Posiblemente sea una exageración, pero lo que la derecha apátrida deja entrever -desde hace veinte años consecutivos- no deja espacio para pensar algo contrario. Los diversos hechos estimulados por sus dirigentes han tenido como blanco principal todo aquello que representa un beneficio (directo e indirecto) para el pueblo, aun cuando reluzca en su discurso que toda su estrategia contra el gobierno chavista (incluida en ella la gringa y sus siervos regionales) está orientada al logro de su máximo bienestar. La intolerancia mostrada públicamente, en especial a través de redes sociales, adobada además con expresiones de un anticomunismo trasnochado, advierte cuál sería su manera de tratar con aquellos ciudadanos que, por diversas razones, no sean partidarios de sus "ideales", en lo que muchos califican como autoritarismo y neofascismo.
A grandes rasgos, todo esto contradice, en un sentido general, la idiosincrasia del pueblo venezolano. Niega su apego al ideario de democracia, soberanía, paz y justicia social, puesto de manifiesto incluso en los momentos de convulsión que pudo sufrir en el pasado. Dicho apego, unido ahora a un nivel de conciencia de su rol histórico más avanzado, dificultará con creces, tarde o temprano, la pretensión derechista de establecer un régimen que sí responda a sus particulares intereses; cuestión que tiende a remarcar la profunda diferenciación existente entre quienes se presentan a sí mismos, de una forma exclusivista, como sociedad civil y los sectores populares. Cabe afirmar entonces que los sectores populares -ahora visibilizados y conscientes de su importancia en el devenir histórico venezolano- no aceptarán pasivamente que se les margine y se les devuelva a la condición en que fueron mantenidos hasta 1998. Lo prueba la resistencia demostrada -sin violencia de por medio- ante las constantes arremetidas de sus enemigos de clase y del imperialismo yanqui, no obstante cuestionar la ineficiencia y la corrupción evidentes de cierto porcentaje del estamento gobernante chavista.
No está de más recordar que la plataforma común de la derecha local no es otra cosa que el resentimiento social y político al verse en aparente minusvalía frente al chavismo, al cual considera -en términos clasistas y racistas- horda, chusma y marginal, entre otros con que trata de degradar su condición humana; sin contribuir en ningún momento con la puesta en escena de un debate político serio, cuyas conclusiones se manifiesten a favor de la construcción de un proyecto de país democrático e inclusivo, en donde el progreso generado entre todos permita, sin exclusión alguna, la satisfacción de las necesidades de cada ciudadana y ciudadano venezolanos. Ya esta situación (aunque sus auspiciadores no lo entiendan o no lo quieran entender así) plantea un grave problema a aquellos que esperan ocupar, por la gracia imperial y de sus lacayos regionales, todos los cargos de la administración pública para luego emprender el desmontaje sistemático, piedra por piedra, de lo hecho bajo los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, lo que supondría restringir los beneficios de una verdadera democracia a la mayoría de la población, representada, en este caso, por los sectores populares, a los cuales desprecian por ser la base principal de apoyo al chavismo desde su insurgencia electoral en 1998.
Para los grupos opositores tradicionales este es un asunto de poca relevancia, convencidos de que el grueso de la población nacional estará más que regocijado con hallar los anaqueles llenos de diversos productos, sin preocuparse en lo más mínimo por conocer qué tipo de régimen político, económico y social imperaría finalmente en este país. "Olvidan" -y así desean que ocurra entre todos los habitantes de Venezuela- que la Constitución vigente establece la existencia de un Estado de Derecho y Justicia Social, además de una democracia participativa y protagónica ejercida por el pueblo. Abolir estos elementos fundamentales -al estilo del decreto fascista del autoproclamado presidente Pedro Carmona Estanga- provocará, sin duda, una escisión social de grandes proporciones, superior a la que supuestamente existe entre chavismo y oposición. De prosperar esta tendencia, habría una reedición de los escenarios históricos de 1989, 1992 y 2002, los que darían al traste con esta pretensión derechista; sin que ello pueda atribuírsele, de una manera exclusiva, a la dirigencia chavista eventualmente desplazada.
En tales términos (para algunos, alarmista y/o derrotista), de obtener el poder la derecha local por cualquier vía extraconstitucional, la situación interna venezolana no diferiría demasiado de lo acontecido en otras naciones del continente americano, sometidas a los intereses conjuntos del imperialismo gringo y del capitalismo neoliberal; desatándose una ola represiva toda vez que el pueblo sienta reducidos drásticamente sus derechos en favor de dichos intereses. Si imperara la sensatez en la oposición antichavista, esto no llegaría jamás a suceder, lo que sería pedirle peras al olmo, ya que a ésta la corroe un irracional deseo de revancha y el odio visceral hacia aquellos que debieran estimar como sus prójimos -los sectores populares-, lo cual representa de antemano un obstáculo en el camino de una posible reconciliación política y de un acuerdo común para resolver, por el bienestar de todos, la crisis económica y las diferencias existentes.