Sobre las cuestiones democráticas en los procesos transformadores de signo socialista existen varias actitudes. En América Latina, a partir de las dolorosas experiencias dictatoriales del Cono Sur, se diseminó la tesis de que la democracia liberal era el techo de la elaboración democrática de las luchas contra-hegemónicas, que más allá de la democracia liberal, de sus valores, principios e instituciones políticas solo existirían peligrosos desbordes populistas, caos, antagonismos, riesgos y regresiones autoritarias.
Se conformó, entonces, una posición defensiva, reactiva, minimalista, con una sensibilidad que estrechó considerablemente el horizonte utópico, que fue acercándose en cuestiones democráticas, y de manera no intencional, a la tesis del fin de la historia. En ciertos segmentos de la intelectualidad, el miedo y el temor a lo incierto, a lo nuevo, a lo contingente, a lo inesperado, generó una búsqueda de certezas, de orden, un asilo de seguridades que no inquietaran las concepciones hegemónicas de la democracia, por temor a perder la vida. Se sacrifico entonces la vida digna por una vida disciplinada, normalizada, una vida acotada al principio de rendimiento y al arte de lo posible. Pinochet cumplió su trabajo, uso los miedos para normalizar la política.
Y allí radica el problema, un proceso revolucionario si es revolucionario de signo socialista desafía radicalmente el “corcet” liberal de la democracia. Una democracia socialista desarticula la conjunción histórico-contingente entre democracia y liberalismo, cuestionando el horizonte liberal de la política, de los sujetos de la política, la separación de las esferas económicas y políticas, el elitismo como base del programa liberal, el modelo de ciudadanía restringida, de representación, de relación entre mayorías y minorías, la mono-cultura euro-céntrica que esta en la base de individuo-propietario-adulto-varón de la política liberal.
Por tanto, la democracia socialista desafía en varios sentidos a la democracia liberal, cuestionando, por hipócrita y cínica, la promesa liberal de la justicia en el terreno distributivo, luego de dejar intactos las condiciones de explotación y opresión que atraviesan de cabo a rabo a las sociedades capitalistas.
Ahora bien, es completamente falso que el liberalismo sea la filosofía de la libertad por excelencia. Más bien, es la filosofía de no libertad para los no propietarios, y por otra parte, la concepción colonial-hegemónica que aseguró la de-culturación de pueblos enteros en nombre de la libertad de comercio, de contrato, de propiedad, de la razón individual, de los “derechos naturales” y otras construcciones histórico-contingentes.
De allí que dos movimientos que marcaron el ciclo de luchas contra-hegemónicas desde el siglo XIX, los movimientos anticoloniales y los movimientos obreros europeos, se enfrentaron a la retórica hegemónicas del discurso liberal en la economía, la sociedad, la política, la cultura y la persona humana. No se trato, entonces, en las luchas contra-hegemónicas,, de una simple ampliación cuantitativa de los mismos principios y valores liberales. Una suerte de extensión cuantitativa de la libertad liberal, sino de una reformulación, muchas veces antagónica y radical, de la “forma de vida”, de los juegos de poder y discurso, que esta concepción hegemónica implicaba. En tal sentido, la democracia socialista fue y sigue siendo una democracia contra-hegemónica, un planteamiento de rebasamiento, de superación, de transformación, de ruptura, de dislocación de la democracia liberal-capitalista como civilización dominante.
Ciertamente, sin la conjunción entre socialismo y democracia, cualquier revolución conduce al despotismo. Pero esto no significa que la democracia que se construye en el socialismo deja intactas la infraestructura de significación y sentido de la democracia liberal. Por eso, la pregunta, ¿cuál democracia?, adquiere tanta relevancia. ¿Acaso el canon democrático del modelo elitista-liberal? ¿Acaso una democracia que ponga en cuestión permanente la separación histórica entre gobernantes y gobernados?
La respuesta va por la segunda vía y no por la primera. Gramsci lo visualizó con extremada precisión. Otro teórico de la política, claramente comprometido con el movimiento nazi, Carl Smichdt también lo reconoció: la democracia y el liberalismo-capitalista son incompatibles, y para hacerlos compatibles hay que sacrificar a la democracia en nombre de la libertad liberal.
La concepción racionalista de la política de la visión liberal no genera motivos de legitimación. Se perciben sus falencias y falacias en múltiples aristas. La visión del individualismo posesivo ha sido ya desmontada. La idea de derechos naturales se reconoce como ficción. La sacralización de la crematística sobre la economía de necesidades es responsable de las polarizaciones extremas que se observan a lo largo y ancho del planeta, para no hablar de la crisis ecológica. La existencia de derechos políticos, sociales y culturales se ha hecho en contra de los dogmas de los derechos civiles liberales. ¿Acaso no era un dogma un censo electoral restringido, un sufragio activo y pasivo limitado a ciertos segmentos de los varones adultos? ¿Acaso no fue de hecho más importante el derecho a la propiedad que el derecho a la vida de niños, mujeres y hombres explotados en condiciones que actualmente significamos como “infrahumanas”? ¿Acaso la razón liberal puede dar cuenta del pluriverso histórico-cultural? ¿Acaso en nombre de la libertad liberal no se siguen cometiendo los mas extremos abusos por parte de la “gran potencia” norteamericana?
Pensar el socialismo desde la democracia liberal puede ser un ejercicio útil desde el punto de vista de la construcción de condiciones de viabilidad para las transformaciones; es decir, como elementos de un programa mínimo, pero no como techo. Si es así, estamos en manos del gatopardo: cambiar todo para no cambiar nada. Las sociedades no están unificadas como un todo, los órdenes son abiertos e inestables, marcados y sobredeterminados por una multiplicidad de conflictos. La viabilidad del Socialismo se construye simultáneamente con la construcción del poder popular, por la puesta en juego de movimientos sociales, cada uno de los cuales conforma un tejido de “comunidades abiertas de liberación”.
Se trata así mismo, de una transformación de la subjetividad social y de la vida cotidiana, de las certezas de la vida cotidiana. De allí se comprende los desajustes de los códigos de orientación de los diferentes grupos y personas, cuando los contrastan con los roles y status previamente estructurados por el principio de rendimiento, el disciplinamiento y la normalización histórica en crisis. Una revolución pone “patas arriba”, por decirlo así, los sentidos de orden fijados y pasa a construir nuevos sentidos de orden. La experiencia de que “todo parece ser posible” puede generar enorme pánico para algunos y muchísima esperanza para otros. Del pánico surgen precisamente las respuestas autoritarias, porque lo que si asegura lograr a cualquier costo el programa autoritario es orden, “que cada cosa este en su sitio, en su lugar”.
Ciertamente, en toda revolución socialista, vista la desastrosa experiencia del siglo XX, puede existir el riesgo de la Estadolatria, idolatrar el Estado, a sus órganos y representantes. Pero hay una gran diferencia entre una teoría conservadora de los límites y una teoría crítica radical. Una teoría crítica radical es una crítica radical a cualquier forma de fetichismo institucional. Por ejemplo, el dogma de la separación de poderes. ¿Realmente están separados los poderes en los estados capitalistas del mundo o no será más bien un juego de espejismos institucionales donde los poderes fácticos ya han repartido las cartas marcadas? Otro ejemplo, la manida representación proporcional. ¿Conocemos la genealogía histórica de los sistemas electorales con representación proporcional pura, por ejemplo? ¿Cuál era su utilidad practica, concreta, tangible? ¿Reconocemos acaso el espíritu anti-mayoritario de la representación proporcional pura? ¿Qué significa en estos marcos de sentido el “equilibrio de mayorías y minorías”, sino invertir en la práctica, el juego de decisión: que las minorías decidan más y que las mayorías decidan menos? De allí el peligro del “fetichismo institucional”.
Por tanto, lo esencia de las transformaciones socialista no está en la defensa reactiva de la democracia liberal sino en la edificación de un poder popular contra-hegemónico. Poder popular que no tiene que ser estigmatizado necesariamente como tumulto, masa anónima o pueblo organicista. Se trata de construir y estimular las diversas expresiones del poder popular, de su pluralidad inmanente, no de un pluralismo impuesto por una concepción hegemónica del pluralismo liberal. También hay diferentes modos de comprender el pluralismo, no Uno.
Sobre el pluralismo de lo Uno ya se han encargado las diferentes filosofía de la diferencia, tanto post-estructuralistas como posmodernas, así como diferentes cosmovisiones que prescinden de la tentación del ser y de la identidad. No podemos ignorar la crítica de la razón liberal, del racionalismo occidental que se desprende de ellas. Podemos convertir nuestra ignorancia en arrogancia, y disparar, como hicieron tantos colonizadores frente a lo que consideraron “pensamiento primitivo o pre-lógico”, poque ya sabemos lo que esto implica: etnocentrismo y etnocidio.
Reiteramos, lo esencia de las transformaciones socialista no está en la defensa reactiva de la democracia liberal sino en la edificación de un poder popular contra-hegemónico y de nuevos principios post-liberales. Volviendo al centro de la cuestión, El hecho que los sindicatos y los movimientos sociales deben permanecer independientes en relación al estado y a los partidos, los partidos independientes en relación al estado, no significa que estemos glorificando la sociedad civil liberal. Autonomía organizativa a pesar de las sintonías con los principios estratégicos que orientan un Gobierno Revolucionario, implica autonomía de las “comunidades abiertas de liberación” que constituyen el tejido de los movimientos sociales.
Ya no somos individuos, somos movimientos, como dice Maffesoli, máscaras en movimiento, con un espacio de libertad que no se restringe a la libertad liberal: la libertad del estado civil de acuerdo a Foucault. Frente a ella, la liberación del potencial humano, de la diferencia humana, de las multiplicidades en movimiento. Tal vez, es en los espacios de la subjetividad donde las transformaciones socialistas hayan sido menos estudiadas, y donde es posible rastrear el arco que va de la efervescencia de la diferencia y de la multiplicidad creativa (por ejemplo de 1905 a 1921 en la revolución rusa) a la conversión en un stal´s, en un funcionario de la burocracia en manos de la nueva clase.
Este peligro se debe evitar a toda costa, pero no sacrificando nuevas modalidades de subjetivación de los espacios de libertad en nombre de la libertad liberal. Más que libertad de conciencia, libertad de las conciencias, más que libertad de expresión, libertad de las expresiones; es decir, conquistar nuevos espacios inexplorados de libertad personal y liberación social.
Sabemos que hay peligros de regresiones y novedades autoritarias. Por esto, las diferencias, tensiones, conflictos y contradicciones entre las posiciones/perspectivas existentes en el campo social deben poder ser expresados por formas de prensa independientes, sin censuras ni restricciones de las opiniones, y por una pluralidad de formas de delegación y representación. No hay socialismo sin conflicto de intereses, posiciones y perspectivas; y por tanto sin una metódica democrática de gestión política y social de los conflictos. Que lo conflictos y diferencias que se multipliquen no lleguen a la “lucha sangrienta” depende de dispositivos institucionales, ciertamente, pero también de la asunción de la vida pacífica como valor mínimo indispensable, pero una vida pacífica con dignidades sociales, históricas, culturales.
Por ello, la autonomía de la forma y de la norma jurídica debe garantizar que el derecho no se reduce a arbitrariedad perennizada de la fuerza, de la razón de Estado. El derecho es la formalización de una política democrática, de una democracia que piensa la diversidad NO como reducción a la unidad y a la equivalencia en la forma, sino que supone que la UNIDAD es la articulación compleja y contingente a las diferencias, de las multiplicidades, de contratos sociales con heterológicas en las formas jurídicas; este será un desafío del siglo XXI.
La defensa del pluralismo político socialista no es por tanto una cuestión de circunstancias, sino una condición esencial de la democracia socialista. Es la conclusión al que llegaron Trotsky y Rosa Luxemburgo, cada cual a su manera, frente a la experiencia en La Revolución Rusa: “En realidad las clases son heterogéneas, desgarradas por antagonismos internos, y no llegan a fines comunes más que por la lucha de las tendencias, de los agrupamientos y de los partidos”, dice Trotsky en la Revolución traicionada. Que se multipliquen las tendencias, las corrientes, las diferencias, allí esta el desafío de la nueva pluralidad socialista, frente a cualquier tentación de la uno. Del uno liberal, o de cualquier UNO.
El propio PSUV si quiere liberarse del fantasma del centralismo burocrático, tiene que asumir sin complejos, su diversidad y multiplicidad interna. Si quiere liberarse de las concepciones militaristas de la unidad de mando, tiene que practicar nuevas formas de deliberación y de asunción de la cultura de debate y de las prácticas e decisión. Tiene que asumirse como un partido de corrientes diversas, cuyo centro de decisión sea efecto y no causa de la deliberación entre comunidades de liberación social. UN PARTIDO DE TENDENCIAS REVOLUCIONARIAS. Allí se verá si existe una disposición real a debatir desde una perspectiva socialista contra-hegemónica el asunto político-antropológico de la jefatura, del mando. En una revolución socialista manda el pueblo, manda el poder popular. Veremos, pues, si hay pueblo diverso, con la multiplicidad de la singularidades en movimiento o una masa tutelada.
Si lo que surge en el seno de la edificación del PSUV es una concepción organicista del pueblo y vertical del mando, entraremos en la prefiguración de unan regresión totalitaria, si se construye un nuevo pluralismo socialista y un trenzado de mandos compartidos, tendremos futuro como nuevo socialismo del siglo XXI. Esto quiere decir que la voluntad colectiva no puede expresarse más que a través de un proceso electoral libre, cualesquiera que sean sus formas institucionales, combinando democracia participativa y democracia representativa, como lo ha resaltado el último Poulantzas antes de su trágica partida. Esto no es liberalismo, sino post-liberalismo.
Para esto, el reconocimiento del pluralismo político, sindical y social, es la única forma de permitir la confrontación de programas y de opciones alternativas sobre todas las grandes cuestiones de sociedad, y no el simple intercambio de puntos de vista provenientes de las instancias locales del poder. Una nueva democracia revolucionaria que combine consejos de producción y consejos territoriales, con una expresión directa y un derecho de control, no solo de los partidos, sino de los sindicatos, asociaciones, movimientos sociales, de mujeres, consumidores, comunidades, indígenas, etc. De allí, la responsabilidad y la revocabilidad de los electos y electas por quienes les han elegido, y no un mandato imperativo que bloquearía toda función deliberativa de las asambleas elegidas. La limitación explícita de la acumulación y de la renovación de los mandatos electivos debe estar en manos del poder popular, así como la limitación del salario del electo a nivel del obrero/a cualificado/a o del empleado/a de los servicios públicos, a fin de restringir la personalización y la profesionalización del poder.
La descentralización/desconcentración del poder y la redistribución de las competencias a nivel local, regional, o nacional más cercano a las bases ciudadanas, con el derecho de veto suspensivo de las instancias inferiores sobre las decisiones que les afecten directamente y posible recurso a referendums de iniciativa popular. Una democracia revolucionaria de productores libremente asociados es perfectamente compatible con el ejercicio del sufragio universal. Consejos comunales o asambleas populares territoriales pueden estar formados de representantes de las unidades de trabajo y de habitación y someter toda decisión importante al voto de las poblaciones concernidas. Diversas experiencias han puesto al orden del día la posibilidad de un sistema de deliberación de dos cámaras, una elegida directamente mediante el sufragio universal, la otra representando directamente a los sectores sociales: obreros, los campesinos, indígenas, estudiantes, intelectuales, profesionales, científicos y técnicos, pequeños y medianos empresarios nacionales, y más ampliamente las diferentes formas asociativas del poder popular. Esta respuesta satisface teóricamente a la vez la exigencia de elecciones generales y la preocupación por la democracia del poder popular lo más directa posible. Permite no confundir por decreto la realidad de la sociedad y la esfera del estado, llamada a ir debilitándose a medida que se desarrolla, se extiende y se generaliza la autogestión. Se trata de la disolución del Estado capitalista en el poder popular, a través de la democratización extensiva e intensiva, reconociendo las limitaciones de las circunstancias históricas y de las amenazas que requieren de un nuevo esfuerzo de defensa integral de la soberanía nacional. De allí la importancia de democratizar al Estado y no de estatizar la democracia.
Estas grandes orientaciones resumen las lecciones de una historia dolorosa. Una historia que no es el fin de la historia del liberalismo ni la compulsión a la repetición del despotismo de izquierdas. Se trata de abrir la Historia a las historias, de abrir el gran relato a los pequeños relatos, de escuchar no la gran VOZ sino las pequeñas voces, de construir y edificar un nuevo socialismo del siglo XXI, y pasar esta dura transición con una plenitud de visiones que saben que lo peor está siempre al asecho: no cambiar nada y sacralizar el fin de la historia y su democracia liberal, cambiar todo para inventar una nueva figura de barbarie, o retornar a la dictadura como fórmula que nos alivie la pesada carga de la ansiedad cartesiana.
Una democracia contra-hegemónica toma distancia del “fetichismo institucional”: el sufragio universal, los poderes públicos controlados democráticamente desde las bases y consejos, un sistema mixto que permita la voz de las minorías, la posibilidad de alternancia política, la existencia de diversos partidos políticos y movimientos sociales, un nuevo pluralismo radical y una tolerancia a la disonancia y a la diversidad, no son principios liberales, son principios de una democracia post-liberal.
Una teoría crítica radical debe desmontar las falencias y falacias liberales, debe asumir una nueva práctica articulatoria en la lucha contra-hegemónica. En este sentido, estamos en un momentum post-liberal, para edificar desde las comunidades de liberación formas de vida social igualitarias, justas y libertarias. ¡O inventamos o erramos!
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