Para cualquier observador desapasionado, el gobierno de Nicolás Maduro que se instaló después de la muerte de Chávez en 2013, lucía desconcertado y, algo peor, desorientado. Más allá de los clicés rituales de tributo al líder muerto, se percibía mucha inseguridad, especialmente en el manejo de las políticas económicas. Todavía no había llegado el impacto de la victoria de la oposición en 2015, mucho menos las circunstancias cuasi-insurreccionales y la destrucción de la Constitución de los años subsiguientes. El impacto emocional de la muerte del "Comandante Eterno" podía servir de justificativo de esas vacilaciones evidentes. Así mismo, la caída estrepitosa del precio del petróleo que, más allá de servir como justificativo de la evidente caída de la economía nacional, patente en escasez y el aumento de la inflación, no tuvo una respuesta consistente, más allá de las acusaciones rituales al imperialismo como fuente inagotable del Mal.
Incluso hubo una ocasión en que Maduro convocó una comisión asesora, donde estuvieron personalidades como Rafael Ramírez, antes de su despido indirecto a través de su nombramiento diplomático, y Alí Rodríguez, vivo todavía, para hacer recomendaciones de manejo de política económica. Estas sugerencias incluyeron el aflojamiento del control de cambios y de precios, e incluso su liberación y el aumento de la gasolina, así como una mayor disciplina fiscal. Estos planteamientos coincidían con otras voces de lo que empezó a llamarse "chavismo crítico", tales como la del exministro Víctor Álvarez, entre otros.
Sabemos que las decisiones del gobierno se fueron para otro lado. Alí Rodríguez, murió. Rafael Ramírez, después de una estancia como diplomático, fue requerido por presunta corrupción y fue solicitada su extradición para ser juzgado en el país. El gobierno continuó durante varios años con su política intacta de subsidio de la gasolina, pago puntual de la deuda externa, aumento anual del salario mínimo y bonos directos, por un lado, y control de precios y el control de cambios dual, con su venta de divisas al sector importador de una manera tal que ocasionó la renuncia de otro de los principales gestores de política económica del período chavista: Jorge Giordani, con una carta en la que cuestionaba fuertemente el descontrol catastrófico del sucesor designado, entre otras cosas. Lo que no sabemos es, si se hubieran tomado aquellas medidas de flexibilización de cambio y disciplina fiscal, se habría evitado el descalabro económico de los años que siguieron. Es posible. El senito común indica que es diferente tomar un remedio cuando la enfermedad apenas se inicia, que cuando ya está avanzado y el cáncer ya hace metástasis. Era diferente flexibilizar el cambio en 2014 que celebrar la dolarización seis años después.
Estábamos hablando de la impresión que daba el gobierno: en términos generales era de improvisación con repetición de una conducta en clave de homenaje al Comandante muerto. Una mezcla de reflejo automático con ritualidad. O, en todo caso, la aplicación del principio de aquel inolvidable personaje de Ibsen Martínez, Eudomar Santos: "como vaya viniendo, vamos viendo".
Pero si así era en el plano económico, en el político, la imagen del gobierno era exactamente la contraria. Evidentemente, se trataba de cobrar la herencia política del líder carismático fallecido con desbordantes fórmulas religiosas (recordar aquella paráfrasis del Padre Nuestro, alabando a Chávez, en el III Congreso del PSUV). En contraste con una oposición que lucía reactiva, aventurera e improvisada, el gobierno supo elaborar una táctica para neutralizar el triunfo electoral de sus adversarios en 2015 y, mediante una serie de trucos institucionales que dejaron, de paso, en letra muerta la Constitución, aniquiló nada menos que a un Poder Público completo, el Legislativo, e instauró la dictadura (hay que decirlo en términos apropiados) de una presunta Constituyente, electa con un esquema corporativo-fascista, que estaría por encima de las leyes y la propia Constitución. Igualmente, entonces se inicia la cadena de estados de excepción que completaron la mutación autoritaria de un Estado que había sido definido como democrático y participativo.
Esta fue también una transición de concepciones, aun cuando tal vez los protagonistas no lo advirtieran. Si nos guiamos por la sabia guía metodológica de fijarnos en lo que se hace y no tanto en lo que se dice, el gobierno dejó atrás toda una tradición filosófica del Estado y de soberanía, para asumir otra. En 2016 se pasó de una concepción de soberanía popular, tributaria de Rousseau y toda la modernidad filosófica política, a otra noción fundada en la capacidad de establecer estados de excepción mediante decisiones dictadas por la fuerza, fundadas en la filosofía de Carl Schmitt, el gran jurista de Hitler, el mismo que inventó una tesis jurídica para justificar el expansionismo nazi e incluso una masacre criminal como fue la famosa masacre de la "Noche de los puñales largos", cuando Hitler aniquiló, por la vía del degüello, a sus adversarios dentro de su partido.
No quiero decir que Maduro o Rodríguez o Cabello se metieran un puñal de Schmitt (aunque tal vez es factible Escarrá lo conozca), sino que el ordenamiento político en su conjunto pasó a guiarse por el principio de que sólo es soberano aquel que era capaz de imponer el estado de excepción, en el cual todas las leyes, incluida la Constitución, quedan subordinadas a la voluntad del Poder. Este concepto se confirmó con la llamada Ley Anti-Bloqueo, que le da atribuciones al presidente para "desaplicar" las leyes, incluso en secreto. Aquello de la "soberanía popular" quedó como frase perdida en el discurso de ceremonias cada vez menos frecuentes.
Ya no más improvisación. El encadenamiento de las acciones, la claridad de la ofensiva política e institucional, así como el avance de una orientación económica claramente orientada hacia la inserción en el globalismo capitalista, a través del esquema extractivista clásico, dan muestra de que hubo una decisión, en algún momento de aquel 2015, que conducía a la imposición de un nuevo modelo de Estado, completamente diferente al de la Constitución de 1999.
Lo complejo de esto es que los decisores, no sólo asumieron el concepto schmittiano de soberanía decisionista, sino que lo mezclaron, usando el eclecticismo indigesto que ha caracterizado muchas de las producciones políticas de su movimiento político, con la propuesta constitucional del Chávez de 2007, las llamadas "leyes del poder popular" de 2010, el control corporativo militar de partes estratégicas de la economía (como en Cuba, donde las fuerzas armadas controlan el negocio hotelero, asociado con el capital extranjero), todo esto con la misma orientación: la mayor concentración de poder posible en la cabeza del Poder Ejecutivo. Una especie de "Fuhrerprinzip" (principio del Jefe, de estirpe nazi) aplicado por igual en el Estado y en el Partido, con la consigna de "lo que diga (Chávez) Nicolás…".
De esta manera, hemos pasado de la improvisación ágil y astuta de Eudomar Santos, ese pragmatismo grosero, ese descaro populachero que desprecia cualquier refinamiento académico para hacer valer la fuerza pura y simple, a la implementación de un plan de concentración de poder y aniquilamiento del orden constitucional, que está reduciendo al Estado en el poder de una persona, suspensión sujeta a conveniencias de las leyes y la Constitución y venta de los activos de la Nación en un esquema groseramente extractivista que niega cualquier posibilidad de manufactura nacional, e incluso de posibilidad de una ciencia y tecnología propia con la pulverización de la autonomía universitaria, con un proyecto de Ley de Universidades que reproduce las barbaridades de aquella que el propio Chávez vetó en 2010.
Pero este último asunto merece un artículo aparte.