Superar el imaginario jacobino-blanquista incrustado en la dirección revolucionaria

Para evitar la derrota estratégica de la revolución bolivariana,  hay que debatir con rigor y consistencia desde una plataforma de de pensamientos críticos. Pues aunque hay quienes quieran negarlo, existe una línea de continuidad fundamental entre la derrota del proyecto de Reforma Constitucional del año 2007, y el revés táctico de las elecciones parlamentarias del 26-S del año 2010.   

Si se quieren abordar los factores explicativos que aparecen en ambos eventos político-electorales, conviene ir más allá del plano de superficie de los datos, y meterse de lleno en las condiciones que operan en la base de la tendencia de reflujo popular en el propio corazón de la revolución bolivariana (tendencia que no es irreversible por cierto, sino marcada por una sobre-determinación de condiciones y contradicciones). Este corazón muestra la parálisis estratégica del espíritu constituyente, parálisis de la revolución democrática constituyente, sin la cual no es posible ni imaginar ni pensar una renovación del proyecto histórico socialista.  

Cuando uno revisa los análisis elaborados luego de la derrota del proyecto de reforma constitucional, da cuenta de que no se trataba fundamentalmente de la inmadurez y carencia de conciencia ideológico-política de los sectores populares, ni que fueron presa fácil de la alienación mediática, generada por la maquinaria de propaganda dirigida desde Washington y los sectores económicos dominantes del país. Se trataba además de graves errores de la alta dirección política (incluido Chávez) que aún no comprenden, lo que en alguna oportunidad algunos análisis han denominado  la dialéctica entre “el poder constituyente y el poder constituido”.  

Una revolución democrática, socialista, eco-política y descolonizadora, no se decreta “desde arriba”, encarnando un imaginario político de carácter jacobino-blanquista, construyendo una separación tajante entre las “fuerzas motrices” de una revolución y sus “fuerzas dirigentes”. Viejos estilos políticos de conducción marcados por fuertes dosis de cesarismo, sectarismo, dogmatismo doctrinario, vanguardismo, seguidismo ideológico y esquematismo no son la vía correcta. Si se quiere ir más allá de un populismo de izquierda con rasgos cesaristas en su conducción política, para construir las bases materiales, políticas y ético-culturales de la democracia radical y la igualdad sustantiva (dos ideas-fuerza de la renovación del ideario socialista), hay que corregir errores profundos.  De allí la importancia de abordar asuntos medulares en la propia subcultura política del campo revolucionario.  

Mientras no se supere el imaginario político jacobino-blanquista, en clave  leninista, vanguardista, o en su variante populista-cesarista, persistirá toda la sintomatología de una revolución encallada y extraviada. Comencemos por ideas-fuerzas que apuntan directamente a la medula del problema. En primer lugar, hay que abandonar tanto cualquier referencia dura al marxismo doctrinario y esquemático, así como las afinidades electivas a los nacionalismos radicales que fortalecieron una hegemonía de carácter populista; es decir: 1) superar cualquier escatología relacionada con el marxismo burocrático que fue consagrado como doctrina oficial e ideología de justificación de las experiencias de los socialismos realmente in-existente, así como: 2) aquellos populismos de otrora que fortalecieron “bonapartismos socialmente progresivos”, pero que se agotaron a mitad de camino a la hora de implantar y consolidar espacios decisivos de acumulación de fuerzas para el poder popular.   

En ese marxismo escatológico, es palmaria la actitud ambivalente respecto a la figura de la forma-Estado (Estatismo Autoritario) que bloquea el abordaje de asuntos como la democracia radical y la socialización efectiva del poder social, para superar la explotación económica, la coerción política, la hegemonía ideológica, la exclusión social y la negación cultural.  

En el populismo de izquierda, la dirección política del proceso asume los caracteres histórico-estructurales de una hegemonía de carácter burgués en su economía política (fracciones del capital industrial, financiero o de la burguesía de estado), con fachadas poli-clasistas en sus alianzas sociales, y una vociferante retórica de corte popular-radical. 

Por una parte, hay en ciertos hitos del marxismo y el leninismo doctrinario, una convicción basada en un análisis histórico realista, de que las revoluciones se frustran en el momento en que no se desmontan los peores males del Estado capitalista heredado (su burocracia, sus aparatos represivos, sus aparatos de hegemonía ideológica, las instituciones que secuestran la voluntad popular).  

Por otra parte, hay también el convencimiento de que la revolución socialista tiene necesidad de una forma-Estado (la “Dictadura Revolucionaria”) para abatir el viejo sistema capitalista. Esto implica crear su propia maquinaria del Estado, y de allí los grandes obstáculos a los que se enfrenta, por ejemplo, Lenin, para edificar el Socialismo con base al fortalecimiento paradójico de la Burocracia y el Capitalismo de Estado.  

Es precisamente allí, donde se debate uno de los asuntos medulares de cualquier programa de investigación-acción sobre transiciones post-capitalistas. Sin asumir que los procesos de transición presentes, requieren un balance crítico de inventario de las experiencias históricas del socialismo real, definiendo la necesidad de programas de investigación-acción y de educación popular, que apalanquen cualquier dispositivo de formación socialista, son previsibles los oportunismos, las improvisaciones, los “calcos y copias”, las indefiniciones, el seguidismo ideológico; y por tanto, la repetición de graves errores  en la edificación de la vía venezolana para especificar su proyecto histórico socialista

Es patente, por ejemplo, como se repiten ciegamente las bases de la concepción leninista del partido-aparato, y toda la mitología acerca del centralismo democrático como dispositivo de organización y funcionamiento, sin dar cuenta de su conexión histórica con la prefiguración de las futuras deformaciones burocrático-capitalistas del Estado de transición al socialismo, en condiciones excepcionales, como fueron las de la formación social rusa de entonces.  

Un partido cuyo modo de organización y funcionamiento, propende al “centralismo burocrático”, y peor aún, al partido-personalista, no construye democracia participativa en su seno, rasgo que se reproduce hacia todos aquellos espacios donde se proyecta su campo de acción histórica, sea a la sociedad o el Estado.  

Lo que llaman partido-maquinaria, contrastando esta idea con un “partido revolucionario de masas”, o con un movimiento cuyo epicentro directivo aglutina hegemónicamente múltiples movimientos y frentes sociales, no es mas que el efecto de superficie de una concepción profundamente antidemocrática y regresiva de la democracia interna en el seno de cualquier organización política, pues se ha dejado de lado un estudio riguroso de la relación entre dirección política y movimiento de masas. 

Se hace énfasis en términos como: control político, disciplina, decisiones, directivas, cargos, consignas, secretismo, verticalismo; y se omite lo fundamental, que el partido-movimiento-frentes sociales sea un instrumento político de la acumulación de fuerzas del pueblo. La semilla de la “degeneración burocrática del Estado obrero”, para seguir con los enunciados canónicos, estaba en la cultura, estructura, procesos de comunicación política y estrategia del partido-aparato-maquinaria. 

Por otra parte, la excepcionalidad de las transiciones al socialismo en condiciones de atraso, subdesarrollo, heterogeneidad estructural o dependencia, son escasamente visibilizadas en los análisis que repiten los formulismos de Marx, Lenin o Guevara, por ejemplo. De esta manera el “análisis concreto de la situación concreta” es subsumido en las famosas leyes universales o generales de las transiciones al socialismo, evacuando los problemas específicos y particulares que se desenvuelven en la historia concreta de cada formación social o realidad nacional, en su densidad, conflictos y complejidades.

Así  mismo, es necesario comprender una de las diferencias tajantes entre Marx y Lenin, para evitar todas las confusiones de la mitología estalinista sobre la llamada doctrina “marxista-leninista”. No hay continuidades simples entre Marx y Lenin. Esto es patentemente manifiesto en sus actitudes frente al jacobinismo o en sus actitudes frente a lo que a la postre será la idea de “partido-único de la revolución” (liquidación del pluripartidismo soviético, como lo llamó a la postre Trotsky).  

La desconfianza hacia el poder autónomo de los soviets o consejos, la mono-partidización de todo el entramado de movimientos sociales y de espacios populares bajó una lógica vertical-impositiva-difusionista, sin construir una pedagogía crítica-liberadora en la relación entre estructuras de dirección y bases de apoyo de la revolución. Sólo bastaría leer a Marx cuando hablaba de la actitud del “partido comunista” hacia otros partidos democráticos u obreros, para comprender, que el sentido de una política de alianzas no culminaba en un acto de hegemonía sectaria y autoritaria. No se trataba de ningún “Socialismo Cuartelario” 

Así  mismo, por ejemplo, Marx valoraba en su contexto histórico y bajo determinadas circunstancias al espíritu jacobino por su posibilidad de construir una revolución política burguesa, movilizando incluso a sectores del pueblo llano;  sin embargo, criticaba que se erigieran en sustitutos del autogobierno de los trabajadores, que pensaran que éste necesita ser guiado autoritariamente (una suerte de “poder pastoral”) por quienes tienen el monopolio de las “luces políticas” (los jacobinos, naturalmente) que toman el papel de “vanguardia de la Revolución”.  

Marx crítica abiertamente a los “blanquistas”, por considerar éstos que una “minoría conspirativa” puede sustituir la revolución autónoma de una inmensa mayoría por el interés de la mayoría inmensa (como afirmó explícitamente en el Manifiesto Comunista). De esta manera, se llega a la contradicción jacobina: instaurar la dictadura de una elite revolucionaria, aunque fuera bajo el disfraz de una “dictadura revolucionaria”.   

Pocos conocen que los enunciados acerca de la “dictadura del proletariado” fueron originariamente configurados desde el campo del “blanquismo”; que fueron modificados y re-significados por Marx, asumiendo una postura mucho menos impositiva que la de una “minoría conspirativa y esclarecida”, se trataba no de una dictadura revolucionaria de una minoría, sino del poder de la mayoría, de la multitud, del pueblo trabajador. De allí que la conquista de las mayorías era un asunto de mayorías, ara asunto de participación protagónica directa de las multitudes en los acontecimientos revolucionarios. Y en términos de movilización, articulación y reagrupamiento de fuerzas. Es preferible pecar de exceso en la “espontaneidad de masas”, que pecar de defecto, en la “imposición de un centro político burocrático”. 

Hay que recordar las palabras de Daniel Guerin en este punto: “Por espíritu jacobino debe entenderse, a mi juicio, la tradición de la revolución burguesa, de la dictadura desde arriba de 1793, un tanto idealizada y no muy bien diferenciada de la dictadura desde abajo. Y, por extensión, debe entenderse también la tradición conspirativa babeuvista (Graco Babeuf) y blanquista, que toma las técnicas dictatoriales y minoritarias propias de la revolución burguesa para ponerlas al servicio de una nueva revolución.”

 
De este modo, y a riesgo de simplificar, se pueden establecer los marcos de esta discusión en una dicotomía: 1) la idea del “socialismo revolucionario”: la revolución se hace siempre “desde abajo”, o sea desde, por y para el pueblo, lo que arrastra el tema de la radical “socialización del poder” y de la revolución democrática, a través de la auto-organización de la multitud plebeya (Marx lo decía así: la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos); o 2) la idea “jacobina” según la cual la Revolución se hace fundamentalmente “desde arriba”, atravesada por la virtud moral y la superioridad cognoscitiva de una elite política, cuyas directrices revelan un estilos vertical-impositivo-difusionista de tratamiento del pueblo, y alrededor generalmente del campo gravitatorio de la política gubernamental o Estatal.  

De esta manera se invierten los términos, y en vez de ser la forma-Estado un instrumento del pueblo, es el pueblo un instrumento de la forma-Estado. Basta re-leer a Marx en clave crítica, sin los filtrajes de todo el aparataje de manuales de doctrina marxista-leninista, para dar cuenta del abismo entre Marx y Stalin, por ejemplo.

  
Por supuesto, esta no es una discusión teorética, sino de una discusión muy “práctica”, con evidentes implicaciones para la “vida práctica de los activistas revolucionarios”. Se trata de clarificar sí una revolución crea mayores espacios para las prácticas de libertad política y liberación social (en Marx confluían la emancipación política y la emancipación social, y no el “comunismo grosero” que fue duramente criticado en sus Manuscritos de Paris), o degenera en cualquier variante de dictadura o autoritarismo de minorías.  

En el plano de la actuación política,  perseguir uno u otro fin, sitúa las opciones políticas en las antípodas de la política revolucionaria. O se asume la liberación social desde la democracia radical, o se asume una variante de “comunismo de estado”  desde una política despótica. El dilema radica en clarificar el régimen de posibilidad de ser jacobino y marxista a la vez.  

Allí  se abre la apuesta leninista. Lenin fue el primero en proclamarse al mismo tiempo marxista y jacobino. Algo extraño para Marx, que cuestionaba el jacobinismo y que además decía que el “no era marxista” (mayor heterodoxia no había). Pero la identidad política de Marx era clara y diáfana: comunista (un comunista promotor del libre desarrollo de la potencia humana), o en el peor de los casos, bajo la semantización de Engels, un “socialista científico” y “socialista revolucionario”.  

Pero la trayectoria de Lenin alumbra los problemas contenidos en dicha síntesis. Hoy sabemos que Lenin no fue el artífice de la Revolución Rusa, sino que fue el movimiento revolucionario de ese país, su poder constituyente, con su politización de décadas lo que condujo a crear las condiciones para comprender los acontecimientos de 1917, lo que Lenin supo interpretar para intervenir políticamente; de modo semejante en que el asociacionismo popular, en clubes, del jacobinismo resultó esencial para 1789-1793, donde personajes como Robespierre o Saint-Just supieron representar un papel de conductores políticos.  

Pero ni Lenin ni Robespierre ni Saint-Just son los demiurgos de esas revoluciones: es el poder constituyente, los acontecimientos de masa y de las situaciones configuradas en el antagonismo de clases, las que van marcando el ritmo, dirección, contenido y alcance del proceso revolucionario.  

Dentro de esa tradición, Lenin pensaba (tomando aquí a Marx)  que la diferencia entre “el socialismo democrático” y el “jacobinismo blanquista” “se reduce al hecho de que (en el primero) hay un proletariado organizado y provisto de una conciencia de clase en lugar de un puñado de conjurados”. La crítica de Rosa Luxemburgo a Lenin en este aspecto conserva toda vigencia. Lenin define a su «socialdemócrata revolucionario» como un “(...) jacobino ligado a la organización del proletariado que ha tomado conciencia de sus intereses de clase. En realidad, la socialdemocracia no está ligada a la organización de la clase obrera, ella es el movimiento mismo de la clase obrera”, aseguraba la revolucionaria polaca.  

Podríamos decir para nuestras circunstancias históricas, que una revolución democrática y socialista es el movimiento mismo de emancipación del pueblo insurgente, del obrero social, de la multitud plebeya. Y en nuestras condiciones histórico-culturales, no hay revolución democrática y socialista, sin postular la mayor pertinencia de la ecología política radical, y sin un proceso de descolonización del pensamiento socialista que impugne desde su raíz  las huellas del racismo y del eurocentrismo.

 
Si Lenin (análogamente a Bolívar, por cierto) había asegurado que “(…) la inteligencia de decenas de millones de creadores proporciona algo infinitamente más elevado que las previsiones más vastas y geniales de unos pocos”; también aseguró que “(…) al educar al partido obrero el marxismo forma a la vanguardia del proletariado, la capacita para tomar el poder [...] para dirigir, y organizar un nuevo régimen, para ser maestra y guía de todos los trabajadores”.  

A partir de este mensaje leninista, “vanguardia-maestra y guía”, surge posteriormente el sacrosanto principio de la “función dirigente y superior del partido sobre la sociedad y el Estado” en las experiencias de los “Socialismos reales”.

De un “partido-aparato único”, por cierto, ajeno a cualquier articulación democrática de la diversidad anticapitalista en el campo revolucionario, y subordinando a maniobras tácticas, cualquier política de frentes políticos o sociales. De allí que el “espíritu frentista” estuviese cargado de hipocresías, sectarismos e instrumentalizaciones. No había finalidad política democrática superior, sino simple absolutización de medios instrumentales.

  
El conflicto que sella el devenir de la revolución rusa se juega al interior del bolchevismo, entre dos espíritus: el marxista libertario y el jacobino-blanquista; y esto nunca será resuelto ni en Lenin, ni en Trotsky, y mucho menos en Stalin. De allí la importancia de abrir el archivo de referencias al torbellino creativo de los años 1890 hasta 1934, como una de las momentos de auge de la teoría crítica anti-capitalista, pues hay mucho que más “marxismo-leninismo ortodoxo”: hay socialdemocracia revolucionaria, hay comunismo de consejos, hay austro-marxismo, hay sindicalismo revolucionario, hay corrientes libertarias; hay pues muchos más pensamientos críticos socialistas, que un pensamiento–único revolucionario. Se trata de superar el “marxismo ortodoxo”, que condena a cualquier revolución a repetir los errores de las experiencias del despotismo burocrático. 

El énfasis del Lenin en 1923, por ejemplo, en la llamada “inspección obrera y campesina” fue enarbolado con orgullo y razón como un combate abierto contra la burocracia, pero hace olvidar un hecho: la “inspección obrera y campesina” es un principio muy diferente a la “gestión de la producción por los propios trabajadores y trabajadoras”. El primero supone un control sobre una burocracia ya constituida, el segundo busca oponerse a la constitución misma de la burocracia; el primero supone la existencia de un aparato estatal con estructura de tipo tradicional, al que se le ha asignado la función de sostener la infraestructura de la revolución social: un Estado con funciones socialistas, pero con una estructuración político-administrativa de corte burgués, que debe ser controlado y desmontado; el segundo principio, la “gestión de la producción por los propios trabajadores y trabajadoras, supone necesariamente un nuevo tipo de semi-Estado de transición, mucho más democrático que cualquier estado representativo burgués, como decía Gramsci, creado por la experiencia asociativa de las masas.

 
Con Trotsky sucede algo parecido. Si en su juventud criticó el jacobinismo de Lenin y consideró que jacobinismo y socialismo proletario configuran “dos doctrinas, dos tácticas, dos psicologías separadas entre sí por un abismo”, y pudo afirmar en 1937 que “no puede haber un programa revolucionario hoy, sin soviets y sin control obrero”, pero también aseguró en Balance y perspectivas: “El Estado no es un fin en sí. Es apenas una máquina en manos de las fuerzas sociales dominantes”, con lo que no captaba la contradicción existente entre una y otra proposición, pues no se trata de poner los soviets al lado del Estado, sino de que la lógica de los soviets atraviese toda la lógica de un nuevo Estado de transición.  

El problema no radicaba en convertir a los soviets (ó los consejos) en “células estatales”, sino lo contrario: que el nuevo Estado de transición, radicalmente democratizado sea en sí la articulación de los soviets constituidos, que haya efectivamente amputado los peores males del cualquier Estado burgués: no hacer un Estado que “apoye” a los soviets, sino pensar que estos son ya una forma-Estado de transición, que comienza que derrumba los peores lados de esta forma o principio de dominación, como lo son sus aspectos puramente coercitivos, policiales, represivos y toda su maquinaria burocrática.  Pues no es idéntico utilizar el Estado contra las clases dominantes minoritarias, que utilizarlo sobre y contra los obreros, campesinos y soldados, cada vez mas politizados. 

Esa tensión en el marxismo bolchevique entre su “vocación libertaria” y su “vocación por el comunismo estatal”, entre la revolución “desde abajo” y la revolución “desde arriba”, entre su impugnación del Estado y la afirmación de la necesidad de su continuación, está presente en la historia de las revoluciones posteriores, e incluso se asoma por la puerta grande en la propia revolución bolivariana, de mano con una problemática de la transición post-capitalista que pasa inevitablemente por despejar sus relaciones entre el poder constituyente y el poder constituido, entre el carácter básicamente liberal-socialdemócrata de su diseño Estatal y Constitucional, y el Proyecto Histórico Socialista que pretende encarnar. 

La transición pacífica es una transición limitada a los acontecimientos de masa que se producen en el propio proceso de profundización de la democracia social y participativa, hasta tanto no se desaten nuevos nudos constituyentes ( el año 2007 no era un año de reforma liberal, sino de iniciativa constituyente desde abajo, esa iniciativa fue de nuevo bloqueada por el centro político burocrático), más allá de “reformas y enmiendas”, cuyo juego de lenguaje se mueve en el terreno de los límites constitucionales; una Constitución que efectivamente es flexible y abierta, pero sin aquellas elasticidades que permitan graves confusiones, como por ejemplo, entre la forma del Estado Social y Democrático (invención socialdemócrata), con los Estados Socialistas (invención leninista) a la vieja usanza. Esta pregunta no es ingenua: ¿cree usted que el Estado Social y Democrático equivale al Estado Socialista imaginado, por ejemplo, por Lenin? Aquí reside una vulgar confusión en el seno de la “elite iluminada” del propio PSUV, cuando se repite a los cuatro vientos que hay que desmontar el Estado burgués y construir el Estado socialista. 

Quien no comprenda los callejones sin salida reformista de los límites constitucionales, no comprende las relaciones entre derecho y política en los procesos de transición pacíficos. Si no se agotan los contenidos socialdemócratas de la propia Constitución, si no se desarrollan, profundizan y agotan sus principios, valores y se concreta el ejercicio efectivo de la Carta de Derechos Fundamentales, todas las maniobras para modificar los aspectos de organización de los poderes (desmontar alcaldías y gobernaciones, por ejemplo) afectando los principios fundamentales, claramente establecidos, son un ejercicio fáctico de extravío político-jurídico.  

Pues los actos constituyentes de facto, son eso, actos que desestabilizan ordenamientos constitucionales a partir de una revolución democrática del  poder constituyente, actos de multitudes, que no pueden ser suplantados, sustituidos o confiscados por la voluntad jacobina de una vanguardia que sustituyen el protagonismo de masas; y por otra parte, que afectan cualquier idea de transición pacífica en los marcos del constitucionalismo democrático.  

Allí  reside el impasse político-jurídico que ha generado la propia dirección revolucionaria, confundir prácticas de reforma, con prácticas constituyentes y revolucionarias. No hay posibilidad de confundir a Kelsen ó a Herman Heller, con el Che Guevara. No se trata de buenas intenciones, o de intenciones revolucionarias, se trata de consistencia teórica y examen de la viabilidad jurídico-política. 

Por otra parte, y para agravar las tensiones entre una revolución desde abajo y una revolución desde arriba, es ostensible el “cesarismo socialmente progresivo” de Chávez, que adicionalmente da muestras de “rasgos políticamente regresivos” (el poder de Uno en vez del poder de Muchos), rasgos típicos de un liderazgo carismático con apoyo popular, pero que no puede confundir una “democracia plebiscitaria” con una democracia deliberativa, participativa y protagónica, ejerciendo en múltiples circunstancias un estilo de dirección personalista-caudillista. Por tanto (y de eso se quejaron Müller y Tacón, para poner dos casos entre la diversidad de voces que lo han planteado, basta recordar el debate truncado sobre “hiper-liderazgo”) de una revolución que carece de una conducción colectiva de peso, cuya iniciativa constituyente de masas es bloqueada y fracturada permanentemente por el partido-maquinaria o por Chávez mismo; por otra, coloca al poder constituyente en una fase de espera-pasiva de lineamientos o directivas desde el poder constituido.  

Si el predominio de las directivas de Chávez es harto evidente, su herramienta-complemento, el partido-maquinaria, reproduce la lógica de la función dirigente y superior del “partido-único revolucionario” sobre la sociedad y el Estado, típica estructuración de la conducción política que se acerca aceleradamente a los socialismos reales. En contraposición, una revolución democrática constituyente, si quiere alcanzar una mayor socialización del poder social, no puede apoyarse ni en el mito cesarista de los populismos de otrora, ni en el partido-único calcado del socialismo burocrático. Ni populismo ni estatismo autoritario

Tal tensión entre el imaginario libertario de la revolución y el imaginario jacobino-blanquista, no se resuelve en el justo medio entre ambas inspiraciones, sino en otro lugar. Se resuelve en la afirmación, promoción y defensa del “espíritu positivo y creador” de las masas populares contra el “espíritu estéril del vigilante nocturno”, propio de una instancia el Estado que se ha colocado fuera y por encima de ellas. O sea, todo lo opuesto a la ejecutoria histórica del “Socialismo-Comunismo de Estado”.  

Lo que se evita al asumir la primacía del poder constituyente sobre los poderes constituidos, es la usurpación del hecho revolucionario por la burocracia, y/o por las fracciones el capital ligadas a la movilización poli-clasista, por el mito cesarista, que tiende a bloquear cualquier salto cualitativo hacia el auto-gobierno popular. Y por mito cesarista se comprende una definición precisa: el culto a la personalidad es el grado superior del sectarismo en política. 

Por ejemplo, el jacobinismo de Lenin es una muestra palmaria de esta dificultad y sus posibles reacciones psicológicas. Lenin (Un paso adelante, dos pasos atrás) afirma: “Las "terribles palabras de jacobinismo, etc. no significan absolutamente nada más que oportunismo. El jacobino, indisolublemente ligado a la organización del proletariado consciente de sus intereses de clase, es precisamente el socialdemócrata revolucionario. El girondino, que suspira por los profesores y los estudiantes de bachillerato, que teme la dictadura del proletariado, que sueña en un valor absoluto de las reivindicaciones democráticas, es precisamente el oportunista”.  

En “Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática”, agrega: “Esto no significa, en modo alguno, que queramos sin falta imitar a los jacobinos de 1793, adoptar sus concepciones, su programa, sus consignas, sus métodos de acción. Nada de esto. Tenemos no un programa viejo, sino nuevo: el programa mínimo del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Tenemos una consigna nueva: la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y de los campesinos”. 

Sin embargo, hoy sabemos cual fue efectivamente el devenir histórico de la dictadura sobre y contra el proletariado, soldados y campesinos. ¿Se repetirán los mismos errores? 

Continuará…

jbiardeau@gmail.com



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Javier Biardeau R.

Articulista de opinión. Sociología Política. Planificación del Desarrollo. Estudios Latinoamericanos. Desde la izquierda en favor del Poder constituyente y del Pensamiento Crítico

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