Excelentísimo Señor Presidente de Venezuela
Vuestra Excelencia ha sido colocado al frente de mi país para sellar en su nombre la salud de mis compatriotas. Esto es lo que le ha encomendado el pueblo soberano mediante el libre ejercicio de su derecho, cuando lo eligió a Vd., para que ejerciera la sacrosanta Primera Magistratura del País. De manera que Vd., debe guiar su desempeño en este cargo procurando siempre en verdad esa buena salud del pueblo, sin importar las inclinaciones políticas de los miembros de éste.
Excelencia, al pueblo tiene Vd., que brindarle ante todo justicia y libertad, pues estas son los pilares verdaderos de una República. Es la Justicia la reina de las virtudes republicanas, y sobre ella descansan la Libertad y la Igualdad.
Por implantar esa justicia, esa libertad y esa igualdad en mi patria fue que desde el año 1810, cuando apenas contaba con veintisiete años de edad, abandoné para siempre la vida dispendiosa que mi familia me había prodigado. No hice la guerra ni incursioné en la política con la finalidad de adquirir poder y riqueza, como ocurre ahora con la clase política que dirige las riendas de mi país. Hice la guerra para implantar la libertad y la justicia en mi patria. Me movió a ello la Gloria por conseguirlas; ningún otro interés ocupó mi mente. Y el pueblo de mi país reconoció mis laureles otorgándome el título de Libertador.
Desde entonces me lancé al combate, arriesgué mi vida en los campos de batalla, tuve que salir varias veces de mi tierra natal para salvarme de morir en manos de mis perseguidores, me convertí en un soldado de la libertad, en un soldado como cualquier otro de los efectivos de mis tropas, sin preferencias ni privilegios, vistiendo y comiendo como ellos. Hice la guerra a los enemigos del sistema republicano a lo largo de casi tres lustros y la suerte nos fue finalmente favorable. Y así fue como pudimos organizar repúblicas donde antes había predominado la tiranía española. En Venezuela sellamos el triunfo final en la gloriosa Batalla de Carabobo, año 1821, y desde allí arranca el periplo republicano de mi país.
Como puede ver su Señoría, la República de Venezuela, ahora en 2017 presidida por Vm., es fruto nuestro, de los miles de venezolanos que, al igual que yo, tomamos las armas para combatir el sistema de la esclavitud que durante trescientos años impusieron en este territorio los monarcas españoles, los tiranos extranjeros, y sus herederos criollos, los tiranos domésticos. A mi muerte, sin embargo, ya sabíamos que la victoria de nuestras armas solo nos había permitido alcanzar la independencia, y esto a medias. Lo demás quedó trunco. Más pudieron nuestros enemigos internos, interesados apenas en gobernar a su manera el pequeño territorio venezolano.
Han pasado doscientos años desde aquellos gloriosos acontecimientos y me da pena saber, por noticias recibidas de mi amada Venezuela, que su situación no es muy lisonjera. Me atormenta el alma informarme de la precaria situación de los venezolanos. Tengo que concluir que he arado en el mar. Tantos años de sacrificios no rindieron los frutos esperados. Mi país no es hoy soberano, su gente tampoco es feliz, y sus gobernantes no han establecido la justicia. De este tenor son las malas noticias provenientes de mi país.
El proyecto mío y demás libertadores era obtener para Venezuela una República donde a mis compatriotas se les garantizara la mayor suma de estabilidad política la mayor suma de felicidad social y la mayor suma de prosperidad económica. Pero he sabido, por amigos que tengo en mi adorada Caracas, que la salud de Venezuela se muestra muy afligida. Nada de este sueño se ha concretado en mi tierra natal. La situación se ha deteriorado demasiado luego de cuatro años de su presidencia. Mis informantes me dicen que Vd., culpa a la guerra económica de ser la causante de los males nacionales. Pero ellos también me dicen que Vd., no ha ganado ninguna batalla de esa guerra en estos cuatro años. Vd., discursea recurrentemente sobre la guerra pero sin obtener ninguna victoria en el campo de combate. Mientras tanto, mi gente sufre las penurias que tal situación genera, sin que se observe en el horizonte ninguna posibilidad de triunfo dado que los conductores de mi país, incluido Vuestra Señoría, no aciertan ni en las tácticas ni en las estrategias para obtener el triunfo.
En cuatro años consecutivos de deterioro de las condiciones socioeconómicas de los compatriotas venezolanos, la vida allí es por demás calamitosa. De guerras yo le puedo hablar con propiedad, pues como Vd., debe saber estuve haciéndola durante casi 20 años en América en un trayecto extendido desde Caracas hasta Potosí. Algunas veces perdí batallas, pero también gané muchas, y sobre todo triunfé en las más importantes y definitivas. Primero hube de guerrear contra los españoles por oponerse estos a nuestra libertad; y luego tuve que hacerlo contra mis propios compañeros de armas enemistados con la República y conmigo. A todos los derroté y así fue como Colombia, Perú y Bolivia se levantaron firmes sobre sus ruinas pasadas.
Yo no me imaginé la guerra, no proferí discursos sobre ella, sino que la viví en carne propia junto a mis tropas. No acusé a mis enemigos por sus victorias obtenidas sobre mis tropas. Después de cada derrota lo que hice fue prepararme mejor para obtener el triunfo en la siguiente batalla. Aprendí de cada revés y de cada victoria. Animaba a mis tropas luego de cada contienda, premiaba a los mejores soldados y oficiales, a los más valientes, pero castigaba a los temerosos y a los que cometían faltas. Así fue como pude, con el tiempo, constituir un poderoso ejército, capaz de ganarle al celebérrimo ejército realista conducido por el prestigioso general español Pablo Morillo.
Respecto a la guerra le diré que en tales situaciones lo primero que debe hacer un jefe es identificar con precisión al enemigo, conocer la potencia de combate de éste, los hombres a su disposición, su equipamiento bélico, sus fuentes de provisiones, territorios que domina y moral combativa. De no hacer esto la guerra está perdida, cómo me informan está sucediendo con Vd., en Venezuela. No ha ganado Vd., ninguna batalla contra sus enemigos luego de casi cuatro años de la guerra anunciada por su Señoría. Para muestra, según me enteran mis informantes de allá, su Señoría ha perdido en sus años de gobierno, entre otras, la Batalla del Pan, la del Arroz, la del Azúcar, la del Café, de la Harina, del Cemento, de las Medicinas, de la Carne, la del Queso, la del Huevo, de los Bachaqueros, de los Billetes, del Dólar Today, y pare de contar. Debido a todos estos fracasos suyos el país confronta muchas calamidades. Las fábricas, empresas y fundos en manos del gobierno están en la quiebra, los alimentos están muy caros y escasean, igual que las medicinas, los servicios públicos se encuentran muy deteriorados, millones de jóvenes emigran porque no encuentran trabajo seguro, la administración pública padece del mal de la corrupción, muchas vidas se pierden cada día provocadas por los malhechores que han inundado cada rincón del país, el sistema económico nacional se encuentra en el suelo sin producir lo básico para alimentar a los venezolanos, la deuda externa alcanza niveles agobiantes para las finanzas del país, y una nueva clase adinerada, llamada la boliburguesía, ha surgido en mi tierra patria. Son estos los mantuanos realistas del siglo XXI venezolano.
Recuerdo que en 1819, cuando me encontraba en angostura mi pensamiento fulguró de tal manera que pude adelantarme al tiempo y volar hacia las próximas edades. Allí a las orillas del gran río Orinoco, ante el augusto Congreso de la República, mi pensamiento voló hacia las próximas edades, se situó en los siglos futuros y pude observar con admiración y pasmo como Venezuela se colocaba en el corazón del universo, se sentaba sobre el Trono de la Libertad, empuñaba el cetro de la Justicia, y se coronaba con la Gloria. Observé a mi país sirviendo de lazo, de centro, de emporio a la gran familia humana; enviando a todos los recintos de la Tierra los tesoros abrigados en sus montañas; distribuyendo por sus divinas plantas la salud y vida a los hombres dolientes del antiguo universo; comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces, a la suma de las riquezas, que le ha prodigado la naturaleza. Palpé la prosperidad de Venezuela, su soberanía en plenitud, la percibí íntegra y ejemplar; habitada por preclaros ciudadanos y gobernada por magistrados virtuosos. Así era como prefiguraba a Venezuela. Y tenía razones para imaginarla de esa manera. Pues después de más de tres lustros de combates, de sacrificios de nuestra gente, de mortandad generalizada, todo por libertar a estos pueblos de América de la esclavitud colonial, debía yo esperar que la suerte de mi país fuera premiada con un mejor destino por el Dios todopoderoso.
Sin embargo, doscientos años después debo deciros que estoy decepcionado viendo la postración que muestra hoy día mi país. Pareciera que hemos sido víctimas de una fatalidad divina. Nos ha enviado el Todopoderoso la fatalidad de los gobernantes y de las élites surgidas bajo su regazo. Estos se han encargado de hacer imposible que florezca en Venezuela un país próspero, moderno, justo y libre. Por el contrario, hoy día, aquel país que relumbró por sus triunfos en toda América y dio ejemplos de constancia, de tenacidad y de valentía, se encuentra a la cola de todos los países que conforman este continente.
Demasiadas revoluciones se han intentado realizar después de los infaustos sucesos de Santa Marta; quince revoluciones he contado luego de mi fallecimiento en 1830; al menos 25 proyectos constitucionales se han ensayado también. Así entonces, entre revoluciones y constituciones hemos desperdiciado las oportunidades de tener un país regido por principios básicos, elementales, virtuosos. Es que no hay buena fe en Venezuela. Por tal motivo, entre nosotros, los tratados son simples papeles; la Constitución un libro cualquiera; las elecciones son combates; la libertad es anarquía; y la vida un tormento.
Nos hemos dejado engañar por caudillos de toda laya. En nuestro caso, los caudillos han ocupado el sitio de las instituciones. Éstas no han fructificado y los caudillos han abundado. Y así, sin instituciones fuertes, los hacedores de revolución, que han resultado un fiasco, han pululado, tanto en el siglo XIX, el XX, y el XXI.
Revoluciones y caudillos déspotas es la marca del infortunio arrastrada por mi país. Para muestra está la actual Venezuela, según descripción proporcionada por mis informantes. Todo lo contrario a mi sueño en Angostura, mi país está en este momento hundido en una descomunal tragedia. Otro caudillo, con su consabido ensayo revolucionario, se encargó junto a Vm., de hundir a mi patria en el infierno que a estas horas sufren mis compatriotas.
Me produce rubor decir, repito, lo que he constatado respecto a la suerte de Venezuela: ni la independencia completa hemos podido adquirir luego de casi dos siglos de trayectoria republicana. Veamos nuestros puertos el día de hoy. Plenos de barcos extranjeros provenientes de distintos lugares del mundo trayendo los bienes más elementales para alimentar a nuestros ciudadanos, bienes que aquí no hemos podido producir a pesar de contar con tierras muy fértiles, agua en cantidad suficiente y dinero en abundancia para financiarlos. Ahora, igual que en tiempos coloniales, se traen de afuera los alimentos y las medicinas que consumen los venezolanos. Esta situación presente me remite a lo escrito por mí en la Carta de Jamaica (1815), cuando denunciaba que en el sistema español los venezolanos éramos tratados como simples consumidores, compradores de toda clase de bienes al reino de España. Se repite de nuevo el fenómeno contra el cual nos levantamos en armas los patriotas de mi país. Tengo entonces suficientes razones para ruborizarme y sentirme frustrado. Aramos en el mar. Los magistrados Venezolanos, incluyéndolo a Usted, han profanado nuestra herencia libertadora, son todos ustedes unos traidores a la obra levantada por nosotros.
Y ha contribuido a aumentar mi aflicción enterarme que, a pesar de la trágica situación de mi patria y del evidente fracaso de su gestión, Vd., pretende gobernarla por seis años más. Tal pretensión de concretarse constituiría un crimen contra la gente de mi país. Es de advertirle respecto a este empeño suyo, que la continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos, porque en política nada es tan peligroso como permanecer largo tiempo en el poder. De esa manera el Pueblo se acostumbra a obedecerle, y el gobernante se acostumbra a mandarlo; de donde se origina entonces la usurpación y la tiranía. Nuestros Ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente.
En mi país existen muchos casos de gobernantes que cometieron este error de considerarse imprescindibles. El más sobresaliente fue Juan Vicente Gómez, quien presidió mi patria durante casi tres décadas. Nos dejó éste una herencia catastrófica. La pobreza y atraso de Venezuela en 1935, a la muerte del Tirano de la Mulera, como era llamado este señor, era de los peores de toda la América. No obstante, ese pasado oprobioso lo está reproduciendo Vd., ahora, y de seguir deteriorándose la situación venezolana será recordado, por mismas razones que al general Gómez, por la muy mala herencia dejada.
Ciertamente que es una manía miserable pretender mandar a todo trance. Cuando esto ocurre la República deja de existir, pues cuando no hay alternabilidad en la Primera Magistratura, y también cuando desde el Poder Ejecutivo se doblega al resto de los poderes del Estado, se establece en ese país la Tiranía.
A pesar de todas estas dificultades ocurrentes en mi país, mitiga un poco la aflicción que me produce tal estado de cosas, la esperanza de las futuras elecciones ha realizarse próximamente. Espero a este respecto que el Poder Electoral, organismo a quien compete organizarlas, respete lo pautado en las leyes de la República y las cumpla a cabalidad. Digo esto último porque he sido enterado que Vd., ha convertido las instituciones políticas de la República en apéndices del Poder Ejecutivo, violentando así uno de los principios sacrosantos del Estado Republicano como lo es la división de poderes. En mis escritos políticos advertí muchas veces sobre este desatino político. Defendí con vehemencia la tesis de la separación de poderes, pudiendo constatarse varias afirmaciones mías donde decía que los gobiernos republicanos se caracterizan por la defensa de la Soberanía del Pueblo, la división de los Poderes y las libertades civiles. Es que así es como hay garantías para una efectiva y justa gestión pública, la cual no debe estar al servicio de una clase o facción política específica.
Creedme presidente Maduro. Un nuevo Magistrado es ya indispensable para la República de Venezuela. La patria está sufriendo demasiado con sus desatinos. Sírvanos su nefasta experiencia como presidente de Venezuela para no cometer mañana los numerosos y reiterados equívocos en los cuales Vd., ha incurrido para desgracia de mi atribulada patria.
Un Magistrado debe tener la suficiente inteligencia para darse cuenta que su gestión le hace daño a su pueblo. En ese momento debe tomar la sabia decisión de retirarse de la función pública. Esto es lo prudente, lo recomendable y lo que la mayoría espera de un Magistrado, una vez que éste ha cumplido el período de gobierno para el cual fue electo. Y mucho más prudente y recomendable es tal renuncia cuando el Magistrado le ha fallado a su país. Así lo hizo el Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre en 1828, cuando renunció a la Presidencia de Bolivia, y así lo hice yo también, el Libertador de Venezuela, cuando renuncié en 1830 a la Presidencia de Colombia. Renunciamos no porque habíamos fallado en nuestra gestión gubernamental, sino que lo hicimos porque sentíamos en nuestras espaldas el peso de una atronadora crítica hacia nosotros de parte de importantes sectores de cada país. Estas oportunas renuncias nos enaltecen y por ello, entre otras razones, gozamos del cariño que nos brinda hoy día el pueblo venezolano y demás pueblos de América. Fueron ambas unas renuncias acertadas. Tome entonces Vd., nuestro ejemplo y sígalo. El país se lo agradecerá y le reconocerá siempre ese gesto de desprendimiento. Retírese de la función pública. El país está saturado de su presencia, de sus alocuciones y de su pésima gestión. Además, mi país espera conmemorar los doscientos años de la desaparición física mía y de Sucre en condiciones tales que nos hagan sentir orgullosos y satisfechos de habernos sacrificado por darle a nuestros paisanos un país soberano y justo. Para tan extraordinaria ocasión requerimos un Primer Magistrado virtuoso, ilustrado, sosegado, sabio; en fin, un hombre muy superior, querido por la mayoría de mis paisanos y que por su proceder tenga garantizado a los venezolanos la prosperidad, la justicia y la libertad.
Para finalizar la presente misiva adjunto a continuación un conjunto de proposiciones, fruto de mi pensamiento, surgidos de mi rica experiencia política y militar, orientadores de la acción de cualquier persona aspirante a desempeñar funciones estelares en la patria mía o alguna otra americana. Espero que todas sean puestas en práctica en mi país en el futuro, pues ellas reúnen lo más grandioso de mi pensamiento político y militar.
Los que en estos tiempos se hacen llamar bolivarianos, deberían ser los primeros en cumplirlos. En verdad, estoy hastiado de que mi imagen sea utilizada caprichosamente en Venezuela por toda clase de políticos y gobernantes.
He aquí mis proposiciones:
“El sistema militar es el de la fuerza y la fuerza no es gobierno” (1816).
“Los hombres virtuosos, hombres patriotas, hombres ilustrados son los que constituyen las Repúblicas” (1819).
“Las dos más grandes palancas de la industria son el trabajo y el saber” (1819).
“Las buenas costumbres y no la fuerza son las columnas de las leyes; y el ejercicio de la justicia es el ejercicio de la libertad” (1819).
“La educación forma al hombre moral, y para formar un legislador se necesita ciertamente de educarlo en una escuela de moral, de justicia y de leyes” (1820)
“Sin moral republicana no puede haber un gobierno libre” (1820).
“Ciertamente, el oro y la plata son objetos preciosos; pero la existencia de la República y la vida de los ciudadanos son más preciosos aun” (1820).
“No conviene que la opinión y la fuerza estén en las mismas manos y que toda la fuerza esté concentrada en el gobierno. Tampoco conviene que el jefe de las armas sea el que administre justicia” (1821).
“No hay esperanza de justicia donde no existe equidad y talento en el manejo de los grandes negocios, negocios de los que depende la vida del Estado” (1823).
“Solo la justicia conserva la República” (1825).
“La soberanía del pueblo es la única autoridad legítima de las naciones” (1825).
“Yo no conozco más partido de salud que el de devolver al pueblo su soberanía primitiva para que rehaga su pacto social” (1826).
“Los hombres de luces y honrados son los que debieran fijar la opinión pública. El talento sin probidad es un azote” (1828).
“La destrucción de la moral pública causa bien pronto la disolución del Estado” (1829).
“El destino del ejército es guarecer las fronteras. ¡Dios nos preserve de que vuelva sus armas contra los ciudadanos”(1826).
“Sin virtud perece la república” (1828).
“Es insoportable el espíritu militar en el mando civil” (1829).
“En los gobiernos no hay otro partido que someterse a lo que quieren los más” (1829)
“El que sirve a una Revolución ara en el mar” (1830).
Firmado: Simón Bolívar. En algún lugar del Paraíso. 21 de noviembre de 2017.