Que los creyentes en religiones tengan la convicción que tanto el bien como el mal existen en la entraña misma de su Dios, no es cosa de éste sino de aquellos. Pero dejemos de lado las cosas de los dioses y de los profetas y concentrémonos en las cosas del ser humano. La naturaleza, con su tiempo y su espacio, es la gran diosa creadora del ser humano, porque sí tiene los poderes creadores para crearlo como los pueblos gozan de la potestad de rebelarse un día contra todo lo que le explota y le oprime. Para ello es imprescindible ese momento de locura creadora en que aplastan, con sus fuerzas y sus anhelos, los obstáculos sociales que se les interponen en sus caminos.
Hasta ahora, la gran víctima de la creación humana ha sido la mujer. Cierto es que ha obtenido logros importantes pero aún le falta para conquistar lo que por derecho (y por ser quien en su vientre garantiza la reproducción humana) le corresponde: la emancipación de todo vestigio de esclavitud social. Sin embargo, ésta no es cosa ni de los dioses ni de los profetas sino, principalmente, una misión histórica del proletariado sin fronteras. El gran Fourier, primero que los marxistas, dijo que la medida de la redención social es la emancipación de la mujer. La poligamia, en provecho del hombre, sigue siendo un escollo difícil de superar aun en sociedades donde se levantan las banderas y los principios religiosos como inviolables. Que un hombre tenga derecho a poseer varias mujeres y la mujer sólo a ser integralmente fiel al esposo continúa siendo un quid de profunda desigualdad social, de menosprecio y burla contra la mujer.
La mujer esclava, durante el régimen que negaba derechos y establecía deberes a los explotados y oprimidos, fue tratada como herramienta y mercancía de muy poco valor. Los dolores sociales eran superiores a los del parto y, especialmente, cuando los cazadores de seres humanos despojaban a madres de sus hijos para trasladarlos a otros continentes y traficarlos como mercancías esclavas. En el feudalismo la mujer siguió siendo víctima de los amos de la economía, de los gobernantes del poder político y de aquellas ideologías que siempre la descalificaba por tenerla como simple razón de sexo y de reproducción humana. El capitalismo perfeccionó, para su beneficio económico, sólo en pocas cosas el tratamiento del hombre sobre la mujer, porque ésta no sólo ha sido esclava del modo de producción imperante que se sustenta en la explotación y opresión de una clase por otra sino, igualmente, del hombre en el hogar o lo que Lenin denomina “explotación de la economía doméstica”.
Es espeluznante, es insólito desde todo punto de vista, es cruel por el ángulo que se le mida, es inhumano desde cualquier visión de mundo, que en pleno siglo XXI existan regiones en el mundo donde los Estados apliquen leyes, en nombre de Dios, para criminalizar actividades de la mujer mientras que se le garantiza todo género de protección a las del hombre. Resulta un hecho verdaderamente criminal que una mujer, acusada de infidelidad al esposo, sea asesinada a latigazos o a pedradas por una multitud de personas que aspiran ir, algún día, a vivir feliz al lado de su Dios.
En estos días los talibanes asesinaron a una mujer no sólo por un método de crueldad como si viviéramos el viejo tiempo de la esclavitud salvaje, sino que se sobrepasaron aunque la víctima no haya tenido oportunidad o tiempo de contar los latigazos. Según sus leyes debieron ser ochenta latigazos, pero a la pobre mujer le dieron doscientos y luego la remataron con tres tiros en la cabeza. Que me perdonen los religiosos pero no puedo creer que algún Dios, nacido para hacer el bien o buscar la salvación del ser humano en la Tierra, haya dictado semejante ley de crueldad.
Lo cierto es que ninguna institución respetable de defensa de los derechos humanos ha realizado actos de condena contra esa crueldad; ninguna organización de defensa de los derechos de la mujer se ha pronunciado con vehemencia y constancia contra ese salvajismo que denigra de la condición humana de los hombres que lo cometen; ningún gobierno en el mundo que se proponga la construcción de una sociedad distinta al capitalismo y donde la mujer conquiste su verdadera redención social, ha manifestado su condena categórica a esa cruel manera de quitarle la vida a una persona; ninguna organización revolucionaria que luche por el socialismo ha abierto su boca para rechazar o protestar contra esa legislación que en nombre de Dios comete una atrocidad tan espantosa como la de asesinar a mujeres a pedradas o latigazos mientras a los hombres se les protege, se les legaliza la poligamia como si nacieron para explotar y oprimir de por vida a la mujer dotados de una superioridad “divina” que nada ni nadie se las ha otorgado.
No pocas veces se dejan oír muchas voces de condena y protesta contra la pena de muerte en Estados Unidos y sus métodos oprobiosos de aplicarla, pero callan cuando se trata de crímenes que lesionan casi exclusivamente a la mujer por razón de sexo; no pocas veces centenares de intelectuales y el gobierno de Estados Unidos condenan y rechazan un fusilamiento de un criminal irrecuperable en Cuba, pero nada dicen de rechazo y condena contra los vulgares y detestables asesinatos que se cometen en el Medio Oriente contra las mujeres que carecen de derechos pero son obligadas a profesar fidelidad a los deberes. Nada, nada dice y callan como los peores cómplices de crímenes de lesa humanidad. El gobierno estadounidense, por ejemplo, nada dice que en Arabia Saudita, por ejemplo, cortan manos, brazos, piernas y todo en nombre de Dios como castigo para vengarse de delitos que el mismo modo de producción capitalista, por efectos de miseria y degeneración, es el principal generador de los mismos. Lo cierto es que ninguna ideología, ninguna política ni ninguna religión que asuma, como principio, crueles castigos para las mujeres mientras libera al hombre de los mismos, conducirá al mundo hacia la emancipación social. No puede creerse en un Dios que avale esos castigos, por mucho que los profetas digan lo contrario.