En el extenso inventario de problemas que el país confronta en la actualidad conviene retomar el tema de la gerencia pública, por constituir en sí misma en un campo de interés estratégico para el Estado. Para que el país funcione y pueda estar a la altura de los compromisos requiere de unas instituciones sanas, vigorosas, innovadoras y eficazmente dirigidas.
Es casi un lugar común registrar en diferentes ámbitos de la institucionalidad pública, situaciones que revelan la existencia de nudos críticos que entraban aún más su operatividad y su efectividad. Poco se habla en estas instancias de gestión, proyecto, indicadores, evaluación, políticas públicas.
Predomina una tendencia pragmática que se afinca en operativos y actividades puntuales como eje de acción exclusiva de las políticas (planes y programas). El inmediatismo y el activismo, salvo raras excepciones, se imponen dejando a un lado los estudios prospectivos y estratégicos. Los conocimientos y aportes de la gerencia han sido subestimados como si se tratase de un área contaminada o ajena a los procesos de la cotidianidad laboral. Siendo la planificación una herramienta fundamental observamos con preocupación su limitado uso y manejo en los cursos de acción institucional. Resulta paradójico que un gobierno que ha adoptado las doctrinas socialistas se deslinde con el paso del tiempo de las tendencias y el talante planificador que caracterizaron en buena medida los países socialistas (URSS, China, Alemania Oriental).
Desde los inicios del proceso bolivariano se intentó desmantelar un modelo de gestión pública heredado de los gobiernos adeco-copeyanos, con el agravante de no haberse diseñado en paralelo un proyecto alternativo ni mucho menos una visión que pudiese adecuarse a los grandes lineamientos estratégicos del estado. El propio Chávez mostró su preocupación con el tema, pero la misma necesidad de producir cambios rápidos en el corto plazo lo lleva a implantar el modelo de las misiones como una alternativa para contrarrestar la acción tardía e ineficaz de la burocracia institucional y enfrentar las actitudes de resistencia enquistadas en algunas dependencias oficiales. No obstante, las misiones son concebidas desde una visión pragmática, como estructuras paralelas, que no permean, ni retroalimentan el aparato estatal. Ante la ausencia de acompañamiento técnico y de evaluación terminan reproduciendo los mismos vicios del modelo que se pretendía suplantar.
Con el permiso de Gramsci: lo viejo al parecer nunca murió y lo nuevo nunca nació. Allí reside, en buena medida, parte del drama que hoy padecemos: antiguos conflictos y tensiones se entremezclan con nuevas desviaciones para configurar un espacio caótico minado de contradicciones, anomalías e incongruencias. Una misma línea de continuidad, una misma ruta por donde la gestión pública sigue su curso pretérito navegando bajo temporales difíciles de amainar.
Cabe preguntarse ¿Porqué instituciones relativamente nuevas lucen tan desgastadas y de espaldas a los enfoques y propósitos para los cuales fueron diseñadas? ¿Qué tipo de mecanismos de modelaje operan para que se reproduzcan ipso facto las tendencias burocráticas harto criticadas de las instituciones de la Cuarta República?
La dimensión cultural constituye una pista certera para rastrear no solo el origen de nuestras debilidades y fallas, sino también para vislumbrar con certeza nuevas zonas de exploración y de análisis. Ciertamente, se mantiene intacta la misma estructura mental, la misma manera de actuar, la misma cultura. Repensar entonces, el tema de la institucionalidad pública desde la perspectiva cultural, constituye uno de los posibles referentes para calentar neuronas y reimpulsar esta tarea tan clave como necesaria en el fortalecimiento del Estado y en la construcción de una nueva institucionalidad.
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