Hay cruces pesadas, hay cruces livianas, pero a lo largo del camino soportarlas se hacen más llevaderas como parte de nuestra existencia y sus recuerdos quedan rebotando en nuestra imaginación que como demonios sueltos nos vigilan, y esas son nuestras cruces o, quizás nuestras fortalezas, dolorosas y forradas de tristeza y, decir que no comprendo al amigo José Sant Roz, sería mentir, sé que como esquirlas de temor magullan en lo más profundo de nuestras almas, pero con paciencia y más paciencia son como una distracción que nos marcan para siempre y, como parte de mi larga experiencia vivida con muchos traspiés caíamos y nos volvíamos a levantar, y nos parábamos sin quejarnos, y hemos seguido adelante en medio de una estirada pobreza económica muy alejada de la espiritual y, me agarraba de: vive y deja vivir y podrás soltar lo que más te importe, pero aguanta que para adelante vamos -eso lo mantuve- entre tantas cosas negativas, nadie nos hará cambiar y más ahora cuando los años suman el rigor de las dificultades que hemos dejado atrás con mucha voluntad y con ganas de nunca morir -¿irónico verdad?-, pude haber conocido a José Sant Roz en el liceo nocturno Juan Vicente González, o no, pues estudié allí y, la noche que asesinaron al profesor José Damián Ramírez Labrador dentro del liceo, yo oí el disparo, me hallaba esa noche, en clase en una de las aulas de la planta baja, todavía lo recuerdo, jamás lo he olvidado. Supe después que él estudiaba quinto año para cuando eso, y seguí estudiando en ese liceo hasta que me gradué de bachiller sin ninguna materia aplazada, ni nada que me rebaje a decir que no fui un buen estudiante y, más con altas notas en las tres Marías.
Vine sabiendo de José Sant Roz, muchos años después, quizás dentro del período Chávez, antes no. Y siempre tenía una espinita enterrada adentro, muy adentro, de soltar sobre una relación por lo menos de existencia de decirle sobre la amistad que mantuve con su hermano Argenis Rodríguez, pero no, callé, no estoy seguro si debí proceder, pero no lo hice.
Por cosas del destino, salí de bachiller del liceo nocturno Juan Vicente González y, años después de estudiar en la UCV Escuela de Matemáticas y en el IUPC, ingresé de nuevo a ese liceo: en su nómina como profesor residente nocturno de matemáticas hasta mi jubilación. Jamás lo imaginé, pero así fue, y en ese transitar de noche tras noche, me hice adicto a la lectura, por lo que asistía mucho a la Librería Gusano de Luz que quedaba en la misma Avenida México, muy cerca del liceo y de Radio Continente, que asomo como lo más importante y, entre ellos además, Plaza Parque Carabobo, donde muchas noches amanecí a fuerza de café, estudiando cuando se estudiaba para vencer el terror de los exámenes como castigo severo que era de poner en práctica nuestra capacidad de resistencia, siempre con un fin casi demencial, emprendido, de graduarnos.
Empecé por visitar la Librería Gusano de Luz y lo hacía antes de entrar al liceo, iba por libros, y a través de los años hice una buena amistad con Freddy Cornejo, su dueño, y Alí el librero y, así fui progresando en el hambre de lectura con tantos textos de literatura que leía y, esa búsqueda de buena literatura formó parte de muchas amistades que hice allí que, por lo general los viernes en la noche y sábados al mediodía nos reuníamos en ese recinto a libar y a conversar y, precisamente entre los asistentes estaban entre otros, Alexis Márquez, Denzil Romero, José Vicente Abreu, Manuel Bermúdez, Augusto Germán Orihuela y un conjunto de, poetas, periodistas, escritores y muchos otros que casi no recuerdo por sus nombres dentro de esa peña formada. El conjunto en sí era variado y, yo asistía además de beber, a oír y aprender cosas que me han servido a lo largo de los años de lo que decían y trataban todos esos veteranos, que por lo general eran socialistas, aunque después muchos cambiaron como Alexis Márquez y Manuel Bermúdez.
Entre los muchos personajes que conocí en la librería estuvo muy particularmente Argenis Rodríguez, hice buena mistad con Argenis -después leí sus libros-, sabía de él por sus artículos que los leía, su estado ya era deplorable, muy crítico con todo el mundo, el único que valía era él y solo él, los demás no, se ponía grosero, maldecía, y no se lo llevaba bien por lo general con nadie en particular de los asistentes a la librería y tampoco entraba en el grupo, tenía sus diferencias con ellos y, con él cordialicé mucho tiempo, y me daba consejos, y comencé a asistir a su apartamento en la Avenida Roosevelt a comprarle libros, me los dejaba baratos, y me mostraba algo sobre lo que escribía que le estaba costando redactar cosas, es decir, Argenis venía perdiendo sus condiciones de escritor, tomaba y se emborrachaba seguido, y cuando no tenía para beber, pedía que le brindáramos un maldito güisqui, y su rutina era la misma, cobrar una beca de trabajo, beber y hablar por lo regular en forma crítica del otro en el aspecto literario, iba lo que se dice en criollo palo abajo, no escribía en ningún medio, puedo decir, que a mí me caía simpático, me jugaba con él con mis chistes margariteñas, y después, quizás porque me vine a vivir para Margarita, no supe más de Argenis Rodríguez como de los demás, hasta que me enteré de su muerte y de la forma que lo hizo, cuando se ponía obstinante era obstinante y muy egoísta, es lo que puedo opinar al respecto, sus mejores tiempos habían pasado, estaba en decadencia no senil sino alcohólica con sus demonios atormentándolo, sé que había desmejorado y cuando estaba borracho se volvía impertinente y cuando estaba sobrio era la persona más encatadora del mundo, no decía nada, hurgaba libros, simpático pero callado. Los bares y tascas de la La Candelaria eran nuestros rincones favoritos después del Gusano de Luz. Puedo asegurar que nunca le oí decir que se iba a quitar la vida, pero iba por ese camino, lo presentía. Noté que en el Gusano de Luz casi nadie lo trataba por su forma de interactuar, era comprensible y, jamás llegó a hablar de su familia ni nunca le oí mencionar a su hermano José Sant Roz