Carta del indio Atahualpa al Papa Benedicto XVI

Excelentísimo Señor Sumo Pontífice: Benedicto XVI

 Con el debido respeto a su altísima investidura y a su palabra de Señor Padre de la Iglesia católica, apostólica y romana.

 Le escribo desde las raíces de la madre tierra que me abrigó en vida, donde reposan los órganos de lo que fue mi cuerpo de aborigen o de indio como nos llamaron los conquistadores que luego nos colonizaron para violar no sólo a hombres y mujeres, sino también con mayor ensañamiento a la madre naturaleza. No recuerdo en qué lugar quedaron enterrados mis extremidades, en cuál mi tronco, ni en dónde fue a parar mi cabeza después de haberme sido cortada para ser exhibida no como trofeo de victoria de los españoles sobre nosotros los aborígenes durante la guerra salvaje que se nos hizo para violentarnos todo nuestro ordenamiento de vida entre hermanos y hermanas, sino como un intento de aterrorizar y amedrentar a mi pueblo para que se hiciera fiel y buen esclavo de nuestros depredadores.

  Señor Papa Benedicto XVI: mis hermanos y mis hermanas, al igual que los mismos hacedores de guerra y de exterminio (los españoles) que nos colonizaron para desangrar e irrespetar a la madre naturaleza y despojar de sus derechos a los que en ella habitábamos amándola y trabajándola con raciocinio sin depredarla, sabían que yo era un aborigen pacífico, que llegué a creer en la hermandad de los españoles, de los foráneos que vinieron y en vez de aceptar nuestro sincero y solidario abrazo de bienvenida, nos atacaron, nos dispararon para herirnos y matarnos, nos irrespetaron nuestra identidad y nuestra cultura, violaron nuestras mujeres, destruyeron venas y corazones de la madre tierra para saquearla y dejarle vacío donde nosotros –los aborígenes- le rendíamos el culto sagrado de no producirle heridas y dolores, contaminaron las aguas y llenaron de luto la razón de vida de la naturaleza y del hombre y de la mujer aborigen. Y allí no se detuvieron, Santo Padre, avanzaron arrogantes y desmedidos vestidos de metal y montados en bestias como demonios del mal, disparando y torturando a mis hermanos para despojarnos de nuestros dioses naturales, que como el Sol, nos daba la luz no sólo para el conocimiento y mirarle con dulzura su entorno y admiración y respeto, sino también para sembrar la tierra, cuidarla, calcular en qué y cuánto espacio podíamos utilizar de su rica entraña para alimentarnos sin que nadie pasara hambre, sin que nadie padeciera de sed, y sin ninguna necesidad de matarnos los unos con los otros que éramos hermanos y hermanas por la gracia bendita de la madre naturaleza.

 El saqueo y la rapiña, como la bendición a la muerte por razón de la ambición de riqueza y lucro, Señor Papa Benedicto XVI, no son, ni en nombre de Dios ni del Rey ni del hombre mismo, obras de la hermandad ni gesto de la solidaridad que sirva a los unos y los otros para conquistar y construir la mayor suma de felicidad posible, y que multiplicada ésta sea la bendición y la herencia de unas generaciones creadoras del bien común para las que las venideras, favoreciéndoles a éstas la inteligencia, la economía de tiempo, los espacios para la recreación, la ornamentación donde todos los colores se sientan satisfechos de germinar belleza, porque todas las épocas, todas las sociedades nada serían sin la madre tierra, generosa desde su vientre dándonos alimento, agua, aire para la igualdad de oportunidades en el trabajo, en la educación, en el acceso a las ciencias y de la técnica, y en los usos racionales de lo que es algo más que una inmensa estepa verde.

 Usted ha dicho, Santo Padre Benedicto XVI, que el evangelio vino a nuestra madre tierra, porque nosotros, los aborígenes, o indios como nos llamaron y aún nos siguen llamando “… anhelábamos silenciosamente a Cristo”. Nada sabíamos nosotros, lo digo con la mayor franqueza ante usted Sumo Pontífice Benedicto XVI y ante todas las voces del mundo y los sueños de todos mis hermanos y hermanas que fueron frustrados por los colonizadores, que venerábamos al Sol y amábamos la tierra y no contaminábamos las aguas, no depredábamos irracionalmente los bosques ni llanuras ni praderas, no teníamos al oro y la plata como fetiches y por eso nada nos alienaba la conciencia, y todos los hombres y todas las mujeres de este maravilloso lugar donde vivíamos nos queríamos y nos tratábamos como hermanos y hermanas. Nada sabíamos de Cristo o del Dios-único de que nos hablaban los colonizadores. ¡Lo juro por el Sol, por nuestra madre naturaleza, por mis hermanos y hermanas, por el mismo Dios-único que trajeron los evangelizadores a la tierra de hombres y mujeres que siempre quisieron vivir en paz y en justicia social, y ante usted mismo Santo Padre, que nosotros ignorábamos la existencia de Cristo, aunque los almanaques se ocuparon después de decir que nuestra era es la era después de Cristo!

 Le voy a contar, Excelentísimo Sumo Pontífice Benedicto XVI, la breve pero trágica y dolorosa vivencia de un indio que se llamaba Atahualpa cuando las tierras del Perú eran libres, queridas y respetadas por los incas.

 Era un señor llamado Francisco Pizarro el rey de las fieras del mal, ávido de oro y de poder, quien pretendía decidir el destino de todos mis hermanos y todas mis hermanas vulnerando nuestro principio de autodeterminación. Era también un señor Moscoso el evangelizador, hombre de sotana, Biblia en mano y crucifijo en el pecho queriendo moldear a su manera nuestra manera de pensar sin respetar nuestra ancestral creencia sobre la madre naturaleza. Ambos invitaron al indio Atahualpa a visitarlos en su cuartel. La treta estaba montada: hacerlo preso, como tal profecía del mal se cumplió. Atahualpa, como nada sabía de evangelización, ni de Cristo ni del Dios-único traídos por los colonizadores, ninguna palabra escuchó que fuese pronunciada por la Biblia que le había sido colocada en el pecho por el evangelizador Moscoso, para que se convenciera que Dios le estaba hablando, y la palabra de Dios tenía que ser aceptada y respeta por el indio Atahualpa, que estaba en condición de preso. Atahualpa sí sabía que el Sol existía y daba luz y era su Dios, inspirador de sus pensares y de sus obrares en la tierra para bien de sus hermanos y de sus hermanas, y también para los visitantes que respetaran sus derechos humanos y quisieran ser también sus hermanos y hermanas.

 Por la libertad condicional, Atahualpa llenó varios calabozos de oro y plata donde antes estuvo preso. Pensaba el indio que con ese gesto cobraría su libertad para irse a vivir entre sus hermanos y hermanas en paz. Pero, Señor Sumo Pontífice Benedicto XVI, Pizarro y Moscoso querían más, ansiaban la conversión de Atahualpa para que dejara de creer en su Dios Sol y creyera en adelante en el Dios-único que trajeron los evangelizadores de la Metrópolis. Las pocas horas de menos de un día, fueron una cruel pesadilla para Atahualpa que se resistía a dejar de creer en su Dios Sol. Como Atahualpa observó que las nubes lloraban y ardía de fuego el sol, dejó de haber dolor en su cuerpo de tanta tortura física pero se le acrecentó la tristeza de ver cómo un evangelizador, vestido de sotana con crucifijo en el pecho y Biblia en mano, que juraba ser vocero de un Dios grande y generoso que hizo al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, hiciera depender la vida de otros de una muerte atroz si no se aceptaba la conversión.

 Entonces fue, apreciado Sumo Pontífice Benedicto XVI, cuando Atahualpa, que soy yo, acepté la conversión: juré creer en el Dios-único de los evangelizadores del colonialismo español. ¿Y sabe usted, Santo Padre, con lo que me premiaron?: ordenaron matarme descuartizado, porque no quería morir al fuego para que mi cuerpo fuese enterrado junto a los míos, debajo de la tierra que nos dio la vida y frutos y agua y todo lo indispensable para que fuéramos todos felices, justos, hermanos y hermanas.

 Ataron, Sumo Pontífice Benedicto XVI, cada uno de mis brazos y cada una de mis piernas a caballos diferentes para descuartizarme, y como el Dios Sol unido a la lluvia no querían que muriera en el atroz martirio que decretaron para quitarme la vida los perversos Pizarro y Moscoso, me desataron y me remataron indefenso y torturado ante la triste mirada de mis hermanos y mis hermanas. Nada, absolutamente nada, hizo el Dios-único que acepté con mi conversión para salvarme la vida. Demasiado odio, demasiada ambición por ansia de riqueza y de dominio había en el alma de Pizarro y en el alma de Moscoso contra nosotros los aborígenes de lo que se llamó América. Trajeron la muerte por la vida, la tristeza por la alegría, el desprecio por la ternura, el egoísmo por la solidaridad, y el individualismo por el amor al prójimo.

 No les bastó con mi sufrimiento y mi muerte horrible, sino, en nombre del Rey de España y en el nombre del Dios-único de los colonizadores, asesinaron a mi esposa, a mis hijos, y sólo “perdonaron” la vida a mi niño menor para que llegara a la locura y la muerte de manera prematura.

 No siento, Excelentísimo Papa Benedicto XVI, ningún rencor contra mis destructores y, tal vez, por tanto amor a la madre naturaleza, al hombre, a la mujer, a la palabra de fe, hubiésemos llegado a su Dios por amor, por convicción propia, poniendo por delante la vida y no la muerte, la alegría y no la tristeza, la ternura y no el desprecio, la solidaridad y no el egoísmo, el bien común y no el interés individual.

 Aunque no estoy en el cielo, porque sembrado me encuentro entre las raíces de mi madre tierra, le pido, Santo Padre Benedicto XVI, écheme la bendición en nombre del Dios-único que acepté en la conversión y también de ese otro Dios que nunca podremos olvidar los aborígenes de esas tierras que se llamaron América: Sol.

 De usted, muy respetuosamente y deseándole larga vida y éxitos:

El indio Atahualpa



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Freddy Yépez


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