Si
se quieren abordar los factores explicativos que aparecen en
ambos eventos político-electorales, conviene ir más allá del plano
de superficie de los datos, y meterse de lleno en las condiciones que
operan en la base de la tendencia de reflujo popular en el propio
corazón de la revolución bolivariana (tendencia que no es irreversible
por cierto, sino marcada por una sobre-determinación de condiciones
y contradicciones). Este corazón muestra la parálisis estratégica
del espíritu constituyente, parálisis de la revolución democrática
constituyente, sin la cual no es posible ni imaginar ni pensar una
renovación del proyecto histórico socialista.
Cuando
uno revisa los análisis elaborados luego de la derrota del proyecto
de reforma constitucional, da cuenta de que no se trataba fundamentalmente
de la inmadurez y carencia de conciencia ideológico-política
de los sectores populares, ni que fueron presa fácil de la alienación
mediática, generada por la maquinaria de propaganda dirigida desde
Washington y los sectores económicos dominantes del país. Se trataba
además de graves errores de la alta dirección política (incluido
Chávez) que aún no comprenden, lo que en alguna oportunidad algunos
análisis han denominado la dialéctica entre
“el poder constituyente y el poder constituido”.
Una
revolución democrática, socialista, eco-política y descolonizadora,
no se decreta “desde arriba”, encarnando un imaginario político
de carácter jacobino-blanquista, construyendo una separación tajante
entre las “fuerzas motrices” de una revolución y sus “fuerzas
dirigentes”. Viejos estilos políticos de conducción marcados por
fuertes dosis de cesarismo, sectarismo, dogmatismo doctrinario, vanguardismo,
seguidismo ideológico y esquematismo no son la vía correcta. Si se
quiere ir más allá de un populismo de izquierda con rasgos cesaristas
en su conducción política, para construir las bases materiales,
políticas y ético-culturales de la democracia radical y la
igualdad sustantiva (dos ideas-fuerza de la renovación del ideario
socialista), hay que corregir errores profundos. De allí la importancia
de abordar asuntos medulares en la propia subcultura política del
campo revolucionario.
Mientras
no se supere el imaginario político jacobino-blanquista, en
clave leninista, vanguardista, o en su variante populista-cesarista,
persistirá toda la sintomatología de una revolución encallada y extraviada.
Comencemos por ideas-fuerzas que apuntan directamente a la medula del
problema. En primer lugar, hay que abandonar tanto cualquier referencia
dura al marxismo doctrinario y esquemático, así como las afinidades
electivas a los nacionalismos radicales que fortalecieron una hegemonía
de carácter populista; es decir: 1) superar cualquier escatología
relacionada con el marxismo burocrático que fue consagrado como
doctrina oficial e ideología de justificación de las experiencias
de los socialismos realmente in-existente, así como: 2) aquellos populismos
de otrora que fortalecieron “bonapartismos socialmente progresivos”,
pero que se agotaron a mitad de camino a la hora de implantar y consolidar
espacios decisivos de acumulación de fuerzas para el poder popular.
En
ese marxismo escatológico, es palmaria la actitud ambivalente
respecto a la figura de la forma-Estado (Estatismo Autoritario)
que bloquea el abordaje de asuntos como la democracia radical y la
socialización efectiva del poder social, para superar la explotación
económica, la coerción política, la hegemonía ideológica, la exclusión
social y la negación cultural.
En
el populismo de izquierda, la dirección política del proceso
asume los caracteres histórico-estructurales de una hegemonía de carácter
burgués en su economía política (fracciones del capital industrial,
financiero o de la burguesía de estado), con fachadas poli-clasistas
en sus alianzas sociales, y una vociferante retórica de corte popular-radical.
Por
una parte, hay en ciertos hitos del marxismo y el leninismo doctrinario,
una convicción basada en un análisis histórico realista, de que las
revoluciones se frustran en el momento en que no se desmontan los
peores males del Estado capitalista heredado (su burocracia, sus
aparatos represivos, sus aparatos de hegemonía ideológica, las instituciones
que secuestran la voluntad popular).
Por
otra parte, hay también el convencimiento de que la revolución socialista
tiene necesidad de una forma-Estado (la “Dictadura Revolucionaria”)
para abatir el viejo sistema capitalista. Esto implica crear su propia
maquinaria del Estado, y de allí los grandes obstáculos a los que
se enfrenta, por ejemplo, Lenin, para edificar el Socialismo con base
al fortalecimiento paradójico de la Burocracia y el Capitalismo de
Estado.
Es
precisamente allí, donde se debate uno de los asuntos medulares de
cualquier programa de investigación-acción sobre transiciones post-capitalistas.
Sin asumir que los procesos de transición presentes, requieren un
balance crítico de inventario de las experiencias históricas del
socialismo real, definiendo la necesidad de programas de investigación-acción
y de educación popular, que apalanquen cualquier dispositivo
de formación socialista, son previsibles los oportunismos, las
improvisaciones, los “calcos y copias”, las indefiniciones, el seguidismo
ideológico; y por tanto, la repetición de graves errores
en la edificación de la vía venezolana para especificar su proyecto
histórico socialista.
Es
patente, por ejemplo, como se repiten ciegamente las bases de la
concepción leninista del partido-aparato, y toda la mitología
acerca del centralismo democrático como dispositivo de organización
y funcionamiento, sin dar cuenta de su conexión histórica con la
prefiguración de las futuras deformaciones burocrático-capitalistas
del Estado de transición al socialismo, en condiciones excepcionales,
como fueron las de la formación social rusa de entonces.
Un
partido cuyo modo de organización y funcionamiento, propende al “centralismo
burocrático”, y peor aún, al partido-personalista, no construye
democracia participativa en su seno, rasgo que se reproduce hacia todos
aquellos espacios donde se proyecta su campo de acción histórica,
sea a la sociedad o el Estado.
Lo
que llaman partido-maquinaria, contrastando esta idea con un “partido
revolucionario de masas”, o con un movimiento cuyo epicentro directivo
aglutina hegemónicamente múltiples movimientos y frentes sociales,
no es mas que el efecto de superficie de una concepción profundamente
antidemocrática y regresiva de la democracia interna
en el seno de cualquier organización política, pues se ha dejado de
lado un estudio riguroso de la relación entre dirección política
y movimiento de masas.
Se
hace énfasis en términos como: control político, disciplina, decisiones,
directivas, cargos, consignas, secretismo, verticalismo; y se omite
lo fundamental, que el partido-movimiento-frentes sociales sea un
instrumento político de la acumulación de fuerzas del pueblo.
La semilla de la “degeneración burocrática del Estado obrero”,
para seguir con los enunciados canónicos, estaba en la cultura,
estructura, procesos de comunicación política y estrategia del partido-aparato-maquinaria.
Por otra parte, la excepcionalidad de las transiciones al socialismo en condiciones de atraso, subdesarrollo, heterogeneidad estructural o dependencia, son escasamente visibilizadas en los análisis que repiten los formulismos de Marx, Lenin o Guevara, por ejemplo. De esta manera el “análisis concreto de la situación concreta” es subsumido en las famosas leyes universales o generales de las transiciones al socialismo, evacuando los problemas específicos y particulares que se desenvuelven en la historia concreta de cada formación social o realidad nacional, en su densidad, conflictos y complejidades.
Así
mismo, es necesario comprender una de las diferencias tajantes entre
Marx y Lenin, para evitar todas las confusiones de la mitología
estalinista sobre la llamada doctrina “marxista-leninista”.
No hay continuidades simples entre Marx y Lenin. Esto es patentemente
manifiesto en sus actitudes frente al jacobinismo o en sus actitudes
frente a lo que a la postre será la idea de “partido-único de
la revolución” (liquidación del pluripartidismo soviético,
como lo llamó a la postre Trotsky).
La
desconfianza hacia el poder autónomo de los soviets o consejos, la
mono-partidización de todo el entramado de movimientos sociales y de
espacios populares bajó una lógica vertical-impositiva-difusionista,
sin construir una pedagogía crítica-liberadora en la relación
entre estructuras de dirección y bases de apoyo de la revolución.
Sólo bastaría leer a Marx cuando hablaba de la actitud del “partido
comunista” hacia otros partidos democráticos u obreros, para comprender,
que el sentido de una política de alianzas no culminaba en un acto
de hegemonía sectaria y autoritaria. No se trataba de ningún “Socialismo
Cuartelario”
Así
mismo, por ejemplo, Marx valoraba en su contexto histórico y bajo determinadas
circunstancias al espíritu jacobino por su posibilidad de construir
una revolución política burguesa, movilizando incluso a sectores
del pueblo llano; sin embargo, criticaba que se erigieran en
sustitutos del autogobierno de los trabajadores, que pensaran que
éste necesita ser guiado autoritariamente (una suerte de “poder
pastoral”) por quienes tienen el monopolio de las “luces políticas”
(los jacobinos, naturalmente) que toman el papel de “vanguardia de
la Revolución”.
Marx
crítica abiertamente a los “blanquistas”, por considerar éstos
que una “minoría conspirativa” puede sustituir la revolución
autónoma de una inmensa mayoría por el interés de la mayoría inmensa
(como afirmó explícitamente en el Manifiesto Comunista). De esta manera,
se llega a la contradicción jacobina: instaurar la dictadura
de una elite revolucionaria, aunque fuera bajo el disfraz de una “dictadura
revolucionaria”.
Pocos
conocen que los enunciados acerca de la “dictadura del proletariado”
fueron originariamente configurados desde el campo del “blanquismo”;
que fueron modificados y re-significados por Marx, asumiendo una postura
mucho menos impositiva que la de una “minoría conspirativa y esclarecida”,
se trataba no de una dictadura revolucionaria de una minoría, sino
del poder de la mayoría, de la multitud, del pueblo trabajador.
De allí que la conquista de las mayorías era un asunto de mayorías,
ara asunto de participación protagónica directa de las multitudes
en los acontecimientos revolucionarios.
Y en términos de movilización, articulación y reagrupamiento de fuerzas.
Es preferible pecar de exceso en la
“espontaneidad de masas”, que pecar de defecto, en la
“imposición de un centro político burocrático”.
Hay que recordar las palabras de Daniel Guerin en este punto: “Por espíritu jacobino debe entenderse, a mi juicio, la tradición de la revolución burguesa, de la dictadura desde arriba de 1793, un tanto idealizada y no muy bien diferenciada de la dictadura desde abajo. Y, por extensión, debe entenderse también la tradición conspirativa babeuvista (Graco Babeuf) y blanquista, que toma las técnicas dictatoriales y minoritarias propias de la revolución burguesa para ponerlas al servicio de una nueva revolución.”
De este modo, y a riesgo de simplificar, se pueden establecer los marcos
de esta discusión en una dicotomía: 1) la idea del “socialismo revolucionario”:
la revolución se hace siempre “desde abajo”, o sea desde, por
y para el pueblo, lo que arrastra el tema de la radical “socialización
del poder” y de la revolución democrática, a través de la auto-organización
de la multitud plebeya (Marx lo decía así: la emancipación de los
trabajadores será obra de los trabajadores mismos); o 2) la idea “jacobina”
según la cual la Revolución se hace fundamentalmente “desde arriba”,
atravesada por la virtud moral y la superioridad cognoscitiva de una
elite política, cuyas directrices revelan un estilos vertical-impositivo-difusionista
de tratamiento del pueblo, y alrededor generalmente del campo gravitatorio
de la política gubernamental o Estatal.
De esta manera se invierten los términos, y en vez de ser la forma-Estado un instrumento del pueblo, es el pueblo un instrumento de la forma-Estado. Basta re-leer a Marx en clave crítica, sin los filtrajes de todo el aparataje de manuales de doctrina marxista-leninista, para dar cuenta del abismo entre Marx y Stalin, por ejemplo.
Por supuesto, esta no es una discusión teorética, sino de una discusión
muy “práctica”, con evidentes implicaciones para la “vida práctica
de los activistas revolucionarios”. Se trata de clarificar sí
una revolución crea mayores espacios para las prácticas de libertad
política y liberación social (en Marx confluían la emancipación
política y la emancipación social, y no el “comunismo grosero”
que fue duramente criticado en sus Manuscritos de Paris), o degenera
en cualquier variante de dictadura o autoritarismo de minorías.
En
el plano de la actuación política, perseguir uno u otro fin,
sitúa las opciones políticas en las antípodas de la política
revolucionaria. O se asume la liberación social desde la democracia
radical, o se asume una variante de “comunismo de estado”
desde una política despótica. El dilema radica en clarificar
el régimen de posibilidad de ser jacobino y marxista a la vez.
Allí
se abre la apuesta leninista. Lenin fue el primero en proclamarse al
mismo tiempo marxista y jacobino. Algo extraño para Marx, que
cuestionaba el jacobinismo y que además decía que el “no era marxista”
(mayor heterodoxia no había). Pero la identidad política de Marx era
clara y diáfana: comunista (un comunista promotor del libre desarrollo
de la potencia humana), o en el peor de los casos, bajo la semantización
de Engels, un “socialista científico” y “socialista revolucionario”.
Pero
la trayectoria de Lenin alumbra los problemas contenidos en dicha síntesis.
Hoy sabemos que Lenin no fue el artífice de la Revolución Rusa, sino
que fue el movimiento revolucionario de ese país, su poder constituyente,
con su politización de décadas lo que condujo a crear las condiciones
para comprender los acontecimientos de 1917, lo que Lenin supo interpretar
para intervenir políticamente; de modo semejante en que el asociacionismo
popular, en clubes, del jacobinismo resultó esencial para 1789-1793,
donde personajes como Robespierre o Saint-Just supieron representar
un papel de conductores políticos.
Pero
ni Lenin ni Robespierre ni Saint-Just son los demiurgos de esas revoluciones:
es el poder constituyente, los acontecimientos de masa
y de las situaciones configuradas en el antagonismo de clases,
las que van marcando el ritmo, dirección, contenido y alcance del proceso
revolucionario.
Dentro
de esa tradición, Lenin pensaba (tomando aquí a Marx) que
la diferencia entre “el socialismo democrático” y el “jacobinismo
blanquista” “se reduce al hecho de que (en el primero) hay un
proletariado organizado y provisto de una conciencia de clase en lugar
de un puñado de conjurados”. La crítica de Rosa Luxemburgo a
Lenin en este aspecto conserva toda vigencia. Lenin define a su «socialdemócrata
revolucionario» como un “(...) jacobino ligado a la organización
del proletariado que ha tomado conciencia de sus intereses de clase.
En realidad, la socialdemocracia no está
ligada a la organización de la clase obrera, ella es el movimiento
mismo de la clase obrera”, aseguraba la revolucionaria polaca.
Podríamos decir para nuestras circunstancias históricas, que una revolución democrática y socialista es el movimiento mismo de emancipación del pueblo insurgente, del obrero social, de la multitud plebeya. Y en nuestras condiciones histórico-culturales, no hay revolución democrática y socialista, sin postular la mayor pertinencia de la ecología política radical, y sin un proceso de descolonización del pensamiento socialista que impugne desde su raíz las huellas del racismo y del eurocentrismo.
Si Lenin (análogamente a Bolívar, por cierto) había asegurado que
“(…) la inteligencia de decenas de millones de creadores proporciona
algo infinitamente más elevado que las previsiones más vastas y geniales
de unos pocos”; también aseguró que “(…) al educar al
partido obrero el marxismo forma a la vanguardia del proletariado, la
capacita para tomar el poder [...] para dirigir, y organizar un nuevo
régimen, para ser maestra y guía de todos los trabajadores”.
A partir de este mensaje leninista, “vanguardia-maestra y guía”, surge posteriormente el sacrosanto principio de la “función dirigente y superior del partido sobre la sociedad y el Estado” en las experiencias de los “Socialismos reales”.
De un “partido-aparato único”, por cierto, ajeno a cualquier articulación democrática de la diversidad anticapitalista en el campo revolucionario, y subordinando a maniobras tácticas, cualquier política de frentes políticos o sociales. De allí que el “espíritu frentista” estuviese cargado de hipocresías, sectarismos e instrumentalizaciones. No había finalidad política democrática superior, sino simple absolutización de medios instrumentales.
El conflicto que sella el devenir de la revolución rusa se juega al
interior del bolchevismo, entre dos espíritus: el marxista libertario
y el jacobino-blanquista; y esto nunca será resuelto ni en Lenin, ni
en Trotsky, y mucho menos en Stalin. De allí la importancia de abrir
el archivo de referencias al torbellino creativo de los años
1890 hasta 1934, como una de las momentos de auge de la teoría crítica
anti-capitalista, pues hay mucho que más “marxismo-leninismo
ortodoxo”: hay socialdemocracia revolucionaria, hay comunismo de consejos,
hay austro-marxismo, hay sindicalismo revolucionario, hay corrientes
libertarias; hay pues muchos más pensamientos críticos socialistas,
que un pensamiento–único revolucionario. Se trata de superar
el “marxismo ortodoxo”, que condena a cualquier revolución a repetir
los errores de las experiencias del despotismo burocrático.
El énfasis del Lenin en 1923, por ejemplo, en la llamada “inspección obrera y campesina” fue enarbolado con orgullo y razón como un combate abierto contra la burocracia, pero hace olvidar un hecho: la “inspección obrera y campesina” es un principio muy diferente a la “gestión de la producción por los propios trabajadores y trabajadoras”. El primero supone un control sobre una burocracia ya constituida, el segundo busca oponerse a la constitución misma de la burocracia; el primero supone la existencia de un aparato estatal con estructura de tipo tradicional, al que se le ha asignado la función de sostener la infraestructura de la revolución social: un Estado con funciones socialistas, pero con una estructuración político-administrativa de corte burgués, que debe ser controlado y desmontado; el segundo principio, la “gestión de la producción por los propios trabajadores y trabajadoras, supone necesariamente un nuevo tipo de semi-Estado de transición, mucho más democrático que cualquier estado representativo burgués, como decía Gramsci, creado por la experiencia asociativa de las masas.
Con Trotsky sucede algo parecido. Si en su juventud criticó el
jacobinismo de Lenin y consideró que jacobinismo y socialismo
proletario configuran “dos doctrinas, dos tácticas, dos psicologías
separadas entre sí por un abismo”, y pudo afirmar en 1937 que “no
puede haber un programa revolucionario hoy, sin soviets y sin control
obrero”, pero también aseguró en Balance y perspectivas: “El Estado
no es un fin en sí. Es apenas una máquina en manos de las fuerzas
sociales dominantes”, con lo que no captaba la contradicción
existente entre una y otra proposición, pues no se trata de poner
los soviets al lado del Estado, sino de que la lógica de los soviets
atraviese toda la lógica de un nuevo Estado de transición.
El
problema no radicaba en convertir a los soviets (ó los consejos)
en “células estatales”, sino lo contrario: que el nuevo Estado
de transición, radicalmente democratizado sea en sí la
articulación de los soviets constituidos, que haya efectivamente
amputado los peores males del cualquier Estado burgués: no hacer
un Estado que “apoye” a los soviets, sino pensar que estos son ya
una forma-Estado de transición, que comienza que derrumba los peores
lados de esta forma o principio de dominación, como lo son sus
aspectos puramente coercitivos, policiales, represivos y toda su maquinaria
burocrática. Pues no es idéntico utilizar el Estado contra
las clases dominantes minoritarias, que utilizarlo sobre y contra los
obreros, campesinos y soldados, cada vez mas politizados.
Esa
tensión en el marxismo bolchevique entre su “vocación libertaria”
y su “vocación por el comunismo estatal”, entre la revolución
“desde abajo” y la revolución “desde arriba”, entre su impugnación
del Estado y la afirmación de la necesidad de su continuación,
está presente en la historia de las revoluciones posteriores, e incluso
se asoma por la puerta grande en la propia revolución bolivariana,
de mano con una problemática de la transición post-capitalista que
pasa inevitablemente por despejar sus relaciones entre el poder constituyente
y el poder constituido, entre el carácter básicamente liberal-socialdemócrata
de su diseño Estatal y Constitucional, y el Proyecto Histórico Socialista
que pretende encarnar.
La
transición pacífica es una transición limitada a los acontecimientos
de masa que se producen en el propio proceso de profundización de
la democracia social y participativa, hasta tanto no se desaten
nuevos nudos constituyentes ( el año 2007 no era un año de
reforma liberal, sino de iniciativa constituyente desde abajo, esa
iniciativa fue de nuevo bloqueada por el centro político burocrático),
más allá de “reformas y enmiendas”, cuyo juego de lenguaje
se mueve en el terreno de los límites constitucionales; una
Constitución que efectivamente es flexible y abierta, pero sin aquellas
elasticidades que permitan graves confusiones, como por ejemplo, entre
la forma del Estado Social y Democrático (invención socialdemócrata),
con los Estados Socialistas (invención leninista) a la vieja
usanza. Esta pregunta no es ingenua: ¿cree usted que el Estado Social
y Democrático equivale al Estado Socialista imaginado, por
ejemplo, por Lenin? Aquí reside una vulgar confusión en el seno de
la “elite iluminada” del propio PSUV, cuando se repite a los cuatro
vientos que hay que desmontar el Estado burgués y construir el Estado
socialista.
Quien
no comprenda los callejones sin salida reformista de los límites
constitucionales, no comprende las relaciones entre derecho y
política en los procesos de transición pacíficos. Si no se agotan
los contenidos socialdemócratas de la propia Constitución,
si no se desarrollan, profundizan y agotan sus principios, valores y
se concreta el ejercicio efectivo de
la Carta de Derechos Fundamentales, todas las maniobras para modificar
los aspectos de organización de los poderes (desmontar alcaldías y
gobernaciones, por ejemplo) afectando los principios fundamentales,
claramente establecidos, son un ejercicio fáctico
de extravío político-jurídico.
Pues
los actos constituyentes de facto, son eso, actos que desestabilizan
ordenamientos constitucionales a partir de una revolución democrática
del poder constituyente, actos de multitudes, que no pueden
ser suplantados, sustituidos o confiscados por la voluntad jacobina
de una vanguardia que sustituyen el protagonismo de masas; y por
otra parte, que afectan cualquier idea de transición pacífica en los
marcos del constitucionalismo democrático.
Allí
reside el impasse político-jurídico que ha generado la propia dirección
revolucionaria, confundir prácticas de reforma, con prácticas constituyentes
y revolucionarias. No hay posibilidad de confundir a Kelsen
ó a Herman Heller, con el Che Guevara. No se trata de buenas intenciones,
o de intenciones revolucionarias, se trata de consistencia teórica
y examen de la viabilidad jurídico-política.
Por
otra parte, y para agravar las tensiones entre una revolución desde
abajo y una revolución desde arriba, es ostensible el “cesarismo
socialmente progresivo” de Chávez, que adicionalmente da muestras
de “rasgos políticamente regresivos” (el poder de Uno
en vez del poder de Muchos), rasgos típicos de un liderazgo
carismático con apoyo popular, pero que no puede confundir una
“democracia plebiscitaria” con una democracia deliberativa, participativa
y protagónica, ejerciendo en múltiples circunstancias un estilo
de dirección personalista-caudillista.
Por tanto (y de eso se quejaron Müller y Tacón, para poner dos casos
entre la diversidad de voces que lo han planteado, basta recordar
el debate truncado sobre “hiper-liderazgo”) de una revolución
que carece de una conducción colectiva de peso, cuya iniciativa
constituyente de masas es bloqueada y fracturada permanentemente por
el partido-maquinaria o por Chávez mismo; por otra, coloca al
poder constituyente en una fase de espera-pasiva de lineamientos o directivas
desde el poder constituido.
Si
el predominio de las directivas de Chávez es harto evidente, su herramienta-complemento,
el partido-maquinaria, reproduce la lógica de la función dirigente
y superior del “partido-único revolucionario” sobre la sociedad
y el Estado, típica estructuración de la conducción política que
se acerca aceleradamente a los socialismos reales. En contraposición,
una revolución democrática constituyente, si quiere alcanzar una mayor
socialización del poder social, no puede apoyarse ni en el mito
cesarista de los populismos de otrora, ni en el partido-único
calcado del socialismo burocrático. Ni populismo ni estatismo
autoritario.
Tal
tensión entre el imaginario libertario de la revolución y el imaginario
jacobino-blanquista, no se resuelve en el justo medio entre ambas
inspiraciones, sino en otro lugar. Se resuelve en la afirmación,
promoción y defensa del “espíritu positivo y creador” de las masas
populares contra el “espíritu estéril del vigilante nocturno”,
propio de una instancia el Estado que se ha colocado fuera y por encima
de ellas. O sea, todo lo opuesto a la ejecutoria histórica del
“Socialismo-Comunismo de Estado”.
Lo
que se evita al asumir la primacía del poder constituyente
sobre los poderes constituidos, es la usurpación del hecho revolucionario
por la burocracia, y/o por las fracciones el capital ligadas
a la movilización poli-clasista, por el mito cesarista, que tiende
a bloquear cualquier salto cualitativo hacia el auto-gobierno popular.
Y por mito cesarista se comprende una definición precisa: el culto
a la personalidad es el grado superior del sectarismo en política.
Por
ejemplo, el jacobinismo de Lenin es una muestra palmaria de esta
dificultad y sus posibles reacciones psicológicas. Lenin (Un paso adelante,
dos pasos atrás) afirma: “Las "terribles palabras de jacobinismo,
etc. no significan absolutamente nada más que oportunismo. El
jacobino, indisolublemente ligado a la organización del proletariado
consciente de sus intereses de clase, es precisamente el socialdemócrata
revolucionario. El girondino, que suspira por los profesores y los
estudiantes de bachillerato, que teme la dictadura del proletariado,
que sueña en un valor absoluto de las reivindicaciones democráticas,
es precisamente el oportunista”.
En
“Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática”,
agrega: “Esto no significa, en modo alguno, que queramos sin falta
imitar a los jacobinos de 1793, adoptar sus concepciones, su programa,
sus consignas, sus métodos de acción. Nada de esto. Tenemos no un
programa viejo, sino nuevo: el programa mínimo del Partido Obrero Socialdemócrata
de Rusia. Tenemos una consigna nueva: la dictadura revolucionario-democrática
del proletariado y de los campesinos”.
Sin
embargo, hoy sabemos cual fue efectivamente el devenir histórico de
la dictadura sobre y contra el proletariado, soldados y campesinos.
¿Se repetirán los mismos errores?
Continuará…
jbiardeau@gmail.com