La militarización de la política en Venezuela

Que los hombres de uniforme se encuentren dirigiendo hoy los destinos de Venezuela no es cosa rara. Tal situación es un fenómeno de larga data, es tradición nacional. En casi dos siglos de historia republicana venezolana han sido los militares los que se han mantenido durante más tiempo con el control de la cosa pública del país. Ningún otro sector venezolano ha disfrutado del privilegio de ocupar los puestos fundamentales de la administración pública nacional tanto tiempo como lo han hecho los hombres de uniforme. Durante el siglo XIX esa fue la regla, la tónica dominante. Los militares de esos tiempos se creyeron con el derecho de gobernar en razón de su participación protagónica en la guerra de independencia. Dado que la independencia fue conquistada a costa de muchas batallas, para su manera de pensar, su participación en esta guerra les otorgaba en exclusividad el derecho de gobernar la nación hasta la desaparición física del último de los soldados libertadores. Y así ocurrió de hecho. José Antonio Páez, Carlos Soublette, y los hermanos José Tadeo y José Gregorio Monagas, se turnaron en la Primera Magistratura nacional, y su hegemonía duró hasta 1859, cuando se inició la Guerra Federal. Fueron 29 años de predominio de tales caudillos militares venidos del gran conflicto independentista. Y no solo el gobierno político les perteneció sino que también gobernaron la economía del país pues en sus manos tuvieron las principales haciendas y hatos de la nación, las tierras más ricas para el cultivo y la ganadería, principales fuentes de riquezas entonces.

Luego vinieron en la misma tónica los generales de la Federación, triunfadores en la Guerra Larga o Guerra Federal. Estos gobernaron 36 años, desde 1863 hasta 1899. Esta nueva hegemonía de caudillos militares comenzó con Juan Crisóstomo Falcón, siguió con Antonio Guzmán Blanco y terminó con Joaquín Crespo e Ignacio Andrade. Todos ganaron su generalato en la guerra, y todos fueron también grandes latifundistas, propietarios de las mejores tierras del país. Numerosos hatos, plantaciones y bienes inmuebles, distribuidos en la extensa geografía nacional, pasaron por sus manos. En estos casos, la política fue el medio para la obtención de cuantiosas riqueza económica. Aquí se incursionaba en política para hacer negocios y obtener riquezas. Por todo esto la imagen de Venezuela del siglo XIX fue la de un pobre país. Las realizaciones concretas de sus gobernantes en este tiempo fueron demasiado exiguas. La población mayoritaria del país padeció epidemias propias de los países miserables, tales como: paludismo, analfabetismo, desnutrición, altas tasas de mortalidad infantil, esperanza de vida promediando los cuarenta años; exigua población escolar, apenas dos universidades en donde cursaban unos quinientos alumnos por año. En síntesis, Venezuela, el país cuyos soldados andinos, llaneros, caraqueños, margariteños, guayaneses, hicieron la independencia de casi todo el continente, era a fines del diecinueve una pobrísima nación compuesta de gente hambrienta, desnutrida, analfabeta, enferma, desnuda.

En esos setenta años del siglo XIX, extendidos desde 1830 hasta 1899, contados fueron los meses con presidentes civiles en nuestro país. La suma de esos meses no da más de cinco años, mismos que fueron cubiertos por el médico José María Vargas, y por los abogados Pedro Gual, Manuel Felipe Tovar, Raimundo Andueza Palacio y Juan Pablo Rojas Paul. Tales presidentes, sin embargo, no gozaron de plena autonomía en su gestión, pues detrás suyo, pendiente de sus ejecutorias, estaba el gran elector, el poder detrás del trono, el dueño del negocio, el caudillo militar que los había seleccionado para que le cuidaran la silla presidencial durante esos meses que estos la ocuparían.

En el siglo XX tal dinámica política, con los militares hegemonizando el poder, se mantuvo sin alteraciones durante un trecho bastante largo. Este siglo se inauguró con la Revolución Restauradora, el levantamiento militar de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que derrocó al presidente Andrade y permitió el ascenso de los andinos tachirenses a la primera magistratura. Con los recién llegados continuó el mismo esquema político de predominancia militar. Generalatos ganados a punta de pistola se reafirmaron como el mérito necesario para ocupar los puestos de mando en el país. Presidente, ministros y gobernadores de estado fueron otra vez hombres de uniforme, paisanos de los andes, preferentemente tachirenses, de donde eran originarios el presidente Castro y el vicepresidente Gómez, el par de gamonales dueños ahora del coroto nacional. Este último, propietario en los comienzos del régimen castrogomecista de una modesta finca en San Antonio del Táchira, pasó a ser literalmente el dueño del país: hatos en casi todos los estados de la república, fincas de café y cacao repartidas en diferentes lugares de la geografía nacional, fábricas, concesiones petroleras, decenas de inmuebles urbanos, carnicerías, frigoríficos, plantas eléctricas, mataderos, acciones en bancos, empresas navieras y ferrocarriles, todo esto y más era suyo y de sus familiares más cercanos. A su muerte fue considerado el hombre más rico de Venezuela. El valor de sus propiedades se consideró equivalente al 15% del producto Territorial Bruto del país. Era este bárbaro, el presidente de Venezuela, un obseso por amasar propiedades. Con él se reitera la tragedia nacional arrastrada desde los comienzos republicanos, según la cual la política es un medio para hacer negocios los pocos escogidos, para amasar riquezas, para robarse las arcas nacionales, a costa del hambre y sufrimiento del resto nacional. Fueron treinta y cinco años de un modelo de gestión así concebido, con consecuencias nefastas para Venezuela. El país salió de allí con agudas carencias.

El gomecismo fue un régimen en el cual todo el país se convirtió en hacienda particular del mandatario, de sus familiares y de los adeptos al régimen. Venezuela fue la gran finca gomecista. Sus riquezas se las repartieron los miembros del clan Gómez a su libre albedrío. Pero no concluyó allí la tragedia nacional, ni tampoco terminó el predominio de los militares en el mundo político. El fenómeno continuó con los gobiernos presididos por los generales provenientes del gomecismo, Eleazar López Contreras (1935-1941) e Isaías Medina Angarita (1941-1945); a los que siguió el de la junta cívico-militar integrada por los civiles Rómulo Betancourt, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Raúl Leoni y Gonzalo Barrios, además de militares como el Mayor Carlos Delgado Chalbaud y el capitán Mario Vargas. Esta vez los militares compartieron por tres años, entre 1945 y 1948, con hombres provenientes del mundo universitario, la dirección del gobierno nacional. No se desprendieron de lo que había sido su pertenencia exclusiva por muchas décadas. Ese paso, alejarse completamente de la política, no se atrevieron a darlo. Era demasiado lo que iban a perder, pues ahora el país disfrutaba de ingresos económicos cuantiosos provenientes de la renta petrolera. Ya no solo eran las actividades agrícola y pecuaria las generadoras de fortuna en nuestro país. Ahora se contaba con la inmensa renta petrolera en manos del grupito de afortunados administradores de la cosa pública nacional. La tajada era demasiado suculenta para entregarla sin más. Por esto mismo los militares dieron el golpe de estado al ilustre presidente Rómulo Gallegos, electo en diciembre de 1947, para un mandato de cinco años, hasta 1952, conferido por el pueblo venezolano en elecciones libérrimas. No tuvo tiempo el ilustre presidente de iniciar siquiera la ejecución de su programa de gobierno. Ocho meses apenas se mantuvo en la primera magistratura, y eso lo hizo sorteando, en este breve tiempo, diferentes intentonas golpistas de parte del ejército. No hubo para su gobierno un momento de sosiego. Finalmente, en octubre de 1948 fue destituido y ocuparon su lugar los mismos de siempre, los hombres de uniforme, los vestidos de verde olivo, un triunvirato constituido por los coroneles del ejército Marcos Pérez Jiménez, Felipe Llovera Páez y el Mayor Carlos Delgado Chalbaud, régimen que se extendió hasta enero del año 1958, cuando terminó sus días como resultado de una movilización popular de varios días, a la cabeza de la cual estuvieron líderes provenientes de las organizaciones políticas, Acción Democrática y Partido Comunista de Venezuela.

Si sumamos todos estos años de predominio militar en Venezuela, contados desde 1830 hasta 1958, eso da una cifra demasiado llamativa. En ese largo trayecto de 128 años, 112 fueron de dominio completo de los militares en la política nacional. La política fue así un asunto arbitrado por los hombres de uniforme verde oliva. Tal arbitrio fue la norma nacional, tanto en el siglo XIX como en el XX, según hemos podido ver aquí en estos números arrojados por los acontecimientos nacionales en su evolución.

Y ahora, en el siglo XXI se repite el mismo patrón, con la particularidad de que se trata ahora de una circunstancia política donde un gobierno salido de un proceso comicial, resultado de la voluntad soberana del pueblo venezolano, designa para ejercer las más altas responsabilidades ejecutivas a hombres de sable y pistolera. Es lo distinto de la tradición anterior y también lo que hace paradójico el momento presente. Pero para los efectos es lo mismo. Son los militares sosteniendo en sus manos las riendas del gobierno, no en forma parcial sino en términos hegemónicos.

Los miembros de tal fuerza institucional cubren casi todos los puestos de la administración pública en este momento de la historia venezolana. A estos hombres de armas y uniforme los encontramos hoy en distintos espacios de la vida nacional cumpliendo tareas variopintas. Los encontramos en las gobernaciones de los estados y en las alcaldías, en los ministerios y viceministerios, en la Asamblea Nacional, en las presidencias de Institutos autónomos, como gerentes de las empresas públicas e instituciones financieras, como autoridades universitarias, en consulados y embajadas, en las distintas y numerosas Misiones, al frente de hospitales, puertos y aeropuertos, administrando fincas y haciendas de propiedad estatal, y pare de mencionar. Y, por supuesto, los encontramos haciendo negocios de todo tipo con la gasolina y otros combustibles, con el oro de Guayana, con los vehículos y motos chinos, con los productos de las empresas de Guayana, con divisas extranjeras, tal como ha sido publicado en los medios de comunicación del país. No ha cambiado mucho en este aspecto la política venezolana, se repite lo que aquí pasó antes con los militares de la independencia, con los de la federación, con los del gomecismo y los del perezjimenismo.

De manera que, como se desprende de lo expuesto en estas páginas, los militares tienen una inmensa responsabilidad respecto a los pocos logros e inmensas carencias que muestra hoy Venezuela al mundo, pues buena parte del largo tiempo republicano venezolano, este país ha sido conducido por ellos. En estos 176 años de historia, trascurridos desde 1830 hasta hoy, los militares han estado al frente de la nación, no menos de 130. De manera que su responsabilidad en las falencias en la conducción del país es total, absoluta, completa. No pueden acudir ellos al gesto de Pilatos y desentenderse de los problemas, calamidades, carencias, derivadas de tal conducción, que hoy afectan la vida diaria de los venezolanos comunes y corrientes. Deben aceptar el dedo acusador del país, es lo mínimo que corresponde de su parte ante la gran tragedia nacional de los tiempos que corren, tragedia que es el acumulado de años de pésima conducción gubernativa, donde son más los fracasos que los éxitos.

Si en nuestro país de hoy cualquier venezolano con alguna enfermedad no encuentra medicina para combatir su sufrimiento, eso es responsabilidad de los gobiernos militares, pues después de todos estos años administrando el destino de la nación, no contamos aún con una industria farmacéutica nacional ni con centros de investigación capaces de generar las vacunas y medicinas requeridas por los venezolanos; si en nuestra nación tenemos una economía atrasada, dependiente, monoproductora endeudada, no pueden los integrantes de las fuerzas armadas ver para otro lado y decir que es de otros la culpa; si en Venezuela campea la corrupción y en consecuencia las riquezas económicas extraídas del suelo nacional, o producidas por el esfuerzo de los trabajadores, han sido en gran parte dilapidadas o sacadas del país, para engrosar las arcas particulares de propios y extraños, esa llaga es también responsabilidad de los militares gobernantes; si nuestro país no cuenta con un parque industrial diversificado y una producción agrícola capaz de garantizar el sustento diario de nuestros habitantes, eso es también consecuencia de la predominancia militar en los cargos públicos; si las bandas de malandros, ladrones y asesinos controlan las cárceles, calles y el resto de los espacios públicos de la nación, de esto son responsables los hombres de uniforme; si Venezuela es hoy día un país con una enorme deuda financiera, contraída con bancos y gobiernos foráneos, tal calamidad es responsabilidad del sector castrense. En fin, si nuestra nación se muestra hoy día como un país fallido, donde el desfalco del dinero público es asunto de todos los días, donde la política sigue siendo un oficio de negociantes; donde el modelo económico predominante es de tipo tercermundista, caracterizado por su atraso, dependencia y condición monoproductora; con servicios médicos deficitarios y deficientes; con un sistema educativo de mala calidad, con universidades de quinta categoría, con escasos centros de investigación, con un pobre desarrollo tecnológico, con pobrísima calidad de vida entre sus habitantes, todo ello es responsabilidad de los distintos grupos de poder en cuyas manos han descansado las tareas gubernativas, pero en especial del sector castrense, pues las instituciones del Estado Venezolano han sido predio casi exclusivo de los hombres y mujeres salidos de sus filas, casi todo el tiempo de nuestra historia desde la muerte de Simón Bolívar hasta el tiempo presente.

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Sigfrido Lanz Delgado


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