La Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras (LOTTT) no sólo supone un importante estímulo para el turismo nacional, al permitirnos más tiempo libre de calidad. Nos invita además a redescubrir nuestras raíces, con la posibilidad de transformar nuestra economía y devolverle al trabajo su sentido humano.
Hace un par de meses estuvimos mi esposa, mi bebé y yo en el pueblo de Niquitao, en los Andes trujillanos. Llegamos un fin de semana y fue una sorpresa ver que éramos los únicos turistas. Aún siendo reconocida como la mejor del estado, y con un descuento muy solidario, la principal posada del pueblo también estaba vacía.
Fue una experiencia relajante, pero me preocupó la ausencia de otros visitantes a este encantador lugar.
Fui entendiendo poco a poco el trasfondo de esta curiosa vivencia cuando se me apareció la imagen de la trabajadora atada a su escritorio en la ciudad, e incapaz de escaparse un fin de semana por tener que ocuparse de miles de cosas a las que no pudo dedicar tiempo alguno de lunes a viernes; o del obrero obligado a trabajar a todas horas, sin dominio propio de su tiempo, ni la posibilidad de disfrutar de dos días seguidos de descanso.
Tiempo libre: barrera invisible
Marx observó que el capitalismo le proporciona al trabajador la cantidad mínima de tiempo libre para la reproducción social del trabajo: comer, dormir y procrear, sin ninguna otra concesión –salvo para los patronos y la clase de ‘empleadores’, claro está.
Para ñapa, la productividad del país, entendida como el rendimiento óptimo del trabajo, es un mito. Algunos sectores que la toman como bandera se presentan como empresarios serios, luego de haber sido durante décadas simples comercializadores de productos importados o revendedores especuladores, que muy poco obraron por el auténtico desarrollo del país.
A esto se suma una curiosa inversión de la ley del valor de Marx, en nuestro caso. Ciertamente, la fuente de todo valor es el trabajo humano, pero en Venezuela podemos observar paralelamente un proceso inverso: el valor también fluye hacia el trabajo, producto de nuestra renta petrolera. Esto repercute en la proliferación de puestos de empleo improductivos donde una buena proporción del tiempo es dedicada a cumplir un horario para justificar un sueldo. Se trata de una doble alienación, ya que el trabajo pierde inclusive su sentido inmediato, y se convierte en tiempo de espera.
Esta atadura innecesaria es, a su vez, producto de un legado colonial en nuestra cultura del trabajo, que nos acompaña desde los tiempos del vil capataz. Pues el esclavo tenía que estar siempre a disposición. Incluso en momentos de relativa calma, se le inventaba cualquier cosa que hacer, como parapetear la casa del amo, reduciendo así a un mínimo sus posibilidades de mejorar su propia choza o compartir con su familia. La rigidez artificial que implica este infeliz legado, obliga a muchos a solicitar permisos, reposos, o simplemente mentir para poder dedicar tiempo a los momentos más significativos de la vida. Al igual que con los esclavos de aquél entonces, no se puede buscar la felicidad sin estar sujeto a presiones de culpa. No olvidemos que para los amos eramos posesiones y no personas, y cualquier cosa que transgrediera esa linea era castigada, o quedaba a total discreción de nuestros dueños. Esto contrasta con el feudalismo en Europa, donde el siervo era nominalmente dueño de su tiempo, aunque tuviera que entregarle a su señor buena parte de los frutos de su trabajo.
Lo más grave es que reproducimos hoy día los mismos esquemas esclavistas bajo el llamado al “compromiso revolucionario”, al “sacrificio”, etc., donde la exigencia suprema se reduce al simple hecho de estar presente, relegando la obra concreta, el trabajo sustancial, a un segundo plano. Por otra parte, el otorgamiento discrecional de permisos o reposos se convierte fácilmente en herramienta de control o de favoritismo, premiando no exactamente a quien más trabaja, sino al más amigo.
La contraparte de este orden, injustamente restrictivo, es una fuga masiva de la población durante los principales días feriados, colapsando terminales y playas, como cuando revienta una válvula de presión. Su resultado es un turismo voraz e insostenible.
La nueva Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras nos sincera con nuestra realidad, hasta cierto punto. Nos libera de una porción improductiva de nuestro trabajo, y nos abre a otras formas de vida que, a la vez, nos permiten ‘sembrar el petróleo’ de maneras socialmente gratificantes.
Si tuviéramos verdaderamente las condiciones para conocer y valorar todo lo que nuestro país ofrece, la estampida esquizofrénica hacia los centros comerciales sería menor. Estos representan una ilusión de escape sin salir de la ciudad, sin duda favorecida por todo un sistema de condicionamiento extranjerizante y consumista. Pero, a la vez, es para muchos el escape más presto para romper con la monotonía cotidiana, la única ventana hacia lo ‘exótico’, en vista de las limitaciones de movimiento que les impone el trabajo. De cierto modo, son el equivalente moderno de la bodega en la hacienda, con la que los amos se pagaban y se daban el vuelto, impidiendo que el esclavo gastara su dinero fuera de su recinto, o accediera a mejores opciones para cubrir sus necesidades.
La barrera invisible que coarta nuestro acceso al verdadero tiempo libre también se manifiesta en la acumulación material, como elemento paliativo que nos ayuda a sobrellevar un insostenible modelo de vida. Mientras se mantiene a la población ‘cautiva’, y se le crea una falsa imagen de libertad, se le obliga a consumir y desechar; desperdiciando así la oportunidad histórica que nos brinda nuestro actual momento revolucionario, junto a nuestra elevada riqueza nacional.
Es esto lo que le permite al capitalismo un desarrollo de sus fuerzas productivas basado en cosas que generalmente no necesitamos, al mismo tiempo que transfigura nuestras relaciones humanas.
Otra dimensión de la historia
Los esquemas laborales que han marcado nuestra época moderna son directamente responsables de la pérdida de la memoria de nuestros orígenes, de nuestra genealogía.
Aquellos que se ‘irían demasiado’ lo hacen, en parte, por su origen ligado a una inmigración relativamente reciente, y por su favorecido acceso a una familia en otras latitudes. Pero también, por un débil asidero propio en cuanto a su genealogía nacional.
Sin embargo, según nuestro amigo José Roberto Duque, está surgiendo otro tipo de gente en nuestro país: “Gente que seguramente tiene un íntimo anhelo de largarse pero no para afuera, sino para los adentros, en busca del país que nos arrebataron”.
Mi viaje a Niquitao fue producto del tiempo de lactancia que hoy día mi pequeña hija disfruta, junto a su mamá y su papá, gracias a la nueva LOTTT. Además de permitirnos más tiempo libre y una mayor vinculación con nuestra tierra por medio del turismo, esta nueva ley nos invita a transitar hacia nuevas alternativas de vida en el territorio, más allá del simple escape momentáneo. Pero esta promesa no se cumplirá sin que también nos sea posible juntar más días libres seguidos, fuera de temporada, permitiendo así un relacionamiento más duradero y profundo con nuestros “adentros”; sin que esto afecte necesariamente nuestro trabajo regular. Por ejemplo, trabajando dos fines de semana al mes, pero con la posibilidad de acumular esos días junto a un tercer fin de semana, para darnos seis días seguidos de tiempo libre.
Niquitao fue también el origen de una parte de mis antepasados maternos, desde donde se fueron decantando con violencia hacia los barrios de la gran ciudad en un éxodo devorador. Visitar este pueblo ancestral me motivó a reencontrar a mi familia perdida en ese destierro, y a reconocer sus distintos caminos recorridos.
La ‘vuelta’ no será un proceso lineal, ni podrá revertir un hecho histórico, pero puede que ya esté en marcha. Algunos de mis primos, heroicos representantes de un tortuoso camino de Niquitao a Petare, vía Calderas y Barinitas, han emprendido su retorno a la tierra de distintas formas; entrelazándose con los orígenes de sus propios seres queridos, y guiados por el afecto para crear nuevos sentidos de pertenencia, nuevas posibilidades.
En Niquitao yo ya no conocía a nadie, pero quedaban apellidos en común. Un familiar distante, ahora más cercano, nos abrió las puertas de su hogar. Ahí nos encontramos con un mundo encantado: “La Casa de las Mantecadas”, con sus tradicionales tortas y sus curiosidades. Sentía que redescubría una parte de mí, y de mi devenir, lejos de la enajenada vida capitalina.
Volver a nuestro originen -cualquiera de tantos- nos ofrece un medio para reconstruir nuestra identidad, y nuestros horizontes de vida.
Este feliz retorno burla nuestro desubicado apego a la alienación productivista, anunciando un verdadero desarrollo endógeno, que cobra sentido cuando nos reencontramos con nuestro territorio humano.
george@cantaclaro.org
@gazariah