El dilema hamletiano de septiembre

En general resulta evidente la conexión entre el clima de violencia que se está imponiendo a la sociedad venezolana y los fines políticos inmediatos de quienes, hace muchos años viven de ella. No obstante, creo que esta filosofía de la violencia trasciende el momento político y posee unas causas más profundas e integrales. Resulta perturbador que estos objetivos demoledores no respeten siquiera el universo de la cotidianidad más simple.

Estamos persuadidos de que esta cosmovisión responde a las necesidades propias de un sistema económico, político y social que se nutre de la violencia. Estamos arribando a un punto culminante en la construcción consciente del principio de autodestrucció n. Es la estructura del sistema la que propicia y necesita de este escenario general. Es la competitividad sin límites la que requiere de este clima erigido en principio.

La competitividad fortalece preponderantemente el labrantío de la economía capitalista de mercado. Se presenta como el motor secreto de todo el sistema de producción y consumo. Quien es más capaz (fuerte) en la competencia, en cuanto a los precios, las facilidades de pago, la variedad y la calidad, es el triunfador. El que depreda más y lo hace mejor es el triunfador. En la competitividad opera implacable el darwinismo social: selecciona a los más fuertes. Estos “merecen” sobrevivir, pues dinamizan la economía. Los más débiles son peso muerto, por eso son, incorporados o eliminados. Esa es la lógica feroz y terrible del sistema capitalista neoliberal que está en juego en el momento histórico de nuestra Venezuela y el mundo.

La competitividad invadió prácticamente todos los espacios sociales: los lugares de trabajo, las universidades, las escuelas, los deportes, las iglesias y las familias. Para ser eficaz, la competitividad tiene que ser agresiva. El que más produzca, el que más consuma, el que más cabezas pise, el más vivo, ese es el Jefe. No es de extrañarse que todo pase a ser oportunidad de ganancia y se transforme en mercancía, desde los electrodomésticos hasta la religión, desde las cremas adelgazantes hasta la cultura. Los espacios personales y sociales, que tienen valor pero que no tienen precio, como la gratitud, la cooperación, la amistad, el amor, la compasión y la devoción, son arrinconados como una especie exótica en vías de extinción. Sin embargo, estos son los lugares donde respiramos humanamente, arrinconados o no esos son los espacios humanos lejos del juego de los intereses. Su debilitamiento nos hace anémicos y nos deshumaniza.

En la medida en que prevalece sobre otros valores, la competitividad provoca cada vez más tensiones, conflictos y violencias. Nadie acepta perder ni ser devorado por otro. Lucha defendiéndose y atacando. Ocurre que luego del derrocamiento del socialismo real, con la homogeneizació n del espacio económico de cuño capitalista, acompañada por la cultura política neoliberal, privatista e individualista, los dinamismos de la competencia fueron llevados el extremo. En consecuencia, los conflictos recrudecieron y la voluntad de hacer la guerra no fue refrenada sino estimulada hasta el paroxismo. La potencia hegemónica, EE.UU., es campeón en la competitividad; emplea todos los medios, incluyendo las armas, para triunfar y enseñorearse sobre los demás.

¿Cómo romper esta lógica férrea? Rescatando y dando centralidad a aquello que otrora nos hizo dar el salto de la animalidad a la humanidad. Lo que nos hizo dejar atrás la animalidad fue el principio de cooperación y del cuidado mutuo, fue el entreayudarnos como seres sociales. Nuestros aborígenes indo americanos salían –y aún salen- en busca de alimento en grupo y para todos. En lugar de que cada cual coma sólo, traen lo conseguido al grupo y reparten solidariamente entre sí. De ahí nació la cooperación, la sociabilidad y el lenguaje. Por este gesto inauguramos la especie humana. Ante los más débiles, en lugar de entregarlos a la selección natural, inventamos el cuidado y la compasión para mantenerlos vivos entre nosotros.
Hoy como ayer, son los valores ligados a la cooperación, al cuidado y a la compasión los que limitan la voracidad de la competencia, desarman los mecanismos del odio y dan rostro humano y civilizado a la fase superior de la humanidad. Importa comenzar ya, ahora, para que no sea demasiado tarde. Podría ocurrirnos lo que le aconteció al personaje que perdió el cielo porque dejó cerrar la puerta abierta sólo para él, o como le ocurre al periodista, humorista y escritor venezolano, Roberto Malaver, quién admite no ser multimillonario –en dólares- porque “tiene el vicio de no jugar”. Este envite no lo podemos dejar pasar sin consecuencias gravísimas. Los venezolanos están hoy frente a este dilema hamletiano: ser o no ser. Elegir la opción que nos conduzca hacia una sociedad basada en los principios de la cooperación, la solidaridad y el respeto, contenida en la Constitución Bolivariana de 1999 y el Socialismo, o tomar el atajo oscuro y perverso de la competencia a cuchillo. A eso queda limitado el campo de batalla. Una Asamblea Nacional por la vida o una por la muerte. Un parlamento popular por la solidaridad o uno por el odio y el desprecio social. Una Asamblea por el humanismo o una por la competencia salvaje. La decisión está en nuestras manos. Yo se muy bien cual es mi elección, entre otras cosas porque mi madre parió un hombre y NO un consumidor. En septiembre, por encima de todos los desencantos, la elección es simple. ¡Patria Socialista… o muerte!

martinguedez@gmail.com


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Martín Guédez


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