Entrevistando imaginariamente a Marx sobre lo tratado en: El capítulo XVII de “El Capital”

¿De qué manera el valor y el precio de la fuerza de trabajo se presentan en su forma transmutada como salario?

En la superficie de la sociedad burguesa, el salario del obrero se pone de manifiesto como precio del trabajo, como determinada cantidad de dinero que se paga por determinada cantidad de trabajo. Se habla aquí del valor del trabajo, y a la expresión dineraria de ese valor se la denomina precio necesario o natural del trabajo. Se habla, por otra parte, de los precios de mercado del trabajo, esto es, de precios que oscilan por encima o por debajo de su precio necesario.

El valor de una mercancía es la forma objetiva del trabajo social gastado en la producción de la misma. ¿Y cómo medimos la magnitud de su valor? Por la magnitud del trabajo que contiene. ¿Cómo se determinaría, pues, el valor de una jornada laboral de 12 horas? Por las 12 horas de trabajo contenidas en una jornada laboral de 12 horas, lo que es una huera tautología.

Para que se lo pudiera vender en el mercado como mercancía, el trabajo, en todo caso, tendría que existir antes de ser vendido. Pero si el trabajador pudiera darle al trabajo una existencia autónoma, lo que vendería sería una mercancía, y no trabajo.

Prescindiendo de estas contradicciones, un intercambio directo de dinero esto es, de trabajo objetivado por trabajo vivo, o anularía la ley del valor que precisamente se desarrolla libremente, por primera vez, sobre el fundamento de la producción capitalista o anularía la producción capitalista misma, que se funda precisamente en el trabajo asalariado. Supongamos, por ejemplo, que la jornada laboral de 12 horas se representa en un valor dinerario de 6 chelines. O bien se intercambian equivalentes, y entonces el obrero percibe 6 chelines por el trabajo de 12 horas. El precio de su trabajo sería igual al de su producto. En este caso no produciría plusvalor alguno para el comprador de su trabajo, los 6 chelines no se convertirían en capital, el fundamento de la producción capitalista se desvanecería; pero es precisamente sobre ese fundamento que el obrero vende su trabajo y que éste es trabajo asalariado. O bien percibe por las 12 horas de trabajo menos de 6 chelines, esto es, menos de 12 horas de trabajo. 12 horas de trabajo se intercambian por 10 horas de trabajo, por 6, etc. Esta equiparación de magnitudes desiguales no sólo suprime la determinación del valor: una contradicción semejante, que se destruye a sí misma, en modo alguno puede ser ni siquiera enunciada o formulada como ley.

De nada sirve deducir ese intercambio, el intercambio entre más trabajo y menos trabajo, de la diferencia formal consistente en que en un caso se trata de trabajo objetivado y en el otro de trabajo vivo. Esto es tanto más absurdo por cuanto el valor de una mercancía no se determina por la cantidad de trabajo efectivamente objetivado en ella, sino por la cantidad de trabajo vivo necesario para su producción. Supongamos que una mercancía representa 6 horas de trabajo. Si se efectúan invenciones gracias a las cuales se la puede producir en 3 horas, también el valor de la mercancía ya producida se reduce a la mitad. Ahora representa 3 horas, en vez de las 6 anteriores, de trabajo social necesario. Su magnitud de valor se determina, pues, por la cantidad de trabajo requerida para su producción, y no por la forma objetiva de ese trabajo.

En el mercado, lo que se contrapone directamente al poseedor de dinero no es en realidad el trabajo, sino el obrero. Lo que vende este último es su fuerza de trabajo. No bien comienza efectivamente su trabajo, éste ha cesado ya de pertenecer al obrero, quien por tanto, ya no puede venderlo. El trabajo es la sustancia y la medida inmanente de los valores, pero él mismo no tiene valor alguno.

En la expresión "valor del trabajo", el concepto de valor no sólo se ha borrado por completo, sino que se ha transformado en su contrario. Es una expresión imaginaria, como, por ejemplo, valor de la tierra. Estas expresiones imaginarias, no obstante, surgen de las relaciones mismas de producción. Son categorías para las formas en que se manifiestan relaciones esenciales. El hecho de que en su manifestación las cosas a menudo se presentan invertidas, es bastante conocido en todas las ciencias, salvo en la economía política.

La economía política clásica tomó prestada de la vida cotidiana la categoría "precio de trabajo", sin someterla a crítica, para luego preguntarse: ¿cómo se determina ese precio? Pronto reconoció que el cambio verificado en la relación entre la oferta y la demanda, en lo que respecta al precio del trabajo como en lo que se refiere a cualquier otra mercancía no explicaba nada excepto el cambio de ese precio, esto es, las oscilaciones de los precios del mercado por encima o por debajo de cierta magnitud. Si la oferta y la demanda coinciden, bajo condiciones en lo demás iguales, la oscilación del precio cesa. Pero entonces la oferta y la demanda cesan también de explicar cosa alguna. Cuando la oferta y la demanda coinciden, el precio del trabajo es su precio determinado independientemente de la relación entre la oferta y la demanda, es decir, su precio natural, éste, así, apareció como el objeto que realmente había que analizar. O se tomaba un período más extenso de oscilaciones experimentadas por el precio del mercado, digamos un año, y se llegaba a la conclusión de que las alzas y bajas se nivelaban en una magnitud media, promedio, en una magnitud constante. Esta, naturalmente, tenía que determinarse de otra manera que por sus propias oscilaciones, que se compensan entre sí. Este precio que predomina sobre los precios accidentales alcanzados por el trabajo en el mercado y que los regula, el "precio necesario" (fisiócratas) o "precio natural" del trabajo (Adam Smith), sólo podía ser, como en el caso de las demás mercancías, su valor expresado en dinero. La economía política creyó poder penetrar, a través de los precios accidentales del trabajo, en su valor. Como en el caso de las demás mercancías, ese valor se siguió determinando por los costos de producción. ¿Pero cuáles son los costos de producción... del obrero, esto es, los costos que insume la producción o reproducción del obrero mismo? Inconscientemente, la economía política sustituyó por ésta la cuestión originaria, pues en lo que respecta a los costos de producción del trabajo en cuanto tales se movía en un círculo vicioso sin adelantar un solo paso. Lo que la economía política denomina valor del trabajo, pues, en realidad es el valor de la fuerza de trabajo que existe en la personalidad del obrero y que es tan diferente de su función, del trabajo, como una máquina lo es de sus operaciones. Ocupados con la diferencia entre los precios del trabajo en el mercado y lo que se llamaba su valor, con la relación entre ese valor y la tasa de ganancia, y entre ese valor y los valores mercantiles producidos por intermedio del trabajo, nunca descubrieron que el curso del análisis no sólo había llevado de los precios del trabajo en el mercado a su valor, sino que había llevado a resolver este valor del trabajo mismo en el valor de la fuerza de trabajo. La falta de conciencia acerca de este resultado obtenido por su propio análisis; la aceptación, sin crítica, de las categorías "valor del trabajo", "precio natural del trabajo", etc., como expresiones adecuadas y últimas de la relación de valor considerada, sumió a la economía política clásica, como se verá más adelante, en complicaciones y contradicciones insolubles y brindó a la economía vulgar una base segura de operaciones para su superficialidad, que sólo venera a las apariencias.

Veamos ahora, por de pronto, cómo el valor y el precio de la fuerza de trabajo se presentan en su forma transmutada como salario.

Como ya sabemos, el valor diario de la fuerza de trabajo se calcula sobre la base de cierta duración de la vida del obrero, la cual corresponde a cierta duración de la jornada laboral. Supongamos que la jornada laboral habitual sea de 12 horas y el valor diario de la fuerza de trabajo ascienda a 3 chelines, expresión dineraria de un valor en el que se representan 6 horas de trabajo. Si el obrero percibe 3 chelines, percibe el valor de su fuerza de trabajo mantenida en funcionamiento durante 12 horas. Ahora bien, si ese valor diario de la fuerza de trabajo se expresara como valor del trabajo efectuado durante un día, obtendríamos el resultado siguiente: el trabajo de 12 horas tiene un valor de 3 chelines. El valor de la fuerza de trabajo determina así el valor del trabajo o, expresándolo en dinero, el precio necesario del trabajo. Si el precio de la fuerza de trabajo, por el contrario, difiere de su valor, el precio del trabajo diferirá asimismo de lo que se llama su valor.

Como el valor del trabajo no es más que una expresión irracional para designar el valor de la fuerza de trabajo, de suyo se obtiene el resultado de que el valor del trabajo siempre tiene que ser necesariamente menor que el producto del valor, puesto que el capitalista siempre hace funcionar a la fuerza de trabajo durante más tiempo que el necesario para que se reproduzca el valor de la misma. En el ejemplo aducido más arriba, el valor de la fuerza de trabajo mantenida en funcionamiento durante 12 horas era de 3 chelines, un valor para cuya reproducción aquélla requiere 6 horas. Su producto de valor, en cambio, es de 6 chelines, porque en realidad funciona durante 12 horas, y su producto de valor no depende del valor mismo de la fuerza de trabajo, sino de la duración de su funcionamiento. Llegamos así al resultado, a primera vista absurdo, de que un trabajo que crea un valor de 6 chelines, vale 3 chelines.

Vemos además lo siguiente: el valor de 3 chelines en que se representa la cuota paga de la jornada laboral, esto es, el trabajo de 6 horas, aparece como valor o precio de la jornada laboral total de 12 horas, que contiene 6 horas impagas. La forma del salario, pues, borra toda huella de la división de la jornada laboral entre trabajo necesario y plustrabajo, entre trabajo pago e impago. Todo trabajo aparece como trabajo pago. En la prestación personal servil el trabajo del siervo para sí mismo y su trabajo forzado para el señor se distinguen, de manera palmariamente sensible, tanto en el espacio como en el tiempo. En el trabajo esclavo, incluso la parte de la jornada laboral en la cual el esclavo no hace más que suplir el valor de sus propios medios de subsistencia, en la cual, pues, en realidad trabaja para sí mismo, aparece como trabajo para su amo. Todo su trabajo toma la apariencia de trabajo impago. En el caso del trabajo asalariado, por el contrario, incluso el plustrabajo o trabajo impago aparece como pago. Allí la relación de propiedad vela el trabajar para sí mismo del esclavo, aquí, la relación dineraria encubre el trabajar gratuito del asalariado.

Se comprende, por consiguiente, la importancia decisiva de la transformación del valor y precio de la fuerza de trabajo en la forma del salario, o sea en el valor y precio del trabajo mismo. Sobre esta forma de manifestación, que vuelve invisible la relación efectiva y precisamente muestra lo opuesto de dicha relación, se fundan todas las nociones jurídicas tanto del obrero como del capitalista, todas las mistificaciones del modo capitalista de producción, todas sus ilusiones de libertad, todas las pamplinas apologéticas de la economía vulgar.

Si bien la historia universal ha necesitado mucho tiempo para penetrar el misterio del salario, nada es más fácil de comprender, en cambio, que la necesidad, las razones de ser. de esa forma de manifestación.

En un principio, el intercambio entre el capital y el trabajo se somete a la observación exactamente de la misma manera que en el caso de la compra y venta de todas las demás mercancías. El comprador entrega cierta suma de dinero, el vendedor un artículo diferente del dinero. La conciencia jurídica reconoce aquí, cuando más, una diferencia material que se expresa en las fórmulas jurídicamente equivalentes: doy para que des, doy para que hagas, hago para que des y hago para que hagas.

Además, como el valor de cambio y el valor de uso son, en sí y para sí, magnitudes inconmensurables, las expresiones "valor del trabajo", "precio del trabajo", no parecen ser más irracionales que las expresiones "valor del algodón", "precio del algodón". Añádase a ello que al obrero se le paga después que ha suministrado su trabajo. En su función de medio de pago, pero a posteriori, el dinero realiza el valor o precio del artículo suministrado, o sea, en el presente caso, el valor o precio del trabajo suministrado. Por último, el "valor de uso" que el obrero suministra al capitalista no es en realidad su fuerza de trabajo, sino su función, un trabajo útil determinado: trabajo de sastre, de zapatero, de hilandero, etc. Que ese mismo trabajo, desde otro ángulo, sea el elemento general creador de valor, una propiedad que lo distingue de todas las demás mercancías, es un hecho que queda fuera del campo abarcado por la conciencia ordinaria.

Si nos situamos en el punto de vista del obrero que a cambio de 12 horas de trabajo percibe, por ejemplo, el producto de valor de 6 horas de trabajo, digamos 3 chelines, veremos que para él, de hecho, su trabajo de 12 horas es el medio que le permite comprar los 3 chelines. El valor de su fuerza de trabajo puede variar, con el valor de sus medios habituales de subsistencia, de 3 a 4 chelines, o de 3 a 2 chelines; o, si el valor de su fuerza de trabajo se mantiene igual, su precio, a consecuencia de una relación variable de la oferta y la demanda, puede aumentar a 4 chelines o disminuir a 2 chelines, pero el obrero proporciona siempre 12 horas de trabajo. De ahí que todo cambio en la magnitud del equivalente que recibe, se le aparezca necesariamente como cambio en el valor o precio de sus 12 horas de trabajo. A la inversa, esta circunstancia indujo a Adam Smith quien operaba con la jornada laboral como con una magnitud constante a sostener que el valor del trabajo era constante, por más que variara el valor de los medios de subsistencia y que, por consiguiente, la misma jornada laboral se representara para el obrero en una cantidad mayor o menor de dinero.

Si, por otra parte, observamos el caso del capitalista, vemos que éste quiere obtener precisamente la mayor cantidad posible de trabajo por la menor cantidad posible de dinero. Por eso, desde el punto de vista práctico, a él sólo le interesa la diferencia entre el precio de la fuerza del trabajo y el valor que crea el funcionamiento de la misma. Pero procura comprar todas las mercancías al precio más bajo posible y por eso, en todos los casos, cree encontrar la razón de su ganancia en la simple trapacería de comprar por debajo del valor y vender por encima de éste. De ahí que no caiga en la cuenta de que si existiera realmente una cosa tal como el valor del trabajo y él pagara efectivamente ese valor, no existiría ningún capital, su dinero no se transformaría en capital.

Por añadidura, el movimiento efectivo del salario muestra fenómenos que parece demostrar que no se paga el valor de la fuerza de trabajo sino el de su función, el trabajo mismo. Podemos reducir estos fenómenos a dos grandes clases. Primera: variación del salario cuando varía la extensión de la jornada laboral. Es como si se llegara a la conclusión de que no se paga el valor de la máquina sino el de su funcionamiento, puesto que cuesta más alquilar una máquina por una semana que por un día. Segunda: la diferencia individual entre los salarios de diversos obreros que ejecutan la misma función. Esta diferencia individual la encontramos también, pero sin que suscite ilusiones, en el sistema de la esclavitud, en el cual se vende franca y abiertamente, sin tapujos, la fuerza de trabajo misma. Sólo que la ventaja de una fuerza de trabajo superior a la media, o la desventaja de otra que esté por debajo de esa media, en el sistema esclavista recae sobre el propietario de esclavos y en el sistema del trabajo asalariado sobre el propio trabajador, porque en este caso es él mismo quien vende su fuerza de trabajo, mientras que en aquél el vendedor de esa fuerza es un tercero.

Por lo demás, con la forma de manifestación "valor y precio del trabajo" o "salario" a diferencia de la relación esencial que se manifiesta, esto es, del valor y el precio de la fuerza de trabajo ocurre lo mismo que con todas las formas de manifestación y su trasfondo oculto. Las primeras se reproducen de manera directamente espontánea, como formas comunes y corrientes del pensar; el otro tiene primeramente que ser descubierto por la ciencia. La economía política clásica tropieza casi con la verdadera relación de las cosas, pero no la formula conscientemente, sin embargo. No podrá hacerlo mientras esté envuelta en su piel burguesa. "El señor Ricardo es suficientemente ingenioso para eludir una dificultad que amenaza, a primera vista, con poner en aprieto a su teoría: que el valor depende de la cantidad de trabajo empleada en la producción. Si nos adherimos rígidamente a este principio, de él se desprende que el valor del trabajo depende de la cantidad de trabajo empleada en producirlo, lo que evidentemente es absurdo. Por eso el señor Ricardo, mediante un diestro viraje, hace que el valor del trabajo dependa de la cantidad de trabajo requerida para producir los salarios; o, para permitirle que se exprese con su propio lenguaje, sostiene que el valor del trabajo debe estimarse por la cantidad de trabajo requerida para producir los salarios, y entiende por esto la cantidad de trabajo requerida para producir el dinero o las mercancías dadas al trabajador. Esto es como decir que el valor del paño se estima, no según la cantidad de trabajo empleada en su producción, sino según la cantidad de trabajo empleada en la producción de la plata que se da a cambio del paño."

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Nicolás Urdaneta Núñez


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