Las relaciones históricas entre la sociedad y el Estado han evolucionado según el sistema político, la naturaleza del régimen jurídico, los intereses de los grupos, el tiempo y las circunstancias colectivas presentes y futuras. El Estado ha ejercido de manera variable, acertada o desacertamente su rol frente a la sociedad. Las libertades y los derechos avanzan como conquistas irrenunciables, impidiendo que se desconozca el fin de las instituciones y el deber de protección y acatamiento que el Estado para con la sociedad. En los regímenes de gobierno democrático donde la voluntad popular es prioritaria, la sociedad adquiere su imperio como arbitro de su propio destino y significado histórico. En los modelos de democracia participativa que superan esquemas tradicionales de representación, se debe acentuar más este carácter y esta condición.
El Estado, en su concepto y en sus fines, es una forma de organización de la sociedad y no un mecanismo para sustuirla. El Estado ha de servir al colectivo y su actuación se enmarca en las atribuciones, competencias y procedimientos formalmente establecidos, con el objeto de desarrollar los principios y valores esenciales de la sociedad contenidos en la Constitución, en la historia, en el espíritu esencial de un país. La sociedad y el Estado representan entidades diferenciadas, con roles y jerarquías específicas, no cabiendo duda que por encima del Estado está la sociedad, que es el sustrato fundamental de la Nación, y en el cual reside el mandato político y la soberanía, como definición además de jurídica, social y humana.
El poder político que corresponde al pueblo, se organiza y se manifiesta muchas veces a través del Estado y sus agentes cumplen un mandato, sujetos a reglas ya establecidas y se rigen por un principio de responsabilidad. La autoridad del Estado es delegada y su alcance y contenido lo regula la propia Constitución, ley suprema que establece todas las competencias.
Por su origen y por su finalidad, por sus objetivos y por sus resultados, el Estado debe entenderse como parte de la sociedad y subordinado a su control en términos políticos, administrativos, colectivos, cada vez más pleno y exigente en las naciones democráticas que desarrollan y perfeccionan el ejercicio de la libertad.
En la complejidad de los sistemas políticos modernos tanto los individuos como las instituciones formulan decisiones, y se corresponde con una etapa más profunda de la democracia una evolución e implementación mayor del poder de la persona y de la sociedad organizada en todas las materias, lo cual representa la gran virtualidad de la democracia participativa, que ya en los años 80 había sido expuesta como parte de la doctrina política y que hoy se impulsa en sociedades en transformación, en Venezuela y en América Latina.
Cada vez más resulta indispensable el rol legitimador de la sociedad, el ejercicio capaz y responsable de las competencias ciudadanas, la comprensión y la inserción de la sociedad en el nuevo mecanismo institucional, la estructuración eficiente y armónica de las competencias públicas, estén en el individuo, en la colectividad o en el propio Estado.
El concepto de democracia participativa es renovador y abre espacios para el ejercicio directo de la soberanía popular, más allá del voto, en la gestión de competencias públicas y en la manifestación de la autoridad ciudadana, y que es precisamente el Estado Comunal. El mismo redefine y obliga a la transformación del propio Estado y crea nuevas instancias de participación y posibilita la estructuración de una sociedad menos dependiente.
La proclamación de esos principios en la Constitución y su adecuado desarrollo legislativo, propicia un más profundo modelo de democracia participativa que debe conducirnos a un mayor fortalecimiento de la sociedad y hacia un concepto de Estado, ya no de Bienestar, sino de Justicia con mayor equilibrio y compromiso institucional y ciudadano.
* Abogado, escritor, biógrafo del Gran Mariscal de Ayacucho.
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