir del proceso a la dependencia a
judicializar la política, táctica que tenderá a agotarse por entropía de
la semiótica jurídica (se les verá cada vez más el “mogote” a los
“signos discordantes”), confundiendo “reforma” con “revolución”, y a
ambas con “decadencia”.
También decía Luxemburgo: “Va
en contra del proceso histórico presentar la obra reformista, como una
revolución prolongada a largo plazo y la revolución como una serie
condensada de reformas. La transformación social y la reforma
legislativa no difieren por su duración sino por su contenido. El
secreto del cambio histórico mediante la utilización del poder político
reside precisamente en la transformación de la simple modificación
cuantitativa en una nueva cualidad o, más concretamente, en el pasaje de
un periodo histórico de una forma dada de sociedad a otra.”
Nuestro
punto de vista es, no una afirmación de un proyecto deseado, sino un
análisis de la posibilidad histórica objetiva: desde la Constitución de
1999 es posible construir por “variedad en los límites”, no cualquier
modalidad de socialismo, sino aquellas basadas en la democracia social y
participativa de profundo protagonismo popular; en fin, estilos de
socialismos democráticos y participativos, de economía mixta con un
fuerte sector de economía social, popular, alternativa y comunal, que
tendrá relaciones con el sector público, con el sector privado, y con
las intrusiones de la tendencias contradictorias de la economía mundial.
Obviamente,
esto puede desilusionar a algunas inercias ideológicas:
bolche-trotskistas, guevaristas a lo “MIR-histórico”, estalinistas o
maoístas de cualquier ralea o pelaje. Pero la desilusión nace si la
Constitución es un límite infranqueable, si lo jurídico se impone a lo
político.
La otra vía son los poderes
creadores del pueblo-multitud-constituyente; e incluso, otras opciones
(para mí descartables), como re-activar el “leninismo insurreccional”,
la “guerra popular prolongada” o la “mitología guerrillera”. Si este
ultimo fuese el caso, se pasaría de facto de una “revolución
democrática, electoral y pacífica”, a una revolución socialista en los
términos más clásicos.
Hay que señalarlo sin pudores: las
formulaciones contenidas en aquel impulso revolucionario (1999) no dan
más allá que para formas de socialismo democrático renovados por la
democracia participativa, radical y plural, una economía mixta que
reconoce la coexistencia de la propiedad privada (art.115) con la
propiedad colectiva (art. 308), pero que no confunde la economía social,
popular, alternativa y comunal con una variante del estatismo
autoritario. Una economía mixta de signo socialista que tendrá una
compleja y tensa relación de antagonismo con los monopolios públicos,
privados y transnacionales. En este marco jurídico-político, también la
oposición capitalista, tratará de diluir los potenciales
transformadores, optando por desempolvar el imaginario del capitalismo
democrático de bienestar.
En este contexto, la
tensión explosiva está presente en cada paso que se da, en cada
declaración contradictoria, en cada medida ejecutiva, en cada iniciativa
legislativa, en cada decisión jurisdiccional. Si se quiere agarrar el
toro por la raíz, el asunto esta en clarificar sin medias tintas la
relación entre Democracia y Socialismo en Venezuela. A los camaradas que
descalifican esta posición llamándola reformista, no queda más que
decirles: “no es posible meter el enorme genio del Che, de Lenin o
Trotsky en los límites de ésta Constitución de 1999”.
El
resto son puros actos de poder o constituyentes de facto. Pues son las
propias contradicciones de la edificación del socialismo bolivariano las
que están generando “problemas auto-inducidos”. Por ejemplo, ¿cómo se
asimila eso de Socialismo “democratizando la propiedad privada”, pero a
la vez se dice que se construye un partido “anticapitalista y marxista”?
¿Por que no avanzan las reformas de código de comercio, las leyes de
propiedad social, de comunas, de economía social, popular, comunal o
alternativa? Con alguna roca dura nos habremos topado. Por más recurso
al argumento de las etapas. ¡Vaya usted a saber como se asimila el
populismo con el guevarismo, un toque de keynesianismo, y cuando haga
falta, una que otra devaluación de signo neoliberal, en nombre de
Carlitos Marx!
A Carlos Andrés Pérez se le
endosa la frase: “Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”. Ya
salimos del beso mortal del FMI. Triste y patético sería estar frente a
un gran extravío de la revolución bolivariana, que culmine en un
oxímoron todavía más patético: “lo uno y lo otro y todo lo contrario”.
Sería el Beso mortal del estatismo autoritario. Seamos optimistas. Aquí
en Venezuela sucede lo imposible: las cucarachas vuelan tan rápido como
un colibrí. El debate sigue, pues, abierto.