A
la ramplona mascarada anti-comunista no se la enfrenta con las
debilidades despóticas de inspiración bolchevique (“socialismo en un
solo país”, “partido-único”, “planificación burocrática”, “propiedad
estatizada”, “deber de sumisión ideológica”, “hegemonía autoritaria”),
sino con la fortaleza de la democracia radical, con la deliberación,
participación y protagonismo libertario de las mayorías populares en el
ejercicio del poder, con el poder constituyente y la revolución
democrática, descolonizadora y ecológica.
Si
no se concibe el socialismo radicalmente democrático como la más
profunda re-distribución y socialización del poder social, se le ofrece a
la petrificada derecha anticomunista una ventaja para reforzar el viejo
guión que expresa la imposibilidad de una democracia socialista. Por
tanto, la derecha anticomunista y la izquierda despótica se refuerzan
mutuamente en sus prejuicios, pasiones y estereotipos.
¿Cómo
salir de este laberinto? Sin una voluntad de ruptura con la crisis
histórica de consistencia teórica y de legitimación que evidencian las
nociones de la izquierda cavernaria no habrá nuevo socialismo.
La
crisis de la Modernidad occidental no solo ha puesto en aprieto al
viejo conservadurismo que organizaba al poder a partir de un eje
vertical de trascendencias de cuño religioso (unidad del Estado y la
monocracia religiosa en el absolutismo; de cualquier religión, lo que la
historia moderna europea denominó el ancien regime), ni sólo al
liberalismo contractualista derivado de la Dialéctica de la ilustración,
sino además la variante radical que instituyó al marxismo-leninismo
como religión secular o de legitimación del Estado socialista.
Todo
este paquete ideológico y epistémico de la Modernidad occidental se ha
hecho ruinas, y lo que aparece en escena en el mejor de los casos es un
pluralismo radicalizado de orientaciones normativas y valorativas, que
aún recompone los diseños político-institucionales del siglo 21. En el
peor de los casos, se reactivan los integrismos religiosos, seculares ó
de la llamada “nueva era” (todas esas espiritualidades de supermercado
que se agitan en el sentido común de la muchedumbre solitaria).
Es
el anhelo de un monismo que asegure todas las certezas, que liquida
cualquier contingencia y responsabilidad, la cuna del “totalitarismo”,
con su consecuente mutilación de diferencias, diversidad y alteridades.
El totalitarismo es resultado precisamente de un pánico agresivo hacia
el Otro, la impotencia de asumir la incongruencia, la divergencia, la
polémica, la incertidumbre y las contradicciones, sin síntesis
tranquilizadoras.
Sin una vocación pluralista
que asuma la diversidad (la diferencia que enriquece y el antagonismo
que se opone) no hay posibilidad de democratizar el imaginario
socialista. Y sin democratizar el imaginario socialista, lo que se
apuntala es la izquierda cavernaria.
En esta
línea de argumentos, hay que revisitar la tradición de fecundaciones
mutuas entre la revolución democrática y la revolución socialista. La
historia del socialismo democrático no comienza en el 1917, sino en
1848. La riqueza de la idea socialista democrática culmina justamente
con su empobrecimiento como despotismo burocrático.
Tanto
la socialdemocracia a lo Engels como el comunismo de consejos a lo
Pannenkoek, son muchos más fieles a la profundización del espíritu
emancipador del marxismo originario, que el bolchevismo a lo Stalin. De
allí, que la incompetencia intelectual por una recreación histórica de
lo sucedido como profundo debate socialista entre 1848 y 1924 en la
“modernidad euro-céntrica”, es parte del contrabando que la izquierda
cavernaria nos quiere pasar por “marxismo oficial” (el leninismo
codificado por Stalin es parte de estas mercaderías ideológicas).
Un
marxismo de derecha es justamente aquel que fecunda el despotismo
burocrático. Entre anticomunistas fascistoides y el despotismo de
izquierda hay afinidades en su desprecio a profundizar la democracia
radical, social y participativa.
La cuestión
política que se plantea en la actualidad para la lucha revolucionaria
es, en buena medida, las implicaciones entre la revolución democrática y
la revolución socialista, incluso ir mucho más allá que una postura
defensiva acerca de la vigencia de la propia teoría marxiana, pues la
realidad histórica, social y cultural muestra que hay nuevos fenómenos,
tendencias y circunstancias que Marx, ni siquiera pensó ni imagino. Ni
la cuestión ecológica ni el diálogo de civilizaciones y culturas,
relacionados a los procesos de descolonización en el contexto de la
globalización del capital, fueron ejes de la reflexión central del
pensamiento socialista entre 1848 y 1924. No hay posibilidad para la
democracia socialista, libertaria, descolonizadora y ecológica, si no
aborda estos asuntos, y si no abandona urgentemente el imaginario social
de la izquierda cavernaria.
No hay que olvidar aquella frase de Marx:
“La
tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla
el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente
a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en
estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran
temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus
nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de
vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de
la historia universal.” (Marx-18 Brumario de Luis Bonaparte)